El Círculo había nacido con su vida de cadetes, cuarenta y ocho horas después de dejar las ropas de civil y ser igualados por las máquinas de los peluqueros del colegio que los raparon, y de vestir los uniformes caquis, entonces flamantes, y formar por primera vez en el estadio al conjuro de los silbatos y las voces de plomo. Era el último día del verano y el cielo de Lima se encapotaba, después de arder tres meses como un ascua sobre las playas, para echar un largo sueño gris. Venían de todos los rincones del Perú; no se habían visto antes y ahora constituían una masa compacta, instalada frente a los bloques de cemento cuyo interior desconocían. La voz del capitán Garrido les anunciaba que la vida civil había terminado para ellos por tres años, que aquí se harían hombres, que el espíritu militar se compone de tres elementos simples: obediencia, trabajo y valor.
Fiel al estilo narrativo de Vargas Llosa, cuyos narradores suelen sortear toda línea cronológica y presentar, en cambio, fragmentos de situaciones a partir de los cuales el lector debe recomponer un todo, es recién en el segundo capítulo de La ciudad y los perros donde el narrador describe el ingreso al colegio, sucedido tres años antes de la acción que abre la novela, de los alumnos que están por terminar su ciclo en la institución.
Dicho ingreso a la institución aparece ligado, en el fragmento citado, al inicio de un “largo sueño gris” (p.52). Más allá de que la expresión aparezca en contraposición a un cielo soleado que caracteriza al período de verano y que deja paso a un clima nublado, típico de Lima sobre todo durante el otoño y el invierno, lo gris se adjudica a los años en el Colegio Militar, también, por su acepción de falta de esplendor, de brillo, su dureza. Dicha dureza aparece presentada también por la rigidez de las “voces de plomo” (p.52) y los “bloques de cemento” (p.52) y que evidentemente instalan lo grisáceo como rasgo típico de la vida en una institución que arrasa con las diferencias (la gama de colores, de personalidades) para convertir toda individualidad en un elemento indistinto de una “masa compacta” (p.52).
-¿Usted es un perro o un ser humano? -preguntó la voz.
-Un perro, mi cadete.
-Entonces, ¿qué hace de pie? Los perros andan a cuatro patas.
Él se inclinó, al asentar las manos en el suelo, surgió el ardor en los brazos, muy intenso. Sus ojos descubrieron junto a él a otro muchacho, también a gatas.
-Bueno -dijo la voz-. Cuando dos perros se encuentran en la calle, ¿qué hacen? Responda, cadete. A usted le hablo.
El Esclavo recibió un puntapié en el trasero y al instante contestó:
-No sé, mi cadete.
-Pelean -dijo la voz-. Ladran y se lanzan uno encima del otro. Y se muerden.
El Colegio Militar Leoncio Prado parece aniquilar la personalidad de su alumnado, no solamente por el estricto disciplinamiento al que los jóvenes son sometidos por parte de las autoridades, sino también por la violencia que ejercen, sobre los ingresantes a la institución, los alumnos un año mayores. Parte de este aniquilamiento de la personalidad consiste en una explícita “animalización” a la que son sometidos los cadetes de tercer año. Estos no solo son denominados “perros” sino que son también humillados, maltratados y forzados a deshumanizarse al punto que prácticamente pierden su condición de personas para adquirir la de animales. En el capítulo dos se narra justamente el modo en que prácticamente toda la sección de quinto año fue torturada, dos años atrás, cuando apenas ingresaban al colegio. El relato pone el foco en Ricardo Arana, quizás el más vulnerable o débil, en términos de fuerza física y poder de defensa.
Era para castigar a ese cuerpo cobarde y transformarlo que se había esforzado en aprobar el ingreso al Leoncio Prado; por ello había soportado esos veinticuatro meses largos. Ahora ya no tenía esperanza; nunca sería como el Jaguar, que se imponía por la violencia, ni siquiera como Alberto, que podía desdoblarse y disimular para que los otros no hicieran de él una víctima. A él lo conocían de inmediato, tal como era, sin defensas, débil, un esclavo.
Tras padecer durante los últimos años de su niñez la convivencia con un padre violento que golpeaba tanto a él como a su madre, Arana decide entrar al Colegio Militar Leoncio Prado para convertirse en alguien capaz de defenderse, de contraatacar. Sin embargo, largos años de educación militar no le dejaron más de que sufrimientos, humillaciones. En el último año a cursar, Arana, a quien sus compañeros apodaron "esclavo" y a quien tratan como si lo fuera, se resigna a convertirse en algo distinto de lo que es. Pierde toda esperanza y entiende que no puede siquiera participar ya de la competencia de virilidad que se libra día a día en el Colegio y en la cual todos sus compañeros parecerían, de alguna u otra manera, adquirir algún tipo de placer o divertimento.
Mientras que los demás se turnan, molestándose los unos a los otros, él nunca deja de ocupar el lugar de víctima. Es por eso que Arana reniega de todo supuesto compromiso de complicidad que se asumiría entre compañeros y denuncia a Cava como el autor del robo del examen de química, con la única esperanza de pasar algunas horas junto a Teresa, esa muchacha que se erige como la única luz en su vida de oscuridad.
Así que no habías salido nunca con un muchacho, qué me cuentas, pero después de todo, con esa cara que Dios te puso sobre el cogote, así que el Cine Metro es muy bonito, no me digas, veremos si el Esclavo te lleva a las matinés del centro, si te lleva a un parque, a la playa, a Estados Unidos, a Chosica los domingos, así que esas teníamos, mamá tengo que contarte una cosa, me enamoré de una huachafa y me puso cuernos como a ti mi padre pero antes de que nos casáramos, antes de que me declarara, antes de todo, qué me cuentas.
Al enterarse de que al Esclavo lo dejaron salir del colegio, Alberto imagina que el joven fue en busca de Teresa, la muchacha a la que ambos aman (aunque Arana desconoce los sentimientos de Alberto). En el fragmento citado, el muchacho acaba de escaparse de la institución para dirigirse a la casa de ella, esperando llegar antes que su amigo. El narrador focaliza en el muchacho y cede la narración a un monólogo interior del joven. Este se compone en primera instancia de pensamientos que Alberto dirige a Teresa en un estado de perturbación, colmado por la inseguridad y los celos, pero en donde se filtran también preceptos interiorizados en la mente del joven que tienen que ver con las diferencias de clases. A Alberto, criado en Miraflores y cuyo padre le asegura un futuro prometedor, la atracción que siente por Teresa se le presenta como conflictiva, al menos inconscientemente, en tanto la jovencita pertenece a una clase socioeconómica claramente inferior.
Lo que pone en jaque la desesperación del personaje es justamente la procedencia, así como la apariencia, de Teresa: una “huachafa” que su madre probablemente no aceptaría. En la segunda parte del monólogo citado Alberto se dirige, justamente, a su propia madre, una mujer constantemente engañada por su marido, y con quien por lo tanto el joven se identifica en ese momento en que la desesperación lo lleva a imaginar a su amada junto al Esclavo.
Cava decía que iba a ser militar, no infante, sino de artillería. Ya no hablaba de eso, últimamente, pero seguro lo pensaba. Los serranos son tercos, cuando se les mete algo en la cabeza ahí se les queda. Casi todos los militares son serranos. No creo que a un costeño se le ocurra ser militar. Cava tiene cara de serrano y de militar, y ya le jodieron todo, el colegio, la vocación, eso es lo que más le debe arder. Los serranos tienen mala suerte, siempre les pasan cosas.
Entre todos los cadetes de la sección, Cava ofrece el único ejemplo del futuro militar como un deseo personal. Según Boa, ese deseo se liga estrechamente al origen identitario de Cava: los militares son serranos y Cava es, justamente, serrano. Boa explica también que le parece difícil “que a un costeño se le ocurra ser militar”(p.164). Se da, por lo tanto, una suerte de segmentación a causa de los orígenes geográficos y, por supuesto, socioeconómicos: en Perú, los habitantes de las sierras suelen pertenecer a estratos socioeconómicos inferiores que los habitantes de la zona costera, donde se encuentra por ejemplo la ciudad de Lima. Lo militar aparece como deseo vocacional en clases inferiores, mientras que para los muchachos “blanquiñosos” y costeños la experiencia del Colegio Militar parecería coincidir más con una suerte de período de disciplinamiento impuesto por los padres a sus hijos que con un destino o plan de futuro.
"El poeta está malogrado de pena", le contó Vallano a Mendoza, "deja más de la mitad de su comida y no la vende, le importa un pito que la coja cualquiera, y se la pasa sin hablar". Lo ha demolido la muerte de su yunta. Los blanquiñosos son pura pinta, cara de hombre y alma de mujer, les falta temple; este se ha quedado enfermo, es el que más ha sentido la muerte del, de Arana.
El estado anímico de Alberto a raíz de la muerte de su compañero es presentado, en principio, por la voz de Boa. La lectura que Boa hace del comportamiento de Alberto se corresponde con la perspectiva del narrador, un alumno del Leoncio Prado que ha internalizado las nociones machistas de virilidad que propone constantemente la institución militar. Así, Alberto, al no disimular cierto estado de vulnerabilidad en que lo colocó la pérdida de su amigo, es catalogado por Boa como falto de “temple” y, por lo tanto, afeminado: el “alma de mujer” al que el narrador refiere obedece a la asociación permanente que algunos criterios militares plantean entre la debilidad de carácter, la vulnerabilidad, la ausencia de fuerza violenta, y lo femenino.
Lástima que no haya reflexionado antes -dijo el coronel-. Lástima que haya sido precisa mi intervención para que usted comprendiera los alcances de un capricho adolescente. Ahora vamos a hablar de otra cosa, cadete. Porque, sin saberlo, usted ha puesto en movimiento una máquina infernal. Y la primera víctima será usted mismo. Tiene mucha imaginación, ¿no es cierto? Acaba de darnos una prueba magistral. Lo malo es que la historia del asesinato no es la única. Acá yo tengo otros testimonios de su fantasía, de su inspiración. ¿Quiere pasarnos esos papeles, comandante?
Lo sucedido a partir de la muerte de Arana y la denuncia de Alberto (de que el Jaguar es el asesino) pone en evidencia la corrupción existente en el Colegio Militar Leoncio Prado. En el fragmento citado, lo que se devela es el comportamiento extorsivo de las autoridades del colegio, que recurren a lo que esté a su alcance para impedir que la investigación por asesinato, la cual creen perjudicial para la imagen de la institución, siga su curso. Es esta la razón por la cual el coronel incorpora a la escena esos "testimonios" de la "fantasía" del joven, es decir, las copias de novelas eróticas escritas por Alberto. Los documentos son utilizados por el coronel como una suerte de prueba de la falta de legitimidad del alumno: el muchacho se presenta así como todo lo contrario a un alumno ejemplar, por un lado, y como alguien capaz de inventar e imaginar situaciones ficticias -y por ende capaz de haber inventado la historia del asesinato-, por el otro.
Sin embargo, el gesto del coronel se corresponde más bien con la idea de extorsión: las novelas eróticas no parecieran escandalizar realmente a las autoridades, sino ofrecerse como un arma irrefutable para clausurar de una vez y para siempre el curso de la investigación y los rumores del asesinato. Alberto es, a partir de entonces, amenazado: si insiste con el asunto del crimen de Arana, será expulsado del colegio y sus padres serán informados acerca de sus escritos.
Arróspide coreaba ‘soplón, soplón’, frenéticamente, y de distintos puntos de la cuadra, aliados anónimos se plegaban a él, repitiendo la palabra a media voz y casi sin abrir la boca. El murmullo se extendía como en las clases de francés y Alberto comenzaba a identificar algunos acentos, la voz aflautada de Vallano, la voz cantante del chiclayano Quiñones y otras voces que sobresalían en el coro, ya poderoso y general. Se incorporó y echó una mirada en torno: las bocas se abrían y cerraban idénticamente. Estaba fascinado por ese espectáculo y, súbitamente, desapareció el temor de que su nombre estallara en el aire de la cuadra y todo el odio que los cadetes vertían en esos instantes hacia el Jaguar se volviera hacia él. Su propia boca, detrás de los vendajes cómplices, comenzó a murmurar, bajito: ‘Soplón, soplón’.
El fragmento citado presenta uno de los episodios de mayor dramatismo en la novela: la escena en que toda la sección desafía al Jaguar acusándolo de traidor frente al silencio cómplice de Alberto, el verdadero traidor. La situación acaba siendo irónica en tanto Alberto no solo deja que ataquen al Jaguar acusándolo de una acción que en verdad cometió él mismo, sino que además se suma a la provocación, cantando él también la consigna que señala al inocente Jaguar como un “soplón”.
Este gesto extrema los límites de la situación a la vez que delinea a los personajes y deja en evidencia sus verdaderas naturalezas. Por un lado, Alberto se muestra como un ser capaz de dejar que castiguen injustamente a otro para salvar su propio pellejo. En el extremo opuesto, el Jaguar demuestra su incorruptible compromiso con los valores que dice sostener, al punto de dejarse torturar por un delito que no cometió con tal de no convertirse él mismo en un soplón, señalando a aquel que debería estar siendo castigado en su lugar.
Él estaba con su traje de civil, el uniforme reposaba sobre una silla, el quepí había rodado al suelo, su madre había salido, la casa desierta lo exasperaba, tenía ganas de fumar, solo hacía dos horas que estaba libre y lo desconcertaban las infinitas posibilidades para ocupar su tiempo que se abrían ante él. ‘Iré a comprar cigarrillos’, pensó; ‘y después, donde Teresa’. Pero, una vez que salió y compró cigarrillos, no subió al Expreso, sino que estuvo largo rato ambulando por las calles de Miraflores, como lo hubiera hecho un turista o un vagabundo: la avenida Larco, los malecones, la Diagonal, el parque Salazar y, de pronto, allí estaban el Bebe, Pluto, Helena, una gran rueda de rostros sonrientes que le daban la bienvenida.
Si durante el período de tres años en que fueron pupilos del Colegio Militar Leoncio Prado los entonces alumnos compartían en el presente cotidiano, a pesar de sus diferencias de proceder geográfico, social y económico, los mismos padecimientos y divertimentos, el egreso de la institución devuelve a los jóvenes a sus círculos y destinos de origen. Así Alberto, que mientras estaba en el colegio no veía la hora de salir para visitar a su enamorada, Teresa, ahora vuelve a ser absorbido por los espacios y personas de su pasado. Caminando por las calles de Miraflores, volviendo a ver a quienes eran sus amistades, Alberto recupera los intereses y modos de vida que nos habían sido presentados en sus recuerdos.
Así de simple es el devenir que empuja a Teresa fuera de la vida de Alberto, un muchacho que se reencuentra, aunque primero como “un turista o un vagabundo”, con lo que fuera su hábitat natural, pero que pronto comienza a sumergirse nuevamente en su pasado que es, a su vez, su futuro.
-¿Y qué más? -dijo el flaco Higueras-. ¿Cuántos moscardones en su vida, cuántos amores?
-Estuve con un muchacho -dijo Teresa-. A lo mejor vas y le pegas, también.
Los dos se rieron. Habían dado varias vueltas a la manzana. Se detuvieron un momento en la esquina y, sin que ninguno lo sugiriera, iniciaron una nueva vuelta.
-¡Vaya! -dijo el flaco-. Ahí la cosa comenzó a ponerse bien. ¿Te contó algo más?
-Ese tipo la plantó -dijo el Jaguar-. No volvió a buscarla. Y un día lo vio paseándose de la mano con una chica de plata, una chica decente, ¿me entiendes? Dice que esa noche no durmió y pensó hacerse monja.
En la última escena de la novela, el Jaguar le cuenta al flaco Higueras, ya salido este de la cárcel, cómo fue su reencuentro con Teresa, esa muchacha de la que está enamorado desde la infancia, con quien compartió cada tarde durante años, hasta que los celos le llevaron a golpear a un muchacho en la playa, primera acción de una larga cadena de errores.
En el fragmento se hace visible cómo Vargas Llosa utiliza la particular forma de narrar que consolidará luego gran parte de su estilo literario: el narrador superpone dos planos, dos conversaciones, relatando así ambas escenas mediante un diálogo compuesto de líneas de tiempos distintos que se intercalan. Así es como el narrador elige dar cierre a la historia de amor entre Teresa y aquel tímido niño que ahora sabemos el Jaguar, un cierre feliz, de matrimonio y comunión familiar. Pero es también así, en esta plasmación de diálogos cruzados, como el narrador de la novela elige presentar, por primera y única vez, cómo vivió Teresa el fin de su relación con Alberto, ese muchacho con el que salió y a quien no volvió a ver sino acompañado de otra chica. Y no cualquier chica, sino una "de plata, decente". Porque de la misma manera que el Jaguar vuelve a su círculo, a sus orígenes, a la muchacha de Bellavista que amó en la infancia y en la cual, sin embargo, nunca dejó de pensar, también Alberto, al salir del colegio, vuelve a ser absorbido por los espacios y las personas propios de su clase, en la cual Teresa parece no tener lugar.