Encender un fuego

Encender un fuego Resumen y Análisis Tercera parte

Resumen

El hombre se asusta y piensa que el veterano tenía razón: un compañero sería útil ahora para encender un nuevo fuego. Se dedica a hacerlo, consciente de que seguramente pierda algunos dedos de los pies por congelación. Con las manos cada vez más entumecidas, agarra ramitas podridas y musgo verde que no puede separar mientras el perro lo mira.

El hombre busca un trozo de corteza de abedul en su bolsillo, pero sus dedos entumecidos no pueden sentirlo. Lucha contra la idea de que sus pies se están congelando y se golpea las manos contra el cuerpo para restablecer la circulación. El perro lo mira, y el hombre lo envidia por su protección natural contra el frío. El hombre recupera algo de sensibilidad en los dedos, se quita la manopla y saca un montón de fósforos. Pero sus dedos se entumecen de nuevo y los fósforos caen sobre la nieve. Ya no puede controlar sus dedos para recoger los fósforos. Sin el sentido del tacto, usa la vista para guiar sus dedos, intentando cerrarlos cuando se encuentran al lado del montón de cerillas.

Eventualmente logra separar una cerilla con ayuda de la boca y la enciende contra la rodilla. Pero le entra humo por sus fosas nasales y tose, y entonces la cerilla cae sobre la nieve y se apaga. Agarra todo el montón de fósforos, setenta en total, y los frota contra su pierna, todos a la vez. Se enciende el montón y el hombre acerca los fósforos a la corteza de abedul, pero pronto se da cuenta de que su carne está ardiendo. Incapaz de soportarlo, suelta las cerillas, que caen sobre la nieve. Sin embargo, la corteza está ardiendo, y él le agrega hierba y ramitas. Pero al intentar proteger el fuego separando el musgo de la hierba, esparce las ramitas y el fuego se apaga.

El hombre mira al perro y recuerda haber oído hablar de un hombre que, atrapado en una tormenta de nieve, mató un ciervo y se metió dentro de su cadáver. Decide matar al perro y poner sus manos dentro de su cálido cuerpo. Lo llama, pero algo aterrador y extraño en su voz asusta al perro. El hombre se arrastra hacia el animal, que se aparta. Entonces el hombre recupera la compostura y llama al perro con naturalidad. Cuando este se adelanta, el hombre se lanza sobre él, pero no puede mover los dedos entumecidos. Aún así, agarra al perro, gruñendo, en sus brazos, solo para darse cuenta de que no puede matarlo, ya que no puede sacar su cuchillo ni estrangular al animal. Lo suelta y este se aleja de él. El hombre intenta restablecer la circulación en sus manos, pero estas no responden.

El hombre se da cuenta de que la congelación de sus miembros es ahora una perspectiva menos preocupante que la muerte. Entra en pánico y corre, aterrorizado, por el sendero del arroyo, con el perro pisándole los talones. Correr quizás restablezca su circulación. Incluso si pierde algunos dedos en las manos y en los pies, al menos podría acercarse al campamento, donde los muchachos podrían atenderlo. Sigue bloqueando la idea de que pronto morirá. Pero su resistencia cede, finalmente cae y no puede levantarse. Decide descansar y reanudar luego la marcha. Siente un calor agradable por dentro, aunque no tiene ninguna sensación en sus extremidades. Lucha contra la imagen de su cuerpo congelándose, pero es una visión demasiado poderosa, no la soporta y otra vez se echa a correr.

Vuelve a caer. El perro se sienta cerca y lo mira, y eso lo enfurece. El hombre vuelve a correr, en pánico, y cae una vez más. Decide que ha estado actuando tontamente, y que sería mejor enfrentar la muerte de una manera más digna. Se imagina a sí mismo con los muchachos, al día siguiente, encontrando su propio cuerpo. Se imagina diciéndole al veterano que tenía razón.

El hombre cae en un sueño confortable. El perro no entiende por qué el hombre está sentado en la nieve así, sin encender un fuego. Por la noche, el animal se acerca y detecta la muerte en el olor del hombre. Entonces retrocede y huye en dirección al campamento, donde se encuentran "los otros proveedores de alimento y de fuego".

Análisis

La supervivencia se convierte en la motivación principal del hombre mientras se defiende de la naturaleza en este último tramo del relato. Sus intentos cada vez más desesperados por restaurar el calor en su cuerpo helado contrastan con la indiferencia del Yukón. El ambiente permanece inmutable, brutalmente frío y absolutamente indiferente a la supervivencia del hombre.

Lo que también se vuelve significativo en este contexto son los números. Ya sabemos que la temperatura juega un papel crucial, y que cuarenta y cinco grados bajo cero delimitan la zona de peligro. El lector adquiere un nuevo dato aquí: setenta es el número de cerillas que tiene el hombre. El narrador podría simplemente habernos informado que el hombre tenía un montón de fósforos, pero nos dice el número exacto cuando finalmente logra encenderlos. El tiempo también juega un papel clave para el hombre, al igual que la distancia al campamento. El naturalismo sostiene que el mundo solo se puede conocer a través de la ciencia objetiva. Los hechos concretos, como la temperatura medida en grados o el número de cerillas, hacen posible el conocimiento de este mundo en particular.

El hombre finalmente toma estos hechos y hace conjeturas sobre el futuro, a diferencia de antes, cuando se negaba a pensar en procesos. Si bien inicialmente lucha contra la idea de su propia muerte, más tarde se involucra en el pensamiento causal y es abordado por visiones de su cuerpo congelado. Incluso se visualiza encontrando su propio cadáver al día siguiente, lo que constituye una proyección a futuro verdaderamente abstracta. Pero ahora es demasiado tarde: las proyecciones de vínculos causales poco pueden hacer por él en este momento.

Es interesante el contraste, cada vez más marcado a medida que el hombre se acerca a su propia muerte, entre la descripción de ese mundo exterior, indiferente y mesurable con datos objetivos, y el mundo interior del hombre. Ahora que finalmente puede proyectar su potencial muerte, y mucho más cuando esta se va convirtiendo en una certeza, el narrador nos introduce en su cabeza y nos transmite magistralmente la desesperación frente a esa tragedia personal que el protagonista puede reconocer pero, impotente, no puede evitar. Y es que sus proyecciones ya no tienen sentido, porque cualquier vestigio de libre albedrío que el naturalismo pudiera atribuirle al hombre antes ha desaparecido por completo en esta sección de la historia.

Es la certeza cada vez mayor de su muerte inminente en contraste con la indiferencia del entorno frente a ella y su incapacidad de hacer algo para evitarla lo que genera una tensión y una angustia creciente en el lector en este último tramo del cuento.

Tal es la impotencia del hombre que este no puede controlar su cuerpo, que parece cobrar voluntad propia: "La sangre se retiró de la superficie de su cuerpo", "el temblor no le permitía calcular la distancia", "las manos no respondían". Vemos que la sangre, el temblor y hasta partes de su cuerpo aparecen en el texto personificados para dar cuenta de que la voluntad del hombre ya no tiene incidencia en ellos.

A tal punto el protagonista del cuento ha perdido su capacidad de tomar decisiones y actuar en consecuencia que ni siquiera puede controlar sus propios pensamientos: la idea de la muerte, incluso la visión de su propio cadáver, se le impone, ajena a su propia voluntad:

Hizo cuanto pudo por sofocar este pensamiento, por olvidarlo, por pensar en otra cosa, pues era consciente del pánico que le causaba y tenía miedo al pánico. Pero el pensamiento persistió y ganó terreno hasta que le produjo una visión de su cuerpo congelado.

El intelecto, las manos (desarrollo evolutivo que permite al ser humano movimientos finos) y las herramientas, productos ellas mismas del intelecto, traicionan al protagonista de la historia. Este no puede separar las ramitas útiles del musgo todavía húmedo, ni operar las cerillas correctamente ni usar su cuchillo para matar al perro y usar su piel para calentarse. Ni siquiera puede evitar pensar en la muerte y ahorrarse así cierto grado de desesperación. En la naturaleza, el intelecto se muestra inútil.

En cambio, prevalece aquí el instinto del perro. Este no solo reconoce instintivamente que el hombre está tratando de engañarlo de alguna manera, sino que sus propias ventajas naturales, especialmente su abrigo de piel, lo mantienen seguro y cálido. Además, si bien el perro carece de la capacidad intelectual de encender un fuego o proveerse a sí mismo con comida, instintivamente sabe dónde están quienes podrán proveerlo de estas necesidades ahora que ya no puede hacerlo su proveedor habitual, a quien reconoce muerto por el olfato. En un entorno natural indiferente y brutal, el instinto se evidencia como un recurso mucho más valioso que el intelecto.

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