Todo era un manto blanco e inmaculado, con suaves ondulaciones allí donde las bajas temperaturas habían formado grandes masas de hielo.
El cuento de London comienza con una detallada descripción del paisaje del Yukón, poniendo énfasis en las señales de un frío extremo y de la absoluta soledad del hombre en esa zona. Buena parte de estos detalles puede leerse como un presagio del trágico final.
Era un recién llegado al territorio, un chechaquo, y aquél sería su primer invierno; su problema era que carecía de imaginación.
Esta información y este breve juicio del narrador sobre el protagonista del cuento, uno de los pocos que encontraremos en todo el relato, constituyen elementos premonitorios que presagian el final trágico del hombre: como recién llegado no conoce los peligros de la zona y, carente de imaginación, no puede imaginarlos.
Mientras daba media vuelta para seguir su camino escupió para ver qué pasaba. Se llevó un sobresalto al oír un chasquido seco, semejante a una explosión. Volvió a escupir. Y una vez más la saliva restalló en el aire antes de caer en la nieve. Sabía que a cuarenta y cinco grados bajo cero la saliva crujía al entrar en contacto con la nieve, pero no que restallara en el aire. Seguramente la temperatura era inferior a cuarenta y cinco bajo cero, aunque ignoraba cuánto.
Como suele suceder en el naturalismo, aquí se nos da información sobre la realidad a través de datos duros. El narrador no solo insiste en medir el peligro potencial del frío con un número (cuarenta y cinco grados bajo cero), sino que además describe esta pequeña acción como un expermiento científico que ofrece información objetiva: que la saliva se congele antes de tocar el suelo es señal de que la temperatura está por debajo de ese número, lo que parece significar una alerta.
El animal estaba abrumado por la severidad del frío. Sabía que no era un buen momento para viajar. Su instinto era más certero que el raciocinio del hombre. En realidad no estaban a cuarenta y cinco grados bajo cero; estaban a más de cincuenta grados bajo cero y a más de cincuenta y cinco bajo cero. Estaban a sesenta bajo cero. A sesenta grados por debajo del punto de congelación. El perro no sabía nada de termómetros. Puede que su cerebro ni siquiera tuviera una conciencia del frío extremo tan clara como la del hombre, pero contaba con su instinto.
El cuento de London es muy claro respecto a la prevalencia del instinto por sobre el intelecto en condiciones extremas como esta. En este pasaje queda claro que el perro, aún sin contar con la capacidad de medir la temperatura en grados o dilucidar los peligros implicados en el frío extremo, sabe instintivamente que, con esta temperatura, no deberían estar viajando.
Los surcos de la vieja ruta de trineos aún resultaban visibles, pero treinta centímetros de nieve cubrían las huellas de los últimos patines. Nadie había subido o bajado por aquel arroyo silencioso desde hacía un mes. El hombre avanzaba a paso regular. Era poco dado a pensar y en ese momento sólo pensaba en qué comería cuando llegase a la bifurcación y en que a las seis de la tarde ya estaría en el campamento con los compañeros.
En este pasaje, el narrador observa nuevamente el paisaje como un objeto de estudio y saca conclusiones a partir de los datos: la ausencia de huellas indica que nadie ha pasado por el arroyo en el último mes. Sin embargo, otra vez se nos recuerda el carácter poco reflexivo del hombre que, indiferente a esta información, se limita a pensar qué comerá a las seis de la tarde, cuando, según sus cálculos, llegue al campamento.
Aquel hombre no sabía lo que era el frío. Era posible que sus antepasados, generación tras generación, nunca hubieran llegado a conocer el frío, el frío de verdad, el que alcanza los setenta y siete grados por debajo del punto de congelación. El perro sí lo sabía; sus antepasados lo sabían y él había heredado ese conocimiento. Sabía que no era prudente caminar bajo aquel frío aterrador.
El narrador da cuenta aquí, nuevamente, de que el instinto, como un conocimiento inconciente transmitido por generaciones, es más efectivo, para enfrentarse a la naturaleza, que el intelecto.
La culpa era suya o, mejor dicho, había cometido un error. No debió encender la fogata debajo de un árbol.
En este pasaje el narrador se retracta y convierte lo que primero interpreta como culpa en un error. La corrección no es casual: la culpa supone el libre albedrío y una responsabilidad moral en la toma de decisiones, pero el determinismo propone un hombre definido por su herencia genética y su enterno natural, incapaz en verdad de tomar decisiones que puedan torcer un destino ya definido para él.
Volvió a asaltarlo la idea de que la congelación se estaba extendiendo por todo su cuerpo. Hizo cuanto pudo por sofocar este pensamiento, por olvidarlo, por pensar en otra cosa, pues era consciente del pánico que le causaba y tenía miedo al pánico. Pero el pensamiento persistió y ganó terreno hasta que le produjo una visión de su cuerpo congelado.
Cuando el hombre se da cuenta de lo grave que es su situación ya es demasiado tarde, y entonces la idea de su propia muerte se le impone, contra su voluntad, como una imagen terrorífica. A esta altura, no solo su cuerpo deja de responderle, sino que ya no puede controlar siquiera sus propios pensamientos.
Se imaginó que sus compañeros encontrarían su cadáver al día siguiente. De buenas a primeras, se vio avanzando junto a ellos en busca de su propio cuerpo. Y todavía con ellos dobló un recodo del camino y se encontró tendido en la nieve. Su cuerpo ya no le pertenecía, lo había abandonado y se encontraba con los muchachos, contemplándose tendido en la nieve. La verdad es que hacía mucho frío. Cuando volviera a Estados Unidos podría contar a su familia y a sus amigos el frío que hacía. A esta visión le siguió una imagen del veterano de Arroyo Salado. Lo vio con absoluta nitidez, cómodo y caliente, fumando una pipa.
En sus momentos finales, todo parece confundirse en la mente del protagonista: se ve a sí mismo encontrando su propio cadáver pero proyecta un futuro en el que se ve junto a su familia y sus amigos, recuerda al veterano de Arroyo Salado y reconoce también el frío que lo aqueja. Pasado, presente y futuros posibles se mezclan y parecen indicar que ya falta poco para que la vida del hombre se extinga.
Al cabo de un rato el perro lanzó un gemido más hondo. Y aún después se acercó al hombre y detectó el olor de la muerte. Se erizó y retrocedió. Se quedó un poco más a su lado, aullando bajo las estrellas que cabrilleaban en el cielo luminoso y frío. Por fin dio media vuelta y se alejó por el camino a trote ligero, en dirección al campamento, donde se encontraban los otros proveedores de alimento y de fuego.
No solo el paisaje es indifente frente a la desesperación y luego la muerte del hombre. El perro, tras reconocer el deceso por el olfato, se limita a alejarse del cadáver y dirigirse al campamento, donde habrá otros hombres que puedan alimentarlo.