Resumen
Capítulo V
El narrador anónimo quería pasar algún momento a solas con Teresa, fuera de su casa, y se le ocurrió ir a buscarla a la salida del colegio y caminar con ella. Pasaba horas pensando de dónde conseguir dinero para el pasaje. Decidió pedirle prestado un sol al flaco Higueras. Días después tomo el tranvía y llegó al colegio de Teresa, pero sintió vergüenza y se volvió solo a su casa. Al día siguiente fue nuevamente y se acercó y la saludó. Caminaron juntos hasta despedirse.
La Perlita está al final del descampado, cerca del muro posterior del colegio. Es una construcción pequeña con un ventanal que sirve de mostrador y a través de la cual se divisa a Paulino, con sus ojos japoneses y su cara ancha, negra, sus pelos lacios. Paulino vende en el mostrador gaseosas, galletas, café, y, en la trastienda, cigarrillos y pisco, al doble de lo que salen en la calle. Paulino duerme allí, en un colchón de paja lleno de hormigas. Debajo del colchón esconde paquetes de Nacional y botellas de pisco que introduce clandestinamente en el colegio. Los consignados que tienen algún dinero acuden allí los fines de semana y se tienden en el suelo del reducto.
Arana olvidó también que al día siguiente a la golpiza de su padre le pidió a su madre que se fueran de vuelta a Chiclayo, pero ella lo acarició y le dijo que no, que tendría que vivir con su papá. Le dijo que su padre tenía mal genio pero debía aprender a quererlo, que debía pedirle perdón por haber entrado al cuarto la noche anterior. Ricardo comprendió que su madre era cómplice de su padre y que ya no podía fiarse de ella. Cuando llegó su padre, sin mirarlo, le pidió perdón.
El Esclavo le pregunta a Alberto qué más dijo Teresa cuando le llevó el comunicado. Alberto quiere cambiar de tema, pero el Esclavo insiste en que está enamorado de esa muchacha y que no quiere que ella tenga ideas malas sobre él. Alberto le recomienda dejar de pensar en eso, ya que no saben cuánto tiempo más estarán consignados. El Esclavo dice que siente que se volverá loco si no lo dejan salir y le pregunta por qué se niega a escribir una carta para ella en nombre de él, a lo que Alberto responde que no tiene ganas. El Esclavo promete salir el sábado siguiente como sea, aunque tenga que escaparse. Alberto le propone que vayan a lo de Paulino, que quiere emborracharse. El Esclavo se niega a ir, “no me gusta que me frieguen” (p.117), dice. Alberto le promete que eso no sucederá.
Alberto abre la puerta de la Perlita de un golpe, para asustar a todos, y luego se tiende en el suelo, seguido por el Esclavo. Paulino se ríe, “te has traído tu putita”(p.119) dice, y pregunta “¿qué vas a hacer si la violamos?” (p.119). Boa grita que es buena idea que se “coman” al Esclavo. Alberto propone que se “coman” en cambio a Paulino. Luego intenta beber de una botella de pisco pero Paulino lo detiene, pidiéndole cinco reales por el trago. Uno de los cadetes recostados pregunta qué sucede con la apuesta. Se da inicio entonces a una competencia de índole sexual que suele tener lugar allí, en la cual los cadetes se masturban o reciben sexo oral por parte de Paulino, y el que primero alcanza el clímax recibe un premio (una talega con monedas). El Esclavo susurra a Alberto que se vayan, pero este quiere quedarse para ganar la talega. Entonces algunos de los cadetes se bajan los pantalones, otros solo los abren.
Paulino da vueltas con los labios húmedos, pasando de un cuerpo al otro. Alberto se desabotona lentamente e intenta evocar en su imaginación el cuerpo de la Pies Dorados, pero la imagen se esfuma para dar paso a la de una muchacha morena. Paulino pregunta al Esclavo qué espera. Este último está tendido, inmóvil, con la cabeza entre las manos. “Cómete a la novia del poeta” (p.121) grita el Boa. Alberto endurece los puños y amenaza a Paulino, luego se pierde en imágenes confusas. En un momento abre los ojos y ve a Paulino manoseando al Boa, que se retuerce con los ojos cerrados, en otro momento ve a Boa enfurecido, acusando a Paulino de haberlo mordido. Paulino no se defiende y Boa lo suelta. Paulino luego se limpia la boca, toma la talega de monedas y se la da al Boa. Cárdenas irrumpe diciendo que él "terminó" segundo. Alberto dice que es mentira, que ganó el Esclavo. El Boa se ríe a carcajadas y corre por el reducto, sobre los cuerpos, con el sexo entre las manos. Los demás se limpian, acomodan la ropa. Al rato, todos beben y fuman. Paulino se sienta en un rincón, con expresión melancólica.
En el Club Terrazas, Emilio avisó a Alberto que Helena estaba mirándolo. Helena era más audaz, desafiante, sarcástica que las otras chicas de su edad. Era la única muchacha con la que Alberto no lograba mostrarse seguro. De todos modos los demás muchachos pensaban que hacían una buena pareja. Alberto y Helena acordaron encontrarse en el cine. Él le dijo que cuando se encontraran le diría algo, y ella le pidió que se lo dijera de una vez.
Alberto y el Esclavo están echados en dos camas vecinas. La cuadra está desierta: el Boa y los otros consignados acaban de salir hacia La Perlita. Hablan sobre la consigna, y el Esclavo siente injusto que Cava salga tranquilamente los sábados mientras que ellos están encerrados por su culpa. Se lamenta porque sus cartas a Teresa no obtienen respuesta, y Alberto comenta que a él igualmente le parece fea y que si se casaran, seguro le metería los cuernos. Cuando el Esclavo le pregunta por qué entró al Leoncio Prado, Alberto termina explicando que fue porque su padre quería corregirlo. El Esclavo le pregunta por qué no se hizo reprobar en el examen de ingreso, a lo que Alberto responde “Por culpa de una chica. Por una decepción” (p.129). Termina admitiendo que la chica se llamaba Helena, y que le gustaba, pero luego dice que no le gusta contar sus cosas y que vayan a La Perlita. El Esclavo se resiste, dice que Boa y Paulino le dan náuseas. Luego, dice a Alberto que él es el único amigo que tiene, la única persona con la que le gusta estar. Alberto le responde que eso parece una declaración de amor de "maricón". El Esclavo sonríe.
Capítulo VI
El Esclavo siente que puede soportar la soledad y las humillaciones pero no el encierro. Golpea la puerta del teniente Huarina. Al Esclavo le cuesta hablar, pero piensa en cómo Cava le hace la vida imposible. Dice, finalmente, que fue Cava quien robó el examen de química, quien rompió el vidrio, e inmediatamente pregunta si podrá salir ese sábado. Huarina le da permiso para salir ese día.
El Esclavo sale de la habitación, pensando en que irá a ver a Teresa. Ve discutir a sus compañeros de sección y piensa que todos ellos, en el fondo, son amigos, que se insultan pero se divierten juntos, y que solo a él lo miran como a un extraño.
Alberto corrige una de sus novelas eróticas. El negocio de las novelas surgió una vez que Vallano leyó frente a todos “Los placeres de Eleodora”, escrita por Alberto, y al final le propuso alquilársela. En un momento un suboficial apareció y le arrebató el libro. Alberto dijo que por medio atado de cigarrillos le podía escribir una historia mejor. Todos lo celebraron cuando poco después alzó las diez páginas y anunció el título: “Los vicios de la carne”. La cuadra lo escuchó leer su obra y luego lo aplaudieron y abrazaron y le dijeron “Fernández, eres un poeta” (p.141).
Lo de las cartas comenzó con un cadete de tercero que le confió no saber como responderle a lo que le escribía la chica que le gustaba. Alberto le dijo que escribir una carta era lo más fácil del mundo, que podía escribir diez cartas de amor en una hora. A partir de allí, Alberto le escribió cartas al muchacho a cambio de cigarrillos, y ese muchacho le trajo a otros que también necesitaban escribirle a sus enamoradas, y empezó a hacerlo a cambio de dinero. Este episodio sucedió ya dos años atrás. En el presente, Alberto evoca el cuerpo de Teresa, su rostro, y se colma de ansiedad. Mientras, el Esclavo se las ingenia para estar a su lado. Alberto, cada vez que se aproxima a él el Esclavo, siente malestar: la conversación de algún modo u otro recae en Teresa y Alberto debe disimular, aparentar cinismo, o bien darle consejos. Alberto piensa enfrentar al Esclavo cuando termine la consigna, y decirle que Teresa le gusta, que lo siente mucho peor debe olvidarse de ella.
Por la mañana Alberto lee, en la oficina de Prevención, que la consigna está suspendida. Arróspide le cuenta que alguien denunció a Cava, quien ahora está en el calabozo. No se sabe quién hizo la denuncia, pero Alberto sospecha que el Esclavo es el soplón porque ha salido ese mismo día, y fantasea con decírselo al Jaguar para que lo dejen entrar al Círculo. Se recuesta, sintiéndose estúpido. Se imagina, al Esclavo llegando a la casa de Teresa; entonces se levanta y pide a Arróspide que de el parte por él, que tiene que salir.
Alberto trepa el muro, luego corre hasta el ómnibus que lo lleva a casa de Teresa. Piensa que está escapando, como escapó su padre. Se imagina al Esclavo llegando a lo de Teresa, a ambos hablando, besándose. Baja del ómnibus y camina, atraviesa una plaza donde se erige un héroe de bronce, piensa en la Patria, en la playa a la que iba con Pluto y donde vio una vez a Helena, en su madre, sin más fiestas. Piensa luego en él mismo pidiendo a su padre que lo lleve a jugar fútbol y en su padre contestándole que ese era un deporte de negros. Sube al Expreso de Miraflores, baja y camina por las calles lóbregas de Lince, piensa si el Esclavo podría llevar a Teresa al cine como él, o a Estados Unidos, se imagina diciendo a su madre que se enamoró de una “huachafa”(p.150). Llega a la puerta de Teresa, se arregla y toca. Ella está sola y sonríe. Alberto dice que se escapó del colegio, y le pregunta si estuvo con Arana. Ella no comprende y Alberto le explica que Arana está enamorado de ella. Teresa dice no saber nada sobre eso, solo haber conversado con él una vez. Alberto confiesa que escapó por celos, porque él también está enamorado de ella.
Análisis
Como consecuencia de un clima de fuerte represión, dada por el relativo confinamiento y la estricta disciplina militar a la que son sometidos los alumnos pupilos del Leoncio Prado, los placeres ligados al alcohol, el cigarrillo y la sexualidad surgen entre los cadetes a la manera de una proliferación de excesos. En estos capítulos aparecen dos claros ejemplos de esta situación: por un lado, las actividades que tienen lugar los fines de semana en La Perlita; por el otro, las novelas eróticas escritas por Alberto y que encuentran en el apetito sexual de los adolescentes una fuerte y desesperada demanda. La particularidad que estas situaciones guardan en común es la condición comunitaria, compartida, del ejercicio sexual.
En un ambiente donde lo militar rige con su jerarquía de valores en la que priman la virilidad, el poder, la dominación, y en donde la heterosexualidad aparece como incuestionable, paradójicamente los alumnos del Leoncio Prado vivencian su placer sexual, a falta de mujeres en la institución, en situaciones que lindan con lo homoerótico. Todos juntos escuchan en silencio las narraciones eróticas escritas por Alberto, de un modo similar al que exponían sus experiencias con la prostituta a la que todos visitan, Pies Dorados. De un modo aún más explícito, los jóvenes se reúnen cada sábado en La Perlita, donde, alcoholizados, se desnudan unos frente a otros para masturbarse o incluso, en varios casos, ofrecerse para que Paulino les practique sexo oral: “Algunos se bajaban los pantalones, otros los abrían solamente. Paulino daba vueltas en torno al abanico de cuerpos, con los labios húmedos; de una de sus manos colgaba la talega sonora y la otra sostenía la botella de pisco. ‘El Boa quiere que le traigan a la Malpapeada’, dijo alguien y nadie se rio” (p.121).
Sin embargo, los alumnos no se prestan a estas experiencias sexuales desprovistos de los valores que pesan sobre sus espaldas en su cotidianidad de pupilos, sino que más bien lo hacen evidenciando, en raptos de violencia, la represión y la violencia aprehendida en su educación militar:
-No me gusta que me tutees, cholo de porquería -dijo Alberto, franqueando el umbral. Los cadetes se volvieron a mirar a Paulino, que había arrugado la frente; sus grandes labios tumefactos se abrían como las caras de una almeja.
-¿Qué te pasa, blanquiñoso? -dijo-. ¿Estás queriendo que te suene o qué?
-O qué -dijo Alberto, dejándose caer al suelo. El Esclavo se tendió junto a él. Paulino se rio con todo el cuerpo; sus labios se estremecían y, por momentos, dejaban ver una dentadura desigual, incompleta.
-Te has traído tu putita -dijo-. ¿Qué vas a hacer si la violamos?
-Buena idea -gritó el Boa-. Comámonos al Esclavo.
-¿Por qué no a ese mono de Paulino? -dijo Alberto-. Es más gordito (p.119).
Racismo y homofobia se entremezclan en los constantes insultos con los cuales los cadetes se dirigen unos a otros. Lo segundo parece obedecer a que todos ellos son prácticamente niños repitiendo las palabras de sus superiores, ya sea padres o autoridades militares, que inculcaron en ellos un deber por sobre todos, el de “ser hombres”. La presión de esa obligada meta viril parece gobernar desde las sombras los comportamientos, pensamientos, culpas y frustraciones de los alumnos del Leoncio Prado. Así, los varones se catalogan en dos bandos: aquellos que demuestran ser hombres y aquellos que no, y que por lo tanto son señalados como inferiores en la pirámide de poder y dominación, es decir, como mujeres -“¿Es para ti solo o también para tu hembrita?” (p.119), dice alguno refiriéndose al Esclavo, que siempre acompaña a Alberto. El racismo y el clasismo, por su parte, emergen en un contexto en que jóvenes de procedencias familiares muy disímiles son reunidos y uniformados en una misma institución. Así, se da un contraste entre los “cholos” y los “blanquiñosos”, entre los “serranos” y los “costeños”, en una suerte de lucha que, tal como se da al interior del colegio, no está del todo claro quién gana:
-Poeta -gritó Vallano-. ¿Tú has estado en el Colegio La Salle?
-Sí -dijo Alberto-. ¿Por qué?
-El Rulos dice que todos los de La Salle son maricas. ¿Es cierto?
-No- dijo Alberto-. En La Salle no había negros.
El Rulos se rio.
-Estás fregado -le dijo a Vallano-. El poeta te come.
-Negro, pero más hombre que cualquiera -afirmó Vallano-. Y el que quiera hacer la prueba, que venga.
(p.136)
Las diferencias de clase surgen también en el interior de la mente de Alberto, un muchacho criado en Miraflores, uno de los barrios más costosos de Lima, y donde gozaba de un círculo social de estrato igual de elevado. A ese círculo pertenecen las muchachas como Helena, enamorada de Alberto hasta antes de su ingreso en el Colegio. Es el peso de pertenecer a esta clase social lo que hace que a Alberto se le presente conflictivo, en un principio, el sentirse atraído por Teresa, una jovencita de clase claramente inferior. No solo piensa, la primera vez que la ve, que es fea, sino que además se enoja consigo mismo cuando Teresa se aparece en sus pensamientos y discute con Arana cuando el joven manifiesta sin escrúpulos su fascinación por la muchacha. Aquí, el monólogo interior de Alberto cuando se escapa del colegio para ir a ver a la joven:
Así que no habías salido nunca con un muchacho, qué me cuentas, pero después de todo, con esa cara que Dios te puso sobre el cogote, así que el Cine Metro es muy bonito, no me digas, veremos si el Esclavo te lleva a las matinés del centro, si te lleva a un parque, a la playa, a Estados Unidos, a Chosica los domingos, así que esas teníamos, mamá tengo que contarte una cosa, me enamoré de una huachafa y me puso cuernos como a ti mi padre pero antes de que nos casáramos, antes de que me declarara, antes de todo, qué me cuentas (p.150).
Lo que pone en jaque la desesperación del personaje es justamente la procedencia, así como la apariencia, de Teresa: una “huachafa” que su madre probablemente no aceptaría. Sobre este asunto es interesante atender a las diferentes descripciones del personaje de Teresa que tienen lugar en la novela, justamente dependiendo de las cualidades de quien percibe. La muchacha es percibida como “huachafa” por Alberto (algo similar dirá de Teresa la joven de clase media alta que sale con Alberto al final de la novela, Marcela) y es, por el contrario, destacada por su elegancia, limpieza, prolijidad, por el narrador que en esta instancia permanece anónimo, pero de quien sabemos pertenece a un bajo estrato económico-social.
Por otra parte, el personaje de Teresa funciona como motivación, en la novela, en más de una ocasión. Quizás el momento más relevante en torno a esto es la decisión de Arana de denunciar a Cava para que lo dejen salir y, así, visitar a la muchacha. Teresa aparece ante él como el único halo de luz visible y al cual, sin embargo, le es impedido dirigirse a causa de una injusta consignación que obliga a todos a permanecer en la institución: “Podía soportar la soledad y las humillaciones que conocía desde niño y solo herían su espíritu: lo horrible era el encierro, esa gran soledad exterior que no elegía, que alguien le arrojaba encima como una camisa de fuerza” (p.131). La metáfora presenta justamente la dimensión intolerable que ofrece el encierro, incluso para un cuerpo que parecería resignado a tolerar todo lo demás. Y es que en un momento Arana perdió toda esperanza de conquistar el poderío, la fuerza, la impronta que se había prometido adquirir ingresando al Colegio Militar:
Era para castigar a ese cuerpo cobarde y transformarlo que se había esforzado en aprobar el ingreso al Leoncio Prado; por ello había soportado esos veinticuatro meses largos. Ahora ya no tenía esperanza; nunca sería como el Jaguar, que se imponía por la violencia, ni siquiera como Alberto, que podía desdoblarse y disimular para que los otros no hicieran de él una víctima. A él lo conocían de inmediato, tal como era, sin defensas, débil, un esclavo (p.131).
Arana, resignado, entiende que no puede siquiera participar ya de la competencia de virilidad que se libra día a día en el Colegio y en la cual todos sus compañeros parecerían, de alguna u otra manera, adquirir algún tipo de placer o divertimento. Porque mientras que los demás se turnan, molestándose los unos a los otros, él nunca deja de ocupar el lugar de víctima. Es por eso que Arana reniega de todo supuesto compromiso de complicidad que se asumiría entre compañeros y denuncia a Cava como el autor del robo del examen de química. Esta acción de Arana se justifica en su hondo sentimiento de soledad y en su convicción de que en Teresa se erige como su única esperanza de relativa felicidad.