Resumen
Capítulo VI
Gamboa piensa en la carta que su mujer le escribió desde el hospital, anunciando que tenía miedo de perder al bebé y que necesitaría a su marido con ella para estar tranquila. Gamboa, malhumorado y desganado, abre el calabozo para dejar salir a Alberto. El cadete tiene puesto un uniforme que le queda chico, Alberto confiesa que es robado. El teniente le reprocha que haga de él un compinche, un protector: ya bastantes problemas le trajo que le confiara todo lo demás. Ahora, dice, deben presentarse ante el coronel.
El coronel exige a Alberto pruebas de lo que denuncia. El muchacho dice no tenerlas, pero insiste con la hipótesis de venganza por parte del Jaguar. El coronel dice que esa hipótesis lo único que demuestra es el talento creativo de Alberto, como también lo hacen las novelas eróticas que escribió y vendió a sus compañeros, que deshonran al colegio con su perversión y que alcanzarían para echarlo. Dice luego que el asunto de las novelas quedará en secreto si Alberto retira su denuncia. El muchacho, agotado, acepta. Al volver a buscar sus cosas a la Prevención, los soldados lo encierran por error en el calabozo donde está el Jaguar.
El flaco Higueras contó al narrador anónimo que el negocio se había complicado porque debió unirse al Rajas, su antiguo mentor. Higueras fue su discípulo hasta que el Rajas fue preso, y ahora que salió lo obligó a trabajar para él. Higueras recomendó al narrador que se bastara con lo que hubiera ahorrado y se saliera del negocio, pero el narrador se había gastado todo así que siguió con ellos. Trabajaron entonces con la gente del Rajas, entre peleas y poco dinero en las repartijas hasta que el narrador se ganó el respeto del nuevo jefe. Un día, el Rajas comunicó que trabajarían con Carapulca, aunque Higueras se mostraba reacio. Era una trampa: llegó la policía en le medio del acto, el narrador logró escapar, pero Higueras y Rajas fueron presos.
En el calabozo, el Jaguar le dice a Alberto que deben averiguar quién es el soplón, el "hijo de puta ha ido a decirle cosas a Gamboa"(p.326). Alberto le termina diciendo que fue él quien hizo la denuncia y que ojalá lo metan en la cárcel por haber asesinado al Esclavo. Jaguar lo desafía a pelear.
Capítulo VII
Gamboa le cuenta al capitán Garrido que el coronel ordenó borrar del registro el parte que él pasó, que el cadete retiró la denuncia y el asunto debía ser olvidado. Garrido le responde que no se alegra, pero que él tenía razón y que más le valdría a Gamboa librarse un poco de los reglamentos, que hay que saber interpretarlos y valerse del sentido común. Gamboa va luego al calabozo, encuentra a Alberto lastimado y al Jaguar con algún rasguño, y los manda a la enfermería.
Después de que Higueras y los de la banda cayeran en la trampa el narrador anónimo estuvo caminando por las chacras, comiendo el pan que alguien le daba de vez en cuando, escapando de la policía, durmiendo en zanjas. Padeció hambre, escalofríos, dolores de cabeza. Caminó hasta Lima, hasta la puerta del colegio de Teresa, pero ella no apareció. Después de caminar todo el día llegó, enfermo, a la casa de su padrino. El padrino no lo reconoció, hacía dos años que no lo veía. Lo hizo pasar, lo alimentó, escuchó una historia -inventada- que el narrador les contó acerca de su suerte en el último tiempo. El padrino contó que su madre había muerto seis meses atrás, que él se había encargado de todo. A partir de entonces el narrador durmió y comió en la casa de su padrino a cambio de trabajar para él en su bodega y en el mostrador, y hacer todas las tareas domésticas. No tenía plata. Las cosas mejoraron cuando el padrino se fue de viaje y se llevó a su hija, y él quedó solo con la esposa. La mujer se le insinuaba, lo emborrachaba, lo besaba y lo hacía dormir en su habitación, mientras hablaba mal de su marido. El narrador un día le pidió que convenciera a su marido de que le pagara la matrícula en el Colegio Militar Leoncio Prado. Ella reaccionó fuera de sí, lo llamó malagradecido, pero cedió cuando el narrador amenazó con escaparse.
Alberto y el Jaguar hablan en la enfermería. El Jaguar lo acusa de soplón, que según él es lo más asqueroso que puede ser un hombre. Alberto promete vengarse, le dice que su lugar es la cárcel. Luego Gamboa les explica que la denuncia que Alberto hizo sobre Jaguar será desestimada, porque según las autoridades carece de fundamento. Les recuerda que no pueden decir una palabra más sobre el asunto porque se trata de algo perjudicial para el colegio.
Cuando salen, Alberto le cuenta al Jaguar que lo sobornaron para que retire la denuncia con el asunto de las novelas eróticas, pero que él sabe que el Jaguar mató al Esclavo para vengarse de que este delatara a Cava. El Jaguar se asombra: no sabía que el Esclavo había denunciado a Cava. Alberto le pide que lo jure por su madre y el Jaguar contesta que su madre está muerta, pero que jura que no lo sabía. Afirma, que entonces bien muerto está: los soplones deberían morir. Alberto le pide disculpas por haberlo acusado del asesinato y el Jaguar le dice que es tarde para lamentarse, pero que procure no ser soplón nunca más, porque es lo más bajo que hay.
Capítulo VIII
La masa de cadetes rodea a Alberto y al Jaguar, todos quieren saber qué paso. El Jaguar les ordena que se callen, pero Arróspide grita que el Jaguar es un soplón, un traidor que informó a las autoridades sobre lo que había en los armarios. Solo Boa intenta defender al Jaguar, pero este dice que no necesita que lo defiendan. Alberto, recostado en su litera, piensa qué espera el Jaguar para delatarlo. Arróspide incentiva a todos los demás a gritarle al Jaguar “soplón, soplón” y el murmullo se extiende frenéticamente; incluso Alberto se suma. Poco a poco se arma una pelea que empieza cuando Boa echa al suelo a Arróspide. Un conjunto de cadetes comienza a golpear al Jaguar, pero pronto entra un suboficial y la batalla cesa.
Gamboa piensa en su mujer y en todo lo ocurrido. Hizo el parte sobre los negocios ilícitos, se la entregó a Garrido y este le dijo que olvide ese asunto también. Luego un comandante informa a Gamboa que el mayor y el coronel están resentidos con él, y le aconseja que se mueva rápido en el Ministerio, puesto que han pedido su traslado inmediato. Gamboa piensa en su mujer, en la inconveniencia de mudarse. El comandante le dice que seguramente lo trasladarán a una guarnición de la selva o la puna, ya que a esta altura del año solo hay puestos por cubrir en posiciones difíciles.
Alberto observa con el paso de los días que el Jaguar no habla, siquiera, a Boa. En las clases todos los cadetes hablan, se insultan, bromean, menos el Jaguar, que pasa las horas sin abrir la boca, con los brazos cruzados y la vista fija en el pizarrón. Alberto espera que Jaguar le pida explicaciones, y piensa que parece que el Jaguar fuera quien está castigando a la sección y no al revés.
Una vez Alberto le pregunta al Jaguar por qué no lo delató frente a la sección. El Jaguar le contesta que él no es un soplón como él y que no le importa lo que piensen los de la sección. Alberto le promete decir la verdad a los demás, y le pide que sean amigos. El Jaguar le dice que no quiere ser su amigo, que es un pobre soplón y le da náuseas, y le pide que se vaya y no vuelva a dirigirle la palabra.
Análisis
Estos tres capítulos que cierran la segunda parte de la novela narran, principalmente, las consecuencias inmediatas de la denuncia de Alberto por el supuesto asesinato de Arana. Por un lado, se relata el modo en que la situación es tomada y dominada por el coronel, y, consecuentemente, los perjuicios que todo eso tiene en la carrera de Gamboa; por el otro, el modo en que, tras la detención del Jaguar por la denuncia, la sección comienza a señalar a su anterior líder como a un traidor.
En cuanto a lo primero, se evidencia claramente el comportamiento extorsivo de las autoridades del colegio, que recurren a lo que esté a su alcance para impedir que la investigación por asesinato siga su curso perjudicando la imagen de la institución. Es esta la razón por la cual el coronel incorpora a la escena las copias de novelas eróticas escritas por Alberto:
Lástima que no haya reflexionado antes -dijo el coronel-. Lástima que haya sido precisa mi intervención para que usted comprendiera los alcances de un capricho adolescente. Ahora vamos a hablar de otra cosa, cadete. Porque, sin saberlo, usted ha puesto en movimiento una máquina infernal. Y la primera víctima será usted mismo. Tiene mucha imaginación, ¿no es cierto? Acaba de darnos una prueba magistral. Lo malo es que la historia del asesinato no es la única. Acá yo tengo otros testimonios de su fantasía, de su inspiración. ¿Quiere pasarnos esos papeles, comandante? (p.319).
El coronel utiliza las novelas eróticas de Alberto como una suerte de prueba de la falta de legitimidad del alumno: el muchacho se presenta así como todo lo contrario a un alumno ejemplar, por un lado, y como alguien capaz de inventar e imaginar situaciones ficticias -y por ende capaz de haber inventado la historia del asesinato-, por el otro. Sin embargo, el gesto del coronel se corresponde más bien con la idea de extorsión: las novelas eróticas no parecieran escandalizar realmente a las autoridades, sino más bien ofrecerse como un arma irrefutable para clausurar de una vez y para siempre el curso de la investigación y los rumores del asesinato. Alberto es, a partir de entonces, amenazado: si insiste con el asunto del crimen de Arana, será expulsado del colegio y sus padres serán informados acerca de sus escritos.
El narrador describe la sensación del muchacho cuando el coronel le da fragmentos de sus novelas y le ordena leerlos en voz alta frente a los oficiales: “Alberto pensó súbitamente en el bautizo de los perros. Por primera vez, después de tres años, sentía esa sensación de impotencia y humillación radical que había descubierto al ingresar al colegio. Sin embargo, ahora era todavía peor: al menos, el bautizo se compartía” (p.319). Lo que equipara la situación de “bautizo” padecida al ingresar al colegio con lo que Alberto vive en la oficina del coronel es justamente el abuso de autoridad: las autoridades del colegio militar hacen uso explícito de la jerarquía de poderes de la misma manera que los alumnos de cuarto descargan su violencia con el único eslabón que estaba “por debajo” de ellos en la institución, los de tercero. La salida de Alberto de la oficina, luego de resignarse a callar su denuncia por miedo a las represalias, es acompañada por una imagen: “en vez de tomar el ascensor bajó por la escalera: como todo el edificio, las gradas parecían espejos” (p.322). El narrador en tercera persona focaliza en Alberto para describir la sensación del alumno en la institución: el símil resalta justamente un clima de control, de disciplinamiento, donde todo lo que se haga puede ser utilizado luego para el propio perjuicio, y en el cual no parece posible existir sin sentirse constantemente observado, vigilado, aún ya sea por el propio reflejo.
Al episodio padecido por Alberto en la oficina del coronel no le siguen la paz ni el descanso. Muy por el contrario, el joven es encerrado por accidente junto a su presunto enemigo, el Jaguar, a quien él acaba de denunciar como asesino. La conversación entre los jóvenes deja de ser pacífica en el momento en que el Jaguar se entera que fue Alberto el autor de la denuncia. Cuando Gamboa llega a la Prevención y se entera de que los jóvenes se encuentran encerrados juntos, intenta mantener la calma al mismo tiempo que se apura a ingresar a la celda: “Gamboa abrió despacio la puerta de la celda, pero entró de un salto, como un domador a la jaula de las fieras” (p.332). El símil utilizado por el narrador condensa precisamente el clima de inminente riesgo de la situación, al mismo tiempo que sostiene la imaginería animal que tanta presencia tiene en la novela: los jóvenes enemigos, juntos bajo un mismo candado, son asociados directamente con animales voraces, con sus instintos más violentos a flor de piel, y cuyo hambre de odio pareciera deshumanizarlos.
El odio que Alberto siente por el Jaguar acaba en el momento en que deja de considerarlo culpable de la muerte de Arana. Esto se da en un intercambio que ambos jóvenes mantienen al salir de la enfermería, cuando el Jaguar se sorprende ante las palabras de Alberto que afirman que el Esclavo denunció a Cava, hecho que para Alberto había sido el motivo del Jaguar al apretar el gatillo:
-Jura que no sabías que el Esclavo denunció a Cava. Jura por tu madre. Di que se muera mi madre si lo sabía. Jura.
-Mi madre ya se murió -dijo el Jaguar-. Pero no sabía (p.343).
El intercambio hace que Alberto deje de mirar al Jaguar con sospecha, pero a su vez funciona como indicio, aunque muy leve, de que el Jaguar es el narrador que hasta entonces se había mantenido anónimo en la novela, y cuya madre sabíamos fallecida. Esta identificación del Jaguar con el narrador anónimo se confirmará en el Epílogo.
Alberto deja entonces de sospechar del Jaguar, situación que sin embargo no se da en paralelo para el resto de la sección que, a excepción de Boa, señala al Jaguar como responsable de las consignaciones recibidas por los negocios ilícitos que se daban en la cuadra. Arróspide es quien inicia la acusación: “Tú les dijiste al Boa y al Rulos que si te fregaban, jodías a toda la sección. Y lo has hecho, Jaguar. ¿Sabes lo que eres? Un soplón. Has fregado a todo el mundo. Eres un traidor, un amarillo. En nombre de todos te digo que ni siquiera te mereces que te rompamos la cara. Eres un asco, Jaguar. Ya nadie te tiene miedo. ¿Me has oído?” (p.347). Lo dramático de la escena, además de la inminente violencia de la situación que no tardará en manifestarse en una golpiza, yace en que el Jaguar es acusado injustamente de ser aquello que él considera lo más indignante que puede ser un ser humano: un traidor, un “soplón”. Para sorpresa de Alberto, el muchacho resiste las acusaciones sin delatar al verdadero denunciante:
‘¿Qué espera?’, pensaba Alberto. Hacía unos momentos, bajo la venda, había brotado un dolor que abarcaba ahora todo su rostro. Pero él lo sentía apenas; estaba subyugado y aguardaba, impaciente, que la boca del Jaguar se abriera y lanzara su nombre a la cuadra, como un desperdicio que se echa a los perros, y que todos se volvieran hacia él, asombrados y coléricos (p.348).
El símil que compara, en la imaginación de Alberto, la hipotética explicitación del Jaguar del verdadero autor de la denuncia que perjudicó a toda la sección con el arrojar “un desperdicio a los perros”, refleja la potencial violencia a la que sería sometido Alberto si el Jaguar lo acusara: todos los cadetes, ya insuflados de odio y remordimiento por haber sido consignados, descargarían su hambre de venganza en Alberto, luchando entre ellos por golpear a la víctima como perros que dependen de un solo pedazo de carne para saciar un hambre voraz.
La escena en la cual toda la sección desafía al Jaguar acusándolo de traidor frente al silencio cómplice de Alberto desemboca en una situación irónica que constituye, a su vez, uno de los episodios de mayor dramatismo en la novela:
Arróspide coreaba ‘soplón, soplón’, frenéticamente, y de distintos puntos de la cuadra, aliados anónimos se plegaban a él, repitiendo la palabra a media voz y casi sin abrir la boca. El murmullo se extendía como en las clases de francés y Alberto comenzaba a identificar algunos acentos, la voz aflautada de Vallano, la voz cantante del chiclayano Quiñones y otras voces que sobresalían en el coro, ya poderoso y general. Se incorporó y echó una mirada en torno: las bocas se abrían y cerraban idénticamente. Estaba fascinado por ese espectáculo y, súbitamente, desapareció el temor de que su nombre estallara en el aire de la cuadra y todo el odio que los cadetes vertían en esos instantes hacia el Jaguar se volviera hacia él. Su propia boca, detrás de los vendajes cómplices, comenzó a murmurar, bajito: ‘Soplón, soplón’ (p.349).
La ironía yace en que Alberto no solo deja que ataquen al Jaguar acusándolo de una acción que en verdad cometió él mismo, sino que además se suma a la provocación, cantando él también la consigna que señala al inocente Jaguar como un “soplón”. Este gesto extrema los límites de la situación a la vez que delinea a los personajes y deja en evidencia sus verdaderas naturalezas. Por un lado, Alberto se muestra como un ser capaz de dejar que castiguen injustamente a otro para salvar su propio pellejo. En el extremo opuesto, el Jaguar demuestra su incorruptible compromiso con los valores que dice sostener, al punto de dejarse torturar por un delito que no cometió con tal de no convertirse él mismo en un soplón, señalando a aquel que debería estar siendo castigado en su lugar. Esto mismo se reafirma cuando, poco después, Alberto pide disculpas al Jaguar en privado y le pregunta “¿Por qué no les has dicho que fui yo el que los acusó a Gamboa?” (p.356). El Jaguar ríe “con su risa despectiva” (p.356) y responde: “¿Crees que todos son como tú? (...) Te equivocas. Yo no soy un soplón ni converso con soplones. Sal de aquí” (p.356).