Resumen
Este relato comienza con la petición de un padre para que su hijo Ignacio le avise si oye algo o ve algo a la distancia. Ignacio responde que no, y el padre dice que deben estar cerca. De a poco, el lector se da cuenta de que Ignacio es cargado sobre los hombros de su padre.
El padre señala que pronto deberían llegar al pueblo de Tonaya, que según les dijeron está más allá del cerro que cruzaron hace unas horas, y le pide a su hijo que esté atento por si oye el ladrido de los perros. También le dice que está cansado, e Ignacio le dice que lo baje, pero el viejo elige apoyarse en un paredón, pues teme que si lo baja no podrá volver a subirlo. El hijo dice que se siente mal y el narrador observa que habla muy poco, cada vez menos, y que a veces empieza a temblar como si tuviera mucho frío. Así, el lector entiende que a Ignacio le pasa algo, aunque no se sabe qué. Sus pies se clavan en los costados de su padre y sus manos las traba en su pescuezo.
Ignacio entonces le dice al padre que se siente mal y le pide que lo deje ahí, que él luego lo alcanzará en cuanto se reponga. Pero el padre le dice que no lo dejará ahí tirado, para que acaben con él, sino que lo llevará hasta el pueblo para que lo atienda un doctor. Así y todo, el padre aclara que aquello no lo hace por Ignacio, sino por su difunta madre, quien nunca le habría perdonado que dejara a su hijo tirado donde lo encontró. Para él, en cambio, Ignacio solo le ha causado problemas, humillaciones y vergüenzas, y desde que se enteró de que es un ladrón y que incluso ha asesinado gente, ya no lo considera su hijo. El lector se entera entonces de que el hijo ha matado al compadre de su padre y quien lo bautizó a él de niño, Tranquilino.
Entonces el padre vuelve a preguntarle si ve u oye algo, y él vuelve a repetir que no. El padre aclara que quizás el pueblo ya ha apagado sus luces, pero al menos deberían escucharse los ladridos de los perros. Sin embargo, el hijo solo dice que tiene sed, y el padre le dice que debe aguantarse porque no puede bajarlo, ya que luego no podría volver a alzarlo. Esto lleva al padre a hablar de la madre de Ignacio, que murió cuando su hijo era un bebé. El padre nota entonces que su hijo se afloja y llora encima suyo, y le dice que, sin embargo, él nunca hizo nada por su madre ni por su padre, como si en lugar de haberlo criado cariñosamente, lo hubieran hecho con maldad. Por fin, el padre revela qué es lo que ha sucedido: han herido a su hijo y, al mismo tiempo, han asesinado a todos sus amigos, aunque ellos no tenían a nadie que los cuidara, como sí Ignacio.
Finalmente, los dos hombres llegan a Tonaya, y al llegar a la primera casa, el padre se apoya contra la pared y destraba, con dificultad, los dedos con los cuales su hijo venía aferrándose a su cuello. Al quedar libre, el padre nota cómo por todas partes ladraban los perros. Así, el padre le pregunta a Ignacio si no había escuchado que los perros ladraban y le reprocha así ni siquiera haberlo ayudado dándole esa esperanza de cercanía al pueblo.
Análisis
En este relato asistimos a un tema común no solo en Rulfo, sino en la literatura mexicana y la latinoamericana en su conjunto: el carácter problemático de la relación padre-hijo. La relación de Ignacio con su padre es interesante por la forma en que el padre, a pesar de estar claramente enfrentado a su hijo, emprende sin embargo la increíble tarea de llevarlo a Tonaya. También podría leerse como una alegoría de la problemática relación del periodo posrevolucionario con la Revolución idealista que lo precedió.
La Revolución Mexicana, como ya se dijo, fue impulsada por el idealismo y la esperanza de un gran futuro, en particular uno en el que los pobres recibirían la tierra que necesitaban para producir y subsistir, y diluir la injusticia social y económica, que situaba a un sector pudiente y corrupto en una posición ventajosa. Sin embargo, muchas de estas esperanzas nunca se hicieron realidad, ya que en lugar de la reforma agraria, comenzó una nueva generación de corrupción en la que los anteriores revolucionarios vendieron su lealtad al mejor postor.
Aunque la alegoría está lejos de ser obvia, podemos ver los contornos de este problema en la relación de Ignacio y su padre. Es evidente que el padre tenía grandes esperanzas en su familia (una metáfora común de la nación), pero estas se desvanecen rápidamente con la pérdida de su esposa y la fragmentación de su familia. La siguiente generación -su hijo Ignacio-, debido, en parte, a la disolución de esa familia ideal y a sus propios defectos, se ha corrompido, como muchos durante el periodo posrevolucionario. Por su parte, el papel de los malos amigos que contribuyen a la caída de Ignacio es importante aquí, ya que los amigos son lealtades que están fuera de la familia (de la nación). Estos amigos podrían ser metáforas del papel de las influencias extranjeras (como Estados Unidos) que intentaron beneficiarse económicamente del caos que siguió a la Revolución.
En Rulfo, entre padres e hijos suele haber recriminación y rencor, y se lastiman unos a otros, incluso cuando intentan ayudarse. La pobreza y la desilusión política son el trasfondo de un vínculo estéril, en el que los padres poco tienen para transmitir a sus hijos, y estos, desheredados e indefensos, son arrojados al mundo, donde tienen que encontrar la manera de subsistir. Es lo que ocurría en “Paso del Norte”: con crudeza y cinismo, el padre elegía no enseñarle a su hijo su oficio en la pirotecnia, para evitar la competencia, y luego le reprochaba ser un mal hijo; el hijo debía abandonar a su familia para suplir la falta de herencia. En “No oyes ladrar los perros”, sin embargo, el padre ha intentado ser una figura presente para su hijo, lo mismo que su difunta madre. El resentimiento que siente el padre por su hijo tiene que ver con que él ha desaprovechado y desmerecido esa ayuda, y se ha volcado al crimen. De ahí el reproche que le hace: “Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad” (133).
En el presente, mientras lleva a su hijo a cuestas rumbo a Tonaya, el padre exhibe por su hijo sentimientos encontrados: por un lado siente un fuerte rechazo por él, ya que se ha convertido en un bandido y en un asesino: “Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí” (132); pero, por otro, por la memoria de su esposa, siente la necesidad de salvarlo: “no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean” (131). Como ya se vio, el vínculo padre-hijo en Rulfo suele estar caracterizado por la ausencia de la figura mediadora de la madre, lo cual suele redundar en conflicto entre ellos: hay rencor, odio, resentimiento. Aquí, ese rencor puede ser suspendido únicamente gracias a la memoria de la madre.
Las carencias políticas de la Revolución y sus posteriores repercusiones no son tratadas directamente por el relato, pero ciertamente se esconden bajo su superficie y emanan a través de los dramáticos acontecimientos narrados. Por un lado, el padre se ve obligado a cargar a cuestas a su hijo con el fin de encontrar asistencia médica, porque evidentemente allí donde él vive no hay médicos. Con este simple detalle, Rulfo logra trabajar en un problema persistente que la Revolución se propuso vencer, las cuestiones básicas de la seguridad social: atención médica, vivienda, empleo, educación. No lo denuncia ni llama la atención, pero la falta de un médico permanece como causa subyacente del apuro de los dos hombres. Por ello, de la manera más sutil, estas historias siguen sirviendo de persistente recordatorio de cómo tantas promesas fueron olvidadas o incumplidas.
Por otro lado, la historia está atravesada una vez más por la violencia: el hijo herido es un bandido y un asesino. De hecho, el padre le reprocha haber matado a su propio padrino: “Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: «Ese no puede ser mi hijo»” (132). El indiscriminado ejercicio de la violencia ha alcanzado así un punto álgido y se ha filtrado al interior de la familia: el padre entiende, con horror, que su hijo ha violado los códigos afectivos de su familia, lo cual lo lleva a él mismo a decidir que no puede ya concebir a esa persona como un hijo propio. Esto lo lleva a asumir que incluso también habría matado a su madre, si ella estuviera viva: “la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas” (133). Es por eso que la misión que emprende al cargar a su hijo es un verdadero acto de piedad.
El cuento termina con un reproche y una desilusión. Padre e hijo logran por fin llegar a Tonaya, donde el hijo podrá recibir asistencia médica. Entonces el padre puede depositar al hijo en el suelo, pues hasta ahora lo cargaba en los hombros y el hijo le tapaba las orejas; por eso el padre dependía de su hijo para escuchar el ladrido de los perros, que indicaría su proximidad al pueblo. Al ser capaz de oír, por fin, el padre siente el ladrido insistente y se da cuenta de que ni siquiera en eso su hijo pudo ayudarlo, aplacando su desesperación y dándole la esperanza de estar cerca del destino. Sin embargo, el lector también duda de si el hijo ha logrado llegar vivo a Tonaya; durante todo el viaje se muestra débil y cansado, y no hay pistas certeras de que haya sobrevivido a la travesía.