Resumen
Capítulo VI: “De las crueldades del ama y travesuras que yo hice”
Pablos se dispone a seguir la advertencia del refrán que reza “Haz como vieres” (57) y resuelve poner todo su empeño en ser bellaco con los bellacos. Se encarga de matar a todos los cerdos y pollos que entran en la casa desde el corral y procesarlos para comérselos, pues considera una bellaquería que entren allí sin permiso. Al enterarse, Diego y el mayordomo se enojan y se preocupan por que venga a buscarlo la justicia, a lo que Pablos responde que, si lo vienen a buscar, dirá que lo hizo porque estaba pasando hambre.
El ama de la casa, llamada Cipriana, está muy contenta con Pablos porque logra asociarse con él para engañar a todos en la casa y robarse parte del dinero destinado a la compra de comidas. Por cada compra que hacen, esconden la mitad de lo comprado y luego lo venden. A la par, aconsejan a los amos que se moderen en sus consumos y gastos, fingiendo que todo lo comprado dura muy poco. Para despistar a Diego y al mayordomo, el ama y Pablos riñen falsamente: ella le reprocha a Pablos que compra menos de lo indicado y Pablos se queja con su amo y mayordomo de las acusaciones del ama. De esta forma logran ganarse la confianza de ambos, que creen en la preocupación tanto del ama como de Pablos por optimizar el dinero de Diego.
Pablos comenta que con ese engaño sostuvieron a Diego y al mayordomo mucho tiempo. Anticipándose al horror que esto pueda causar en su interlocutor, asegura que ni el ama, que era una mujer santa, que se confesaba y comulgaba, tuvo la voluntad de devolver algo de ese dinero ilícito acumulado.
Sin embargo, no siempre estuvieron en paz, cuenta Pablos, pues todos los amigos codiciosos procuran en algún momento engañar al otro. Cuenta así que el ama criaba gallinas de corral y él tenía ganas de comerse una. En una oportunidad, ella se encuentra alimentando a los pollos y, para llamarlos, les dice “pío, pío” (60). Al escucharla, Pablos le dice que deberá denunciarla ante la Inquisición por su pecado, porque sino él será excomulgado. Ella se horroriza y no comprende cuál es el pecado cometido. El joven responde que cometió la aberración de llamar a los pollos con el hombre santo de los papas, cabezas de la Iglesia. La mujer pide disculpas y clemencia a Pablos, porque teme que la Inquisición la mande a matar. Entonces Pablos, fingiendo perdonarla, le dice que deberá llevarse los dos pollos que comieron respondiendo al nombre papal, para que los inquisidores los quemen. Contenta al verse liberada, la mujer le entrega los pollos. Más tarde, todos en la casa se enteran del engaño y lo celebran.
A continuación, Pablos se encarga de cometer otros delitos. Cuenta con gracia cómo una vez, al pasar por una confitería, roba un cesto de pasas y sale corriendo. El confitero, criados y vecinos salen a perseguirlo y, como Pablos advierte que lo alcanzarán, se hace pasar por un mendigo al que le falta una pierna tras doblar una esquina. Todos en su casa celebran este robo y, redoblando la apuesta, Pablos regresa a la confitería revoleando una espada y le hace creer al confitero que lo ha herido, logrando así robarse una caja entera de pasas. En la casa vuelven a felicitarlo. Así, Pablos, imbuido de orgullo ante las alabanzas que recibe por su ingenio, considera que se trata de travesuras de muchacho y decide hacer muchas más.
En otra oportunidad, les promete a Diego y sus compañeros que logrará robar todas las espadas de los guardias que hacen la ronda de seguridad. Pablos se dirige junto a otro de los criados de la casa a hablar con el corregidor, líder de esa ronda, y le dice que él viene de Sevilla persiguiendo a un grupo de facinerosos, ladrones y matadores, entre los que viene un hombre que mató a su madre y a su hermano; le asegura también que viene con ellos un espía francés, Antonio Pérez, un ex funcionario exiliado en Francia por traidor. Pablos le asegura al corregidor que ese grupo se ha refugiado en la casa pública y le recomienda que vayan a detenerlos pero sin llevar sus espadas, pues, al verlas, los atacantes sabrán que son guardias y les dispararán. Convencido, el corregidor ordena llevar dagas y dejar escondidas allí sus espadas. Mientras los guardias van en busca de los presuntos atacantes, Pablos y el criado escapan con las espadas.
Al no encontrar nada, los oficiales comprenden que han sido engañados. Con la ayuda del rector, recorren todas las habitaciones del patio de estudiantes, buscando a los delincuentes. Pablos se echa en su cama y se hace pasar por un convaleciente que está recibiendo la extremaunción. Al verlo, el corregidor y el rector creen la escena, le dan al enfermo su pésame y se retiran. Desde entonces, dice Pablos, se gana la fama de travieso y agudo, y recibe el favor de muchos caballeros.
Capítulo VII: “De la ida de Don Diego, y nuevas de la muerte de mi padre y madre, y la resolución que tomé en mis cosas para adelante”
Un día, llega a don Diego una carta de su padre, que a su vez incluye una carta del tío de Pablos, llamado Alonso Ramplón, un hombre que trabaja para el Rey como verdugo, y a quien Pablos admira.
Desde Segovia, el tío, que le tiene mucho afecto a Pablos, le cuenta que hace ocho días murió su padre. Le asegura que murió con mucho valor, y lo sabe porque él mismo fue quien lo ahorcó. Le cuenta que se dirigió al patíbulo con tan buena presencia que no parecía ahorcado; incluso la gente salía a mirar por las ventanas para verlo. Al llegar a la horca, subió decidido los escalones, y al ver uno de los escalones en mal estado, indicó a la justicia que lo arreglaran para el próximo reo. Finalmente, una vez muerto, el tío le cuenta cómo lo descuartizó y le dio sepultura en el camino, lo cual no le gusta demasiado, pero consuela a su sobrino sugiriendo que los pasteleros sabrán acomodarlo en los pasteles de carne que preparen.
Respecto de su madre, Alonso Ramplón le cuenta a Pablos que está presa en la Inquisición de Toledo, acusada de desenterrar a los muertos y de hacer brujerías asociadas al diablo. Según lo que dicen, será sometida por la Inquisición a un suplicio público el día de la Trinidad, y él mismo tendrá que ser verdugo también.
La carta anuncia que ha quedado una pequeña herencia escondida en casa de sus padres. Finalmente, el tío invita a su sobrino a unirse a él y aprender el oficio de verdugo.
Luego de leer la carta, Pablos acude a Diego, que está leyendo la carta en la que su padre le ordena que regrese y, esta vez, no lleve a Pablo consigo, dadas las travesuras de las que ha oído hablar. Diego se lamenta de tener que dejar a su amigo y le asegura que lo dejará con otro caballero amigo suyo, para que le sirva. Pero Pablos le responde que ahora él es otro y sus pensamientos han cambiado: aspira a tener más autoridad, y cree que con la muerte honrada de su padre podrá lograrlo.
Don Diego parte rumbo a Segovia, mientras Pablos se queda en la casa, disimulando su desventura, para lo cual quema la carta de su tío. Finalmente, comienza a planear su regreso a Segovia para cobrar su herencia y huir.
Análisis
En estos dos capítulos se opera una transformación notable en el protagonista, que termina por cambiar su vida. Desde el capítulo VI, es evidente que Pablos ha adquirido un aprendizaje digno de un pícaro: “‘Haz como vieres’, dice el refrán, y dice bien. De puro considerar en él, vine a resolverme de ser bellaco con los bellacos, y más, si pudiese, que todos. No sé si salí con ello, pero yo aseguro a v. m. que hice todas las diligencias posibles” (57). Después de la violencia sufrida en capítulos previos, Pablos adopta una conducta vengativa y pícara, ya que en lugar de elegir el camino moralmente correcto, aprende que la manera de vincularse con las personas que se comportan mal o cometen delito es devolviéndoles esas bellaquerías con otras similares. Sin escrúpulos, Pablos le asegura a su interlocutor que se esmeró por conducirse de esa forma lo mejor posible (“hice todas las diligencias posibles”, 57).
A continuación, Pablos describe cuáles fueron las bellaquerías que combatió, y el lector se lleva una sorpresa porque, en un giro irónico inesperado, algunas son bastante ridículas. Por ejemplo, dice que una de esas actitudes rebeldes estuvo en matar a todos los animales de granja que entraban por error en la casa y, con orgullo, cuenta que ordenó a uno de los criados: “(...) dije al uno: —Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa—. (...) [M]e enojé tanto que salí allá diciendo que era mucha bellaquería y atrevimiento venir a gruñir a casas ajenas” (57). El lector, con risa, comprende que los animales no entran en el hogar con ánimo de bellaquería. Al enfrentarlos con tanta saña y presentar eso como una proeza, Pablos no logra enaltecer su figura sino, al contrario, termina poniéndose a la altura de animales de granja.
Pero la bellaquería que sí tiene magnitud es la estafa que lleva adelante junto al ama. Pablos advierte que él y su amo son diametralmente opuestos: “Era de notar ver a mi amo tan quieto y religioso, y a mí tan travieso, que el uno exageraba al otro o la virtud o el vicio” (58). Esta afirmación da lugar a Pablos para contar los engaños que empieza a llevar adelante junto al ama, en contra de Diego y del mayordomo: “teníamos engañada la casa” (59). Los dos personajes se complotan para robar parte de lo que compran con el dinero de Diego y luego lo revenden. Ni Diego ni el mayordomo sospechan. Pablos retrata el engaño con la siguiente metáfora, que da cuenta de cómo les roban todo lo posible, como animales que chupan sangre: “Tuvímoslos de esta manera, chupándolos como sanguijuelas” (59).
En un aparente gesto autocrítico, Pablos le dice a su interlocutor que seguro “se espanta de la suma de dinero que montaba al cabo del año” (59). Sin embargo, esa expectativa de remordimiento queda frustrada de inmediato, cuando asegura que ni el ama, que se confesaba y comulgaba, tuvo jamás ningún intento de devolver el dinero. Así, Pablos parece aquietar su culpa y justificar su accionar ilícito.
Pablos agrega que los engaños también sucedían entre ellos: “¿Pensará v.m. que siempre estuvimos en paz? Pues ¿quién ignora que dos amigos, como sean codiciosos, si están juntos se han de procurar engañar el uno al otro?” (60). Efectivamente, el joven cuenta una de sus picardías, de gran contenido burlesco: como quiere comerse algunas gallinas del ama, al escucharla dirigirse a sus pollos con la onomatopeya “pío” (60), Pablos acusa al ama de haber llamado a los pollos con el nombre papal: “es Pío nombre de los papas, vicarios de Dios y cabezas de la Iglesia” (61). Entonces, finge que la denunciará ante la Inquisición, pues no quiere ser excomulgado: “no hubiérades muerto un hombre o hurtado moneda al rey, cosa que yo pudiera callar, y no haber hecho lo que habéis hecho, que es imposible dejarlo de decir” (60). Así, la escena resulta humorística, pues el argumento que usa Pablos para engañar al ama es ridículo. Sin embargo, la acusación es grave y cruel, en la medida en que involucra a la Inquisición, un órgano judicial creado por la Iglesia católica medieval con el fin de perseguir, enjuiciar y ejecutar a quienes se alejaban de la ortodoxia teológica imperante. Algunos de los condenados eran los judíos, los acusados de hacer brujería, los enemigos políticos del Papa, entre otros. Además, la Inquisición era reconocida por sus tácticas crueles, que incluían la tortura y la quema de personas; de ahí que el ama se asuste tanto cuando Pablos la amenaza.
Después de engañar así al ama, Pablos elige otras travesuras. Primero, hurta un canasto de pasas de una confitería. Ante el júbilo de todos en la casa, que celebran su proeza, Pablos los desafía y promete robar más. Para ello, vuelve a la confitería armado con una espada y, fingiendo lastimar al confitero, logra llevarse una caja. Si bien no lo lastima realmente, es evidente que estos eventos ya no son travesuras sino delitos. No obstante, Pablos sigue considerándolo un juego: “Decían los compañeros que yo solo podía sustentar la casa con lo que corría (que es lo mismo que hurtar, en nombre revesado). Yo, como era muchacho y oía que me alababan el ingenio con que salía de estas travesuras, animábame a hacer muchas más” (63). La situación escala, al punto de que Pablos elabora un engaño para robar las espadas del corregidor y sus oficiales, delito que él toma con mucha gracia. De hecho, la estrategia que usa para despistar es burlesca, casi de humor negro: Pablos se hace pasar por un hombre convaleciente que está recibiendo la extremaunción. El rector no solo cree esa escena sino que participa de ella: “No miraron nada, antes el rector me dijo un responso. Preguntó si estaba ya sin habla, y dijeron que sí…” (65). El rector y el corregidor quedan ridiculizados por jóvenes que han logrado engañarlos más de una vez.
Así es como Pablos se forja una fama de pícaro, producto de su accionar ilícito. Es en ese momento que llega la carta de su tío, con noticias de los enjuiciamientos de sus padres. De algún modo, estas novedades vienen a emparentar el destino atorrante de Pablos con el de sus padres, a trazar un vínculo entre su origen espurio y el destino elegido. Es irónico que el tío le cuente en la carta que su padre murió y lo hizo con mucha honra, lo cual él puede asegurar porque fue justamente quien lo ahorcó: “Vuestro padre murió ocho días ha, con el mayor valor que ha muerto hombre en el mundo; dígolo como quien lo guindó” (67).
El relato del tío de cómo el padre de Pablos fue a la horca tiene el tono del orgullo y el encomio. Sin embargo, en contraste con lo que cuenta, da lugar a lo irrisorio: el padre repara en detalles insignificantes, como el escalón de la escalera que lleva a la horca, o el aspecto de su barba antes de ser ahorcado; a la vez, el tío repara en que el padre, una vez ahorcado, “cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto” (68), como si se tratara de un último acto voluntario y heroico, pero en realidad es pura casualidad, pues ya se trataba de un cadáver. Además, el relato del tío termina siendo macabro: le cuenta que, luego de ahorcarlo, debió descuartizarlo (“Hícele cuartos”, 68) y darle sepultura en los caminos, lo cual le dio mucha pena, pero se consuela sabiendo que los pasteleros les darán consuelo, “acomodándole en los de a cuatro” (68). Los pasteles de hojaldre “de a cuatro maravedís” son pasteles que se rellenaban de carne. Así, el verdugo parece sugerir que la carne del padre muerto será destinada a rellenar pasteles comestibles. Más adelante vemos que Pablos no entendió ese desenlace macabro. Al hablar con Diego, le cuenta con orgullo que su padre murió honradamente y “le hicieron moneda” (69). Es evidente que la expresión “hacer cuartos”, que el tío usó para referirse a un descuartizamiento del cadáver del padre, es malinterpretada por Pablos, que cree que lo han hecho un cuarto, tipo de moneda española. Este hecho implicaría haber canonizado a su padre, convirtiéndolo en héroe homenajeado en la moneda local. El equívoco es dramático pero, una vez más, burlesco.
La fama que se ha ganado Pablos producto de sus travesuras llega a oídos del padre de Diego, que decide separarlo de aquel. A los ojos de un caballero como don Alonso, Pablos se ha desviado de su objetivo de convertirse en un hombre digno. Después de la partida de Diego, se queda en la casa “disimulando mi desventura” (70). El muchacho siente vergüenza del final de sus padres, a manos de la Inquisición. Por eso, decide quemar la carta que le envió su tío, y planea volver a Segovia para cobrar su herencia y luego huir. Con la separación de Diego y Pablos, y con la muerte de los padres, se cierra el primer libro de la novela. Simbólicamente, se ha cerrado con él la niñez de Pablos, que ahora debe valerse realmente por sí solo, sin padres, ni amigo, ni amo a quien responder.