Resumen
Capítulo III: De cómo fui a un pupilaje por criado de don Diego Coronel
El padre de don Diego, don Alonso, dispone enviar a su hijo a un pupilaje en Segovia. El lugar está a cargo del licenciado Cabra, un clérigo extremadamente pobre que se encarga de criar hijos de caballeros. Don Pablos es enviado también para servir a Diego.
Al llegar al pupilaje, Pablos observa la miseria del lugar. A la hora del almuerzo, ve que todos los que viven allí están flacos y desnutridos. Los primeros en comer son los caballeros, mientras los criados observan. La comida es escasa y de muy mal aspecto, pero Cabra se jacta de ella como si se tratara de un banquete. Cuando los caballeros terminan de comer, aún hambrientos, Cabra les indica que hagan lugar a los criados, porque ellos también merecen comer. Pablos observa con sorna que solo han quedado mendrugos, un pellejo y unos huesos, y no puede evitar largar una carcajada cuando el clérigo aconseja a los caballeros que vayan a hacer ejercicio para bajar la comida. Ante su burla, Cabra se enoja y le dice a Pablos que debe aprender a ser modesto.
Los criados se sientan a la mesa y se pelean por los miserables restos de comida. En eso vuelve a intervenir Cabra y les ordena que se comporten, pues hay comida suficiente para todos. Pablos ve que uno de los criados, ya tan desacostumbrado a comer, intenta ingerir la comida por los ojos.
Una vez que ha terminado de comer lo poco que encuentra, Pablos pregunta dónde está el baño, y uno de los residentes le responde que allí no hay letrinas, pues, como no comen nada, no son necesarias. El hombre le asegura que en toda su estadía allí nunca sintió necesidad de evacuar, y entonces Pablos, apenado, decide no vaciar su cuerpo de lo único que le queda.
Durante la cena se repite una situación igual de penosa. Es tal la miseria que, para optimizar la comida, remojan un pedazo de tocino para dar gusto a un caldo y guardan su carne para otro día. Negando el hambre, Cabra les dice que es saludable para el cuerpo comer poco y elogia la dieta, pues libra a los dioses del sueño pesado. Ante eso, el narrador señala que lo único con lo que ellos pueden soñar es, justamente, con comida. Don Diego le dice a Pablos que le pedirá a su padre que los saque de allí, y él responde que sospecha que ellos ya están muertos y son ánimas en el Purgatorio.
Cabra contrata a una vieja para cocinar, luego de haber encontrado al cocinero con migas de pan en su ropa. La vieja es sorda y ciega, y hace estragos con la comida, arrojando insectos, palos y estopas para hacer bulto en la sopa. En una oportunidad, se le rompe un rosario sobre el caldo; todos creen que las cuentas son garbanzos negros y, al morderlas, don Diego pierde un diente.
Un día, uno de los pupilos cae enfermo y, por no gastar, Cabra se abstiene de llamar a un médico, hasta que ya es tarde y el chico muere. Se divulga por el pueblo esa atrocidad, y la noticia llega hasta don Alonso Coronel, que por fin atiende a las quejas de Diego y Pablos. Para entonces, los dos jóvenes ya están en un estado miserable, y cuando don Alonso va a buscarlos para sacarlos de allí, no los reconoce.
Capítulo IV: De la convalecencia y ida a estudiar a Alcalá de Henares
Pablos y Diego están en grave estado de desnutrición, y descansan en lo de don Alonso hasta recobrar las fuerzas. Los dos jóvenes agradecen haber sido rescatados de las torturas de Cabra, y le cuentan a don Alonso las penas que aquel les hizo sufrir, pasando un hambre brutal.
A los tres meses, don Alonso decide mandar a don Diego a Alcalá, a estudiar lo que le falta de Gramática, y le ofrece a don Pablos acompañarlo. Ávido de alejarse de los horrores vividos con Cabra, Pablos acepta viajar sirviendo a Diego. Don Alonso les ofrece un criado como mayordomo, y los tres se suben a un carro rumbo a Alcalá.
A la medianoche llegan a la venta de Viveros, donde los recibe el ventero, un morisco ladrón que les pregunta si van a estudiar. Al entrar al establecimiento, se encuentran a dos rufianes con unas mujercillas, un cura, un viejo mercader y dos estudiantes ávidos de comer. Don Diego le pide al ventero algo de comer para él y sus criados, a lo que los rufianes responden que todos ellos son criados suyos también, dispuestos a servirlo, y ordenan al ventero que les entregue toda su despensa.
Entretanto, una de las mujeres le pregunta a Pablos si están yendo a estudiar. Cuando el joven menciona el nombre de su amo, uno de los estudiantes se acerca llorando a don Diego y le da un abrazo, asegurando que son parientes que no se ven desde que Diego era pequeño. En eso, el ventero les acerca comida y Diego, por cortesía, invita a los estudiantes a comer. Los rufianes se dan por aludidos y ponen sillas para todos, obligando a Diego a invitarlos a ellos, a las mujeres y al cura también. Todos comen ávidamente, sobre todo el cura, y Diego, que apenas logra comer algo, se lamenta al ver que todos se aprovechan de él. Los rufianes, con la boca llena, le indican a don Diego que no cene demasiado, porque le hará mal.
Pablos, al ver cómo todos se disponen a comer, teme lo peor: que se acabe la comida antes de que él pueda comer. Efectivamente, se comen todo, y uno de los rufianes ofrece falsamente pagar la comida de los criados. Sin embargo, lo detiene el estudiante que dice ser primo de Diego y, fingiendo reprimir la descortesía del rufián que ha desmerecido la jerarquía de don Diego, obliga a este último a cubrir esos gastos también.
Luego de cenar, el supuesto pariente de Diego observa dormir al mercader, un hombre avaro que, a pesar de su riqueza, no ha comido nada de la venta, y decide montarle una broma: le vacía todas las alforjas llenas de comida, rellenándolas con piedras, y la bota de vino, rellenándola con lana y estopa. Al día siguiente, el viejo mercader intenta levantarse pero no lo logra, a causa del peso. El ventero, conocedor de la burla, lo trata de avaro, por llevar tan cargadas sus alforjas. El mercader intenta comer su alimento y casi pierde un diente al morder la piedra; buscando enjuagarse la boca con vino, se encuentra con la estopa y la lana. Los demás se le acercan y le hacen creer que está endemoniado, hasta que, al fin, se echan a reír, exponiendo la burla que han montado.
Finalmente, Diego y Pablos cargan su carro y, ni bien emprenden viaje, escuchan a los demás, que se ríen de su inocencia y confiesan las burlas y mentiras que les han hecho. El estudiante le advierte a Diego que, la próxima vez, reaccione a tiempo cuando otros se aprovechen de él.
Análisis
Para sumar a la serie de eventos desafortunados, estos dos capítulos relatan dos experiencias significativas en la vida de Pablos: el paso por el pupilaje, quizás la etapa más traumática en su vida, pues casi muere de desnutrición, y la salida al mundo de Pablos y Diego, que se enfrentan por primera vez a gente que los engaña y se aprovecha de ellos. En ambos escenarios, el tema central es la disputa por la comida.
La experiencia en el pupilaje es horrorosa. El mayor padecimiento allí es el hambre, representada de manera hiperbólica: la miseria es tal que Cabra aplica las estrategias más extremas de ahorro: se sirven caldos de pellejos y huesos, se reutiliza un mismo pedazo de carne para varias comidas, y los guisos se rellenan con insectos, palos y estopa. El hambre es tal que ni siquiera hay letrinas, porque como allí nadie come, no son necesarias: “aquí estoy dos meses ha, y no he hecho tal cosa sino el día que entré, como ahora vos, de lo que cené en mi casa la noche antes” (35), le dice a Pablos uno de los residentes. Ante ello, el joven elige no defecar para no vaciarse. Llega un punto en que su deterioro es tal, que Pablos cree que él y su amo ya están muertos y son ánimas en el Purgatorio: “Señor, ¿sabéis de cierto si estamos vivos?” (35), le pregunta a don Diego una noche.
Don Pablos admite que la penosa situación vivida en el pupilaje le generó mucha tristeza y pena. Sin embargo, una vez más, a pesar de lo trágico de su contenido, el relato mantiene el tono humorístico y burlón, y hay giros muy elocuentes, como juegos de palabras chistosos: “cenamos mucho menos, y no carnero, sino un poco del nombre del maestro: cabra asada” (35). También se exhibe el humor en la descripción caricaturesca de Cabra: “los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros”; “la nariz, entre Roma y Francia”; “las barbas descoloridas del miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas” (32); y en la descripción de la escasa comida que reciben, se dice que el caldo era tan claro “que en comer una de ellas peligrara Narciso más que en la fuente” (33). En esta última descripción, el narrador alude al mito griego de Narciso, según el cual un joven de impresionante belleza y vanidad se enamoró de su propia imagen reflejada en el agua y murió ahogado, al arrojarse absorto por su propia hermosura. A través de esta alusión, el narrador describe humorísticamente el caldo del pupilaje: es tan transparente, porque lleva tan poca comida, que Narciso podría reflejarse en él mejor que en la fuente de agua del mito.
La actitud de Cabra es negadora e hipócrita, pues justifica la miseria después de haber comido antes que sus pupilos: “Es cosa saludable -decía- cenar poco, para tener el estómago desocupado” (35). Don Pablos deja en evidencia su inteligencia al notar que eso es solo una excusa del maestro, y distingue lo contradictorio de su discurso: “Decía alabanzas de la dieta, y que se ahorraba un hombre de sueños pesados, sabiendo que, en su casa, no se podía soñar otra cosa sino que comían” (35). Pablos reconoce la ironía: el clérigo dice propiciar el ayuno para que sus pupilos no tengan sueños pesados, pero, realmente, con el hambre que tienen, lo único con lo que ellos pueden soñar es con comer.
Privados así de sus necesidades básicas, los personajes que Pablos encuentra en el pupilaje parecen haber perdido sus cualidades humanas: están animalizados por el hambre (“comenzaron los otros a gruñir”, 34), y hasta han olvidado el comportamiento social básico (“Certifico a v.m. que vi a uno de ellos, al más flaco, (...) tan olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los ojos”, 34).
La situación, sin embargo, se desmadra cuando uno de los jóvenes del internado muere enfermo, por la tacañería de Cabra, que no quiere gastar en médicos. Ese es el punto de inflexión que lleva a don Alonso a creer en las quejas de su hijo y de Pablos, y a decidir sacarlos de allí.
La comida también está en disputa en el capítulo IV. Don Diego se ha independizado de su padre y se comporta como un caballero, que vela por él y sus criados (entre los que está Pablos), pero su inexperiencia queda de manifiesto cuando los rufianes y pícaros que se cruzan en la venta de Viveros sacan provecho de él para conseguir comida gratis. Pablos, al igual que en el pupilaje, sufre también: vuelve a padecer el lugar secundario de los criados, que miran a sus amos comer mientras esperan su turno. Esto es evidencia de la estratificación social, una trama constantemente representada en la novela, en la que los amos tienen más derecho sobre la comida que los criados. Si bien Pablos dice ser amigo de Diego, trabaja para él como su servidor. Por eso, su preocupación a lo largo de la novela, su búsqueda, será ascender socialmente.
Los pícaros que se comen la comida de Diego actúan de manera hipócrita y falsa, tal como lo hacía Cabra: irónicamente, aconsejan a Diego para que coma poco mientras ellos se llenan la boca. Asimismo, fingen preocuparse porque los criados se han quedado sin comer, pero resulta otra estrategia para seguir forzando a don Diego a pagar. El engaño consiste en exaltar su renombre, su condición de caballero, para ponerlo en la obligación de pagar. Evidentemente, en la sociedad que la novela retrata, las clases altas honran su lugar privilegiado en la pirámide social ostentando su poder y su dinero. Es lo que sucede cuando uno de los estudiantes tilda de descortesía la oferta de uno de los rufianes para pagar la comida de los criados, y señala que es una responsabilidad que le corresponde al caballero.
En el presente de enunciación de su relato, Pablos se lamenta del engaño sufrido y revela la picardía de sus comensales, la cual no evidenció al momento de los sucesos narrados. Lo hace notar en un relato cargado de ironía: “¿Pues las ninfas? Ya daban cuenta de un pan, y el que más comía era el cura, con el mirar solo” (44). Llamando irónicamente “ninfas” a las mujeres, Pablos rechaza su apariencia de damas y revela cómo tomaron ventaja de su amo, con un comportamiento nada delicado ni digno de una divinidad. Refiriéndose al estudiante que fingió ser primo de Diego, dice: “En malos infiernos arda, dondequiera que esté” (45).
El capítulo termina con la humillación pública de Diego y Pablos. La noche antes de irse, los rufianes montan sobre el mercader una burla degradante, que es espejo de la que han montado sobre Diego. Al día siguiente, durante su partida, los pícaros de la venta se ríen del caballero y su criado, dejando al descubierto sus engaños. El ventero burla la inexperiencia de Diego y le dice que debe ser más avispado, mientras que el estudiante que decía ser su pariente le arroja cruelmente un consejo, a modo de moraleja: “Señor primo otra vez rásquese cuando le coman y no después” (47). Con esta metáfora burlesca, el estudiante evoca el modo en que él y sus compañeros se aprovecharon de Diego como insectos: comieron de su sangre y de su cuerpo. Diego, en lugar de rebelarse a tiempo (en lugar de rascarse para quitarse de encima los insectos), cayó en la trampa. Así se cierra el primer intento de independencia de Diego y don Pablos.