La ciudad y los perros

La ciudad y los perros Resumen y Análisis Segunda parte, Capítulos I-II

Resumen

Capítulo I

Alberto va a la enfermería, desesperado. Intentan echarlo, pero él insiste: quiere ver al cadete Arana. Le responden que Arana está inconsciente, aislado y nadie puede verlo.

El narrador anónimo esperaba a Teresa en la puerta del colegio dos o tres veces por semana, aunque no siempre se acercaba. También cuenta que el flaco Higueras le seguía dando plata, además de cigarrillos y tragos. A veces le daba dinero sin que él se lo pidiera. Una vez le regaló un sol cincuenta, supuestamente para que se emborrachara, pero él lo gastó en una porción de pastel que le obsequió a Teresa.

Boa recuerda la vez que el Jaguar y el Rulos le pasaron ladillas a la Malpapeada. También se lo hicieron al Esclavo, cuando lo despertaron a la madrugada, lo desnudaron y el Jaguar le frotó el sexo con las manos llenas de ladilla, mientras Boa y Rulos le forzaban la cabeza y los brazos. Boa siente que si hubiera sabido lo que pasaría luego al Esclavo, no le habría sostenido la cabeza aquella vez. La Malpapeada con ladillas se peló entera, le picaba mucho y al rascarse tanto quedó llena de llagas, raspaduras, lastimaduras. Pero desde que se curó, la perra no se separó de él. Boa dice que a la Malpapeada le gusta que él le pegue: se aleja un poco pero luego vuelve.

Saliendo de la enfermería, Alberto se cruza a un hombre que resulta ser el padre de Arana. A él tampoco lo dejan ver a su hijo. Al entender que Alberto era compañero de Ricardo el hombre empieza a hablarle y hacer preguntas sobre su hijo. En La Perlita, el padre de Arana confiesa que fue duro con su hijo, pero que lo hizo por su bien, por su futuro. La madre, dice, no lo entiende y le echa la culpa.

Ricardo también olvidó ya el día en que volvió a su casa y encontró sobre la mesa el folleto del Colegio Leoncio Prado. El padre lo alentó a inscribirse, con entusiasmo, mientras la madre manifestaba débilmente su desacuerdo: no quería que su hijo fuera como interno a un colegio de militares. El padre insistió con que allí lo harían hombre.

Boa habla de la Malpapeada: la perra es fiel, y ni se molesta cuando él la daña, empujándola de los roperos para que caiga al piso, porque lo debe confundir con cariño. Aunque se arrepiente de haberla dañado de verdad poco tiempo atrás. Luego Boa habla de Cava: se portó como un hombre y asumió toda la responsabilidad por el examen de química, sin acusar a nadie. Piensa en cómo sufrirá el serrano cuando llegue a su casa, diciendo que lo expulsaron. Todos se sintieron tristes ese día, cuando los hicieron formar para oír al coronel decir palabras horribles sobre Cava. El Piraña le arrancó a Cava, frente a todos, la insignia, las solapas, el emblema y dejó su uniforme hecho harapos. Boa sentía que iba a explotar, y la Malpapeada no paraba de molestarlo.

Alberto, vestido y peinado para una cita con Helena, se encontró con Emilio. Le contó que su padre la noche anterior no había vuelto a la casa, que llegó recién a la mañana y discutió con su madre. Helena apareció tarde y anunciando que tenía poco tiempo. Alberto protestó porque se veían poco, lo cual era triste porque él estaba enamorado. Ella terminó proponiendo que volvieran a ser amigos porque ella no estaba enamorada de él. Camino a su casa Alberto se encontró con Bebe, que le contó que la noche anterior Helena había bailado con un tal Richard en un baile. Cuando Alberto volvió a su casa, el padre lo retó por las bajas notas que avergonzaban el apellido familiar y le anunció que se prepararía para el ingreso al Leoncio Prado. La madre no estuvo de acuerdo.

Boa cuenta cómo se vengó de la Malpapeada una vez que rompieron filas: le tapó el hocico y le dio vueltas una pata, a la fuerza, hasta que la perra ya no pudo pararse. La perra aullaba de dolor y había quedado coja para siempre. Igual le seguía lamiendo la mano. Boa recuerda que Cava odiaba a la Malpapeada, le tiraba piedras y la pateaba. Piensa que los serranos son de lo peor. Recuerda cuando él tenía diez años y su hermano, que era camionero y que siempre volvía de la sierra diciendo que odiaba a los serranos, un día fue golpeado por ellos brutalmente y le dijo a Boa que se cuidara siempre de ellos, que eran traicioneros. A Boa le impresionó la cantidad de serranos que vio cuando entró al Leoncio Prado. Una vez, encontraron a Cava afeitándose la frente y lo afeitaron a la fuerza entre todos, dejándole la mitad de la cabeza pelada, y el Jaguar hasta le hizo comer la espuma de afeitar. Boa piensa que luego aprendió a querer a Cava.

El padre de Ricardo cuenta a Alberto que su mujer está enojada. Dice que lo del viernes fue una tontería: solo no dejó al chico salir, pero después de un mes de no ver a su madre hubiera sido una desconsideración que saliera apenas llegara. Cuenta luego que el capitán le explicó lo que sucedió en la campaña, dando a entender que Ricardo se había disparado a sí mismo, lo cual llama la atención de Alberto. El padre de Ricardo afirma que su hijo está muy resentido con él, pero que las responsables de eso son su madre y su tía Adelina, ya que en Chiclayo lo vestían con faldas, le hacían rulos, le regalaban muñecas. Él solo quiso lo mejor para su hijo, que fuera un hombre. Alberto se despide de él y corre para ir a formar. En el camino, un cadete le anuncia que el Esclavo ha muerto.

Capítulo II

Como era el cumpleaños del narrador anónimo, la madre le dio un sol para que fuera a ver a su padrino. El narrador tenía la ilusión de que su padrino le diera unos soles por su cumpleaños y así podría comprar una caja de tizas para Teresa. Pero su padrino no estaba en la casa y la madrina lo echó. Al volver a su casa, la madre anunció al narrador que Teresa lo buscaba. El narrador fue entonces a lo de la muchacha, donde la tía lo despreció, como siempre lo hacía. Teresa apareció sonriente y lo invitó a su cuarto, donde le dio un regalo: una chomba que ella misma había tejido durante sus clases. El narrador le agradeció muchísimo, y se alegró pensando que ella quizás lo estimaba como a algo más que un amigo.

Gamboa, el capitán Garrido y los tenientes se reúnen en la oficina del coronel. Garrido informa sobre el procedimiento que se está llevando a cabo para el entierro de Arana. El coronel está muy preocupado por las repercusiones que puede tener el hecho, ya que la muerte del muchacho puede resultar perjudicial para la imagen del colegio. Da instrucciones de cómo debe procederse: en todos los informes se debe hacer hincapié en que los alumnos lamentan mucho la pérdida y en que la muerte fue producto de un error del propio cadete. Una vez a solas con Gamboa y Garrido, les pregunta si saben qué sucedió realmente. Les explica que la teoría de que fue un error de Arana sirve para familiares y evitar complicaciones, pero el médico le informó claramente que la bala impactó la cabeza del cadete desde atrás. Ante la falta de certezas el coronel se impacienta, dice que lo más sensato es mantener la tesis del error del propio cadete, y agrega que los médicos fueron muy comprensivos y harán solo un informe técnico, sin hipótesis. Ordena a Garrido y Gamboa cortar la raíz de cualquier rumor.

El narrador anónimo se encontró con Higueras. Este le dijo que le debía veinte soles, que no se los pedía pero ya era hora de que se hiciera hombre y ganara dinero. Le propuso ayudarlo a conseguir plata, entrando a casas de gente rica cuando estuvieran vacías. Rechazó la oferta. El narrador dejó de ir a buscar a Teresa al colegio porque no tenía dinero. Una vez tuvo que comprar un libro para el colegio, pero cuando se lo dijo a su madre esta enfureció, gritando que apenas tenían para comer y que ya era hora de que él dejara la escuela, que ya tenía trece años y debía trabajar. Un domingo, el narrador caminó tres horas hasta llegar a la casa de su padrino, pero nuevamente este no estaba. No consiguió comprar el libro, así que sus compañeros se lo compartían. Una tarde, Teresa señaló con tristeza que él ya no iba a esperarla a la puerta del colegio. El narrador prometió ir al día siguiente. Esa noche fue a buscar a Higueras y le pidió que le prestara dos soles. Higueras se rio y se los dio, pero luego le recordó la conversación que habían tenido y le dijo que le perdonaría la deuda entera a cambio de su ayuda. El narrador aceptó y quedaron en encontrarse la noche siguiente en una plaza. El narrador, al intentar dormirse, pensaba lo peor: que los pescarían y lo mandarían al correccional de menores y que Teresa se enteraría y no querría hablarle nunca más.

En la capilla se oye un constante murmullo, los llantos de la madre de Arana. Los cadetes de quinto año están formados en dos columnas, pegados a los muros, a cada lado del ataúd. Cuando Pezoa lo ordena, presentan armas. Hace calor y a algunos les duelen los brazos por el peso del fusil. Transpiran, pero se mantienen inmóviles, erguidos.

Alberto, cuando Urioste anunció la muerte del Esclavo, quedó petrificado. Hubo quienes hicieron bromas y hubo otros que se rieron, pero poco. Alberto amenazó con matar a quien hiciera una broma más, y el silencio fue total. De a poco, más tarde, los cadetes empezaron a hablar entre sí de lo que había pasado y ellos mismos terminaron pidiendo a las autoridades velar a Arana.

Ahora están ahí, hace una hora, en la penumbra de la capilla, escuchando el quejido de la mujer y mirando de reojo el ataúd. Luego, Pitaluga les ordena descansar y le da a la mujer un torpe discurso sobre Arana, sobre su calidad de soldado, su disciplina, la pena que significa para el Ejército el perderlo. Luego ingresa a la capilla el coronel, quien da un discurso sobre los valores sagrados del espíritu militar, que vuelven a los hombres sanos y eficientes. Cuando los cadetes salen de la capilla se dan cuenta de que falta Alberto.

El teniente entra junto al brigadier a la capilla. Alberto está en el centro de la nave, frente al ataúd, la cabeza baja. El oficial ordena a Arróspide que lo vaya a buscar y lo saque. Alberto no se mueve cuando Arróspide lo agarra del brazo. Ni siquiera responde cuando el teniente lo reta en la formación. Sus compañeros le preguntan qué le sucede. Vallano dice en voz alta, minutos después, que “el poeta está llorando” (p.252).

Análisis

En el primer capítulo de esta segunda parte vuelve a utilizarse el formato por el cual se construye la narración a partir de fragmentos. Como en una suerte de caleidoscopio, ya desde el inicio de la novela el relato se componía de breves recortes, distintos momentos que iban configurando historias. Pero la particularidad que ofrece este capítulo es que dicho formato narrativo parece ponerse en función de un efecto dramático: al inicio del capítulo nos es dada la información de que el Esclavo está internado en grave estado, y al final del capítulo se informa su muerte; entre ambas noticias se presentan distintos fragmentos del pasado de la vida del Esclavo, como por ejemplo la escena en que el padre le informa que lo enviará como pupilo a la escuela militar: “Es por tu bien. Ahí te harán un hombre. Todavía estás a tiempo de corregirte” (p.208).

El efecto dramático aludido anteriormente se logra justamente por el hecho de que estos episodios se ven a la luz de las consecuencias que las decisiones pasadas tienen en el presente. El padre de Arana postulaba, en los episodios del pasado, a la educación militar como lo único capaz de salvar el futuro de su hijo, desestimando las preocupaciones de su mujer acerca del modo en que el contexto militar podría repercutir negativamente en el bienestar del niño. El presente cuestiona entonces el discurso del hombre: la educación militar, lejos de salvar el futuro de Ricardo, parece más bien atentar contra su vida entera. El joven se encuentra inconsciente en la enfermería mientras el padre de Arana intenta justificarse en un diálogo con Alberto: “-Su madre me echa la culpa -dijo el hombre, como si no lo oyera-. Las mujeres son así, injustas, no comprenden las cosas. Pero yo tengo mi conciencia tranquila. Lo metí aquí para hacer de él un ser fuerte, un hombre de provecho. Yo no soy adivino. ¿Usted cree que se me puede culpar, así porque sí?” (p.204). Lo que se vislumbra entonces, a través de las palabras del hombre, es el arrepentimiento de la madre de Arana por no haber intervenido en la decisión de su marido sobre la vida de su hijo. Ese reclamo parecería ser el que motiva el discurso del hombre, en cuyas palabras se puede leer su voluntad de justificarse así como la necesidad de convencer a los demás y a sí mismo de que tomó las decisiones correctas:

-Cuando yo lo recobré estaba maleado, era un inservible, un inútil. ¿Quién me puede culpar por haber querido hacer de él un hombre? ¿Eso es algo de lo que tengo que avergonzarme?

-Estoy seguro que sanará pronto -dijo Alberto-. Seguro.

-Pero tal vez he sido un poco duro -prosiguió el hombre-. Por exceso de cariño. Un cariño bien entendido. Su madre y esa loca de Adelina no pueden comprender. ¿Quiere usted un consejo? Cuando tenga hijos, póngalos lejos de la madre. No hay nada peor que las mujeres para malograr a un muchacho (p.232).

Las palabras del padre de Arana sobre la supuesta inconveniencia de que las mujeres eduquen a sus hijos constituyen una suerte de ironía si se tiene en cuenta el trasfondo de la situación: el joven Arana se encuentra inconsciente luego de recibir un disparo en una campaña militar, situación a la que el muchacho se expuso por entera decisión de su padre, y sin embargo el hombre postula culpable a la madre por el destino “malogrado” del joven. Así, el padre de Arana se erige en la novela como una de las tantas personificaciones de la hipocresía, tema que se presenta, sobre todo en esta segunda parte del libro, como uno de los verdaderos pilares de la institución militar y de la sociedad que la apoya. Esto puede verse claramente en toda la escena que ocupa gran parte del segundo capítulo, luego de que se da la noticia de la muerte del Esclavo.

La reacción de las autoridades máximas del Colegio Militar devela lo que se esconde detrás del discurso institucional, dejando al descubierto la verdadera naturaleza de quienes se erigen como supuestos héroes de los valores y la moral. El coronel no se lamenta acerca del fallecimiento del alumno, y en su discurso inquisitorio ante los oficiales solo se trasluce su preocupación por las consecuencias que esa muerte puede traerle a la institución: “-Todo esto puede ser terriblemente perjudicial -añadió-. El colegio tiene enemigos. Es su gran oportunidad. Pueden aprovechar una estupidez como esta para lanzar mil calumnias contra el establecimiento y, por supuesto, contra mí. Es preciso tomar precauciones. Para eso los he reunido” (p.236). Las preocupaciones burocráticas sobre la imagen de la institución son, en gran parte, lo que obstaculiza la investigación sobre el hecho que dio muerte a Arana. Cuando uno de los oficiales dice, repitiendo la información que se dio al padre del joven fallecido, que la hipótesis principal radica en un accidente del propio cadete, el coronel deja ver que nada hay de verdad en la afirmación que eligieron divulgar como cierta: “-No -dijo el coronel-. Acabo de hablar con el médico. No hay ninguna duda, la bala vino de atrás. Ha recibido el balazo en la nuca. Usted ya está viejo, sabe de sobra que los fusiles no se disparan solos. Eso está bien para decírselo a los familiares y evitar complicaciones” (p.239).

En la misma línea, el discurso del coronel acaba evidenciando una cadena de complicidades que incluye al aparato médico: “Está en juego el prestigio del colegio, e incluso el del Ejército. Felizmente, los médicos han sido muy comprensivos. Harán un informe técnico, sin hipótesis. Lo más sensato es mantener la tesis de un error cometido por el propio cadete” (p.240). De esta manera, en este contexto militar, incluso la medicina parece resignar las obligaciones de perseguir una verdad científica y convertirse en cambio en un eslabón más de una maquinaria institucional cuyo único objetivo, aparentemente, es el conservar el prestigio del Colegio Militar y del Ejército, sin importar cuántas falacias e injusticias deban tener lugar para sostenerlo.