En La ciudad y los perros, su primera novela, Mario Vargas Llosa toma como referencia la situación social, económica y política de su país. Los personajes incluidos en el relato ofrecen un abanico de caracteres, de procedencias sociales, reflejando en conjunto una suerte de microcosmos: la de la sociedad de Lima y el Perú alrededor del año 1950. Este microcosmos incluye las tensiones inherentes al sistema social que emula, como los prejuicios y tensiones raciales (“blanquiñosos”, “indios”, “cholos” y “negros”, enfrentados entre sí), regionales (costeños, serranos y selváticos) y socioeconómicos. La violencia latente en estos potenciales conflictos con los que convive la sociedad se muestra en una de sus máximas expresiones por el ambiente en que se elige centrar la trama: el militarismo brutal y antidemocrático.
Vargas Llosa intenta construir, incluso en los personajes más explícitamente violentos o corruptos, argumentaciones sólidas y coherentes. Aún en aquellas situaciones complejas desde un punto de vista ético (sobre todo aquellas que tienen lugar en la segunda parte de la novela, en las oficinas donde se reúnen las autoridades) el autor parece intentar diagramar las escenas de modo tal que toda discusión posea cierto equilibrio argumental. Esto se logra, en parte, por el formato de la narración, con el que se intenta “mostrar” distintas escenas, distintos momentos de un personaje o una historia y dejar que el lector sea quien reconstruya y de orden.
Esta técnica, así como la voluntad de presentar equilibrios argumentativos y espacios de vacío o silencios en términos de trama, trae aparejadas, lógicamente, algunas ambigüedades. La mayor de estas radica en la cuestión de la muerte del cadete Arana, el Esclavo, sobre la cual distintos personajes exponen muy diversas hipótesis, todas “posibles” debido al modo en que se presentan los hechos en la trama. Es por esto que, a pesar de que al final de la novela el Jaguar se proclama responsable de esa muerte, la trama no necesariamente confirma lo que el joven confiesa, dejando así un hálito de duda. Al respecto, el mismo Vargas Llosa dice en una entrevista:
Yo fui a México a ver a un gran crítico francés, que dirigía la comisión de literatura de Gallimard. Él había leído mi novela y yo fui a verlo en su oficina de la Unesco. Me dijo que le gustó mucho el personaje del Jaguar porque se atribuye un crimen que no cometió para reconquistar su autoridad sobre sus compañeros. Yo le dije: “el Jaguar sí cometió ese crimen”. Entonces, me miró y me dijo: “Usted se equivoca. Usted no entiende su novela. Para el Jaguar, perder el liderazgo era una tragedia infinitamente superior a la de ser considerado un criminal”. (Su versión) me convenció; aunque cuando escribí la novela yo pensé que sí lo había matado.
Coherente con su estilo de escritura y la forma en que elige narrar sus novelas, el autor de La ciudad y los perros rescata la importancia de la verdad del lector sobre la verdad del autor: “Un escritor no tiene la última palabra sobre lo que escribe. Creo que es un gran error preguntarle a un autor cómo es esto o lo otro”, explica, y confiesa que, desde que advirtió esa ambigüedad quizás no ensayada, ha tratado de mantener la duda sobre la responsabilidad del Jaguar en el crimen, aduciendo que sus personajes “tomaron su propia vida, se me fueron de las manos”.