Resumen
Capítulo VII: "En que se prosigue con lo mismo, con otros sucesos y desgracias que me sucedieron"
Al día siguiente, Pablos les paga al repostero y a los criados de un señor para que le lleven la merienda a la Casa de Campo, y él se dirige hacia allí con su caballo alquilado. Las mujeres y los dos caballeros lo reciben con admiración. Pablos, que se hace llamar don Felipe Tristán, les cuenta que ha estado muy ocupado haciendo negocios con el Rey.
A Pablos le interesa particularmente una de las dos muchachas, Ana, porque es bella y poco inteligente, mientras que la otra es más desenvuelta. En la conversación, nota que su enamorada es inocente y crédula, pero no le preocupa, porque a él le importan las mujeres solo para acostarse con ellas.
De pronto, ven llegar a un caballero, y Pablos reconoce en él a don Diego Coronel, quien al llegar junto a ellos trata de primas a las mujeres y de amigos a los caballeros. Al presentarse como Felipe Tristán, Diego le dice que nunca vio a nadie tan parecido a un criado que tuvo en Segovia, hijo de un barbero. Todos los presentes, salvo Pablos, se ríen mucho de la ocurrencia, pues cómo podría parecerse un caballero tan principal a un pícaro tan bajo como aquel criado. Diego se disculpa por el agravio y afirma que aquel era el hombre más ruin que él conoció. Pablos se siente humillado y triste, pero debe disimular.
Más tarde, Pablos regresa a su casa y les cuenta a Brandalagas y a otro de los amigos, Pero López, de lo acontecido con Diego, y ellos le aconsejan que no desista en sus intenciones de casarse. Enseguida, los tres se dirigen a la casa de un vecino boticario donde se está jugando por apuestas. Pablos se hace pasar por un fraile benito y, engañando a los jugadores con su apariencia, les gana todas las partidas y se queda con todo su dinero. Ante el desprecio de todos, se despide diciendo que él solo juega por entretenimiento. La ganancia es considerable y la reparten entre los tres amigos.
Al día siguiente, Pablos intenta alquilar un caballo, pero como no consigue ninguno, le paga a un lacayo, que está esperando a que su señor salga de misa, para que le deje dar unas vueltas en su caballo. Al pasar por la casa de Ana y verla asomada por la ventana, Pablos intenta un truco con el caballo, pero le sale mal y termina en un charco en el piso. El lacayo ayuda a Pablos a subirse otra vez, pero en eso aparece don Diego, que ha escuchado la caída. Al mismo tiempo, aparece el dueño del caballo, que empieza a pegarle y a gritarle a su lacayo por haber prestado su caballo a un desconocido. Pablos disimula pero despierta sospechas en Diego.
Herido de una pierna por la caída, Pablos vuelve a su casa y se lleva una sorpresa: Brandalagas y Pero López han huido, llevándose el dinero restante de su herencia y el dinero mal ganado en las apuestas. Como no tiene forma de encontrarlos ni puede denunciarlos, decide quedarse, esperando poder concretar el matrimonio y valerse así de la dote.
Pero Diego ha comenzado a espiarlo y pronto descubre la verdad. En la calle se encuentra con el licenciado Flechilla, quien está muy enojado con Pablos porque, después de invitarlo a comer a lo de su hermana, no volvió a aparecer. Convencido del engaño, Diego arma un plan: les pide a los dos caballeros amigos que intercepten a Pablos de noche y le den una paliza. Para eso, Diego se encuentra con Pablos en la calle y, haciéndose su amigo, le obsequia su capa, para que los caballeros lo reconozcan a oscuras. Apenas se despiden, Pablos es detenido por dos hombres que, creyéndolo Diego, lo golpean en venganza por unos asuntos con una muchacha. El joven grita hasta que los dos se dan cuenta de que no es Diego y se van.
Horas después, ya de noche, Pablos se acerca a la puerta de Ana, donde los dos caballeros lo golpean gravemente. Llega Diego y, quitándole la capa, le dice que así es como pagan los pícaros mal nacidos. Pablos, sin llegar a sospechar de don Diego, y sin entender cuál de todas las personas a las que engañó en su vida está cobrándose venganza, grita para que lo ayuden. Acude la justicia y llevan a Pablos a lo de un barbero, que lo cura y luego lo lleva a su casa. Pablos queda sin poder moverse, muy lastimado y sin dinero.
Capítulo VIII: “De mi cura y otros sucesos peregrinos”
Pablos despierta y encuentra junto a su cama a la huéspeda de la casa, llamada la Guía. Es una mujer vieja, de cara arrugada, que ejerce la prostitución. Además, tiene una habilidad notable para aconsejar a las muchachas sobre cómo explotar mejor sus atributos para conseguir hombres y dinero. La mujer pronuncia ante Pablos un largo sermón, que tiene como fin último cobrarle el alquiler que él le debe.
Desgraciadamente, cuando Pablos está contando el dinero para pagarle, entran en la posada unos oficiales que vienen a detener a la mujer y a un amante que, saben, está en ese momento con ella. Confundiendo a Pablos con aquel, le dan una fuerte golpiza y lo arrastran fuera de la cama, mientras el verdadero amante, al escucharlos, aprovecha para escaparse. Los oficiales ven al hombre escapar y salen detrás de él hasta capturarlo. Luego se disculpan con Pablos por la equivocación y se llevan presa a la pareja.
Durante ocho días, Pablos debe quedarse en cama, porque está en muy mal estado de salud después de todos los golpes. Luego, como se ha quedado sin dinero, decide aprovechar las muletas que le han puesto para salir a la calle disfrazado de mendigo. Fingiendo una pobreza extrema, se dedica a recorrer las calles pronunciando frases elocuentes para pedir limosna. Un día, Pablos conoce a un mendigo manco y rengo, y aprende de él nuevas estrategias para conseguir más dinero. Finge estar gravemente lisiado, lleva una cruz y un rosario, copia las frases de aquel mendigo, y consigue así sacarle mucho dinero a la gente.
Pablos empieza a dormir en un portal junto a otro mendigo, llamado Valcázar, de quien aprende la destreza de adular grandiosamente a las personas que pasan por la calle. Aplicando sus enseñanzas, Pablo se hace rico. Además, Valcázar explota a unos niños, que recogen limosna y hurtan para él, y Pablo aprende a explotarlos él mismo. Por último, aprende un artificio de lo más rentable: él y el mendigo secuestran niños y luego reclaman la recompensa por devolverlos a salvo.
Con la fortuna resultante, Pablos decide irse de la Corte y encaminarse hacia Toledo, donde nadie lo conoce.
Análisis
En el libro tercero, Pablos empieza a manifestar interés por las mujeres por primera vez. Combina ese interés con el económico, y emprende la búsqueda de una esposa. Enseguida, sus valoraciones dan cuenta de una gran misoginia, un rasgo habitual en la obra de Quevedo. El trato que el joven tiene hacia las mujeres es degradante y embustero. Si en capítulos previos Pablos buscaba “pescar mujer” (153), ahora desarrolla un plan de engaño para engatusar a una de las muchachas que conoció en el Prado. El grado máximo de misoginia lo alcanza en el paseo en la Casa del Campo, cuando habla de la belleza de la muchacha, a la cual elige por sobre otra que también es bella, pero que se muestra con “más desenvoltura” (158). Pablos prefiere a una muchacha más sumisa, a la que pueda manipular. Y agrega: “conocí que mi desposada corría peligro en tiempo de Herodes, por inocente” (158). Pablos ve con sorpresa que la muchacha que él corteja es muy inocente, y recurre, para describirla, a una referencia culta: un episodio del Nuevo Testamento que narra la orden que dio el rey Herodes de ejecutar a todos los bebés menores de dos años de Belén. Este episodio es conocido como la “matanza de los inocentes”. A modo de burla, Pablos compara a la muchacha con un bebé, por lo crédula que es.
Para sumar al trato despectivo y machista, el joven continúa: “... pero como yo no quiero las mujeres para consejeras ni bufonas, sino para acostarme con ellas, y si son feas y discretas es lo mismo que acostarse con Aristóteles o Séneca o con un libro, procúrolas de buenas partes para el arte de las ofensas” (158). Su discurso asume un alto grado de cosificación de las mujeres, a las que Pablos valora por sus atributos físicos, con el único fin de acostarse con ellas. En ese sentido, cuanto más tontas y bellas sean, más placer le reportan. En cambio, si son inteligentes o feas, acostarse con ellas es aburrido como hacerlo con un filósofo, como Aristóteles o Séneca, o con un libro. Termina coronando su reflexión con un juego de palabras -“cuando sea boba, harto sabe si me sabe bien” (158)-, sugiriendo que la acepción del verbo “saber” que a él le interesa no es la que se asocia al conocimiento sino al del gusto, el sabor: una muchacha sabe mucho, para él, si es apetitosa.
Resulta muy significativo que el personaje que venga a desbaratar la posibilidad de ascenso social de Pablos (el cual conseguiría a través del matrimonio con Ana) sea don Diego Coronel, su primer amo. En la Casa de Campo, mientras las mujeres y los caballeros se admiran de la apariencia grandiosa del joven, Diego reconoce en él su identidad real y busca rebajarlo a ella: “no he visto cosa tan parecida a un criado que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar” (159). Para más humillación de Pablos, los presentes se ríen de esa posibilidad, y Diego se disculpa, admitiendo que la comparación de un caballero con un criado resulta un agravio. En este punto, el lector se compadece de Pablos, que, sin poder defenderse por no revelar su mentira, sigue recibiendo insultos a su verdadera identidad por parte de Diego, a quien consideraba su amigo: “su madre era hechicera, su padre ladrón y su tío verdugo, y él el más ruin hombre y más mal inclinado que Dios tiene en el mundo” (159).
En paralelo, mientras Pablos descubre el desprecio de quien consideraba un amigo, es traicionado por sus nuevos amigos, Brandalagas y Pero López, que desaparecen, llevándose todo su dinero. Así, las amistades de Pablos quedan desbaratadas en estos capítulos, y se evidencia que su conducta pícara lo ha dejado en soledad una vez más.
Para sumar a la desgracia, Pablos recibe varias palizas en el plazo de unas pocas horas. Diego arma una emboscada para que los dos caballeros lo golpeen, y para eso le da a Pablos su capa. Irónicamente, Pablos es interceptado, primero, por dos agresores que buscan en realidad a Diego, para vengar otro asunto. Así, Pablos termina pagando no solo por sus actos, sino también por los de Diego. Si hasta entonces, al buscar vengar la honra de sus primas, Diego representaba la defensa de los buenos valores, con la primera golpiza que recibe Pablos queda en evidencia que aquel también es un embustero y comete inmoralidades. La diferencia está, en última instancia, en los privilegios de clase de los que goza don Diego, que ha aprendido a someter y a desquitarse con los más vulnerables. En oposición, Pablos, aún fiel a Diego, no logra imaginarse que su “amigo” pueda traicionarlo: “nunca sospeché en don Diego ni en lo que era…” (165). Con impunidad, Diego le dice a Pablos, despectivamente: “¡Así pagan los pícaros embustidores mal nacidos!” (165), mientras es evidente que, en esa sociedad injusta y desigual, los hombres acomodados no pagan sus vilezas con la misma moneda.
La golpiza que Pablos recibe de los dos caballeros en la puerta de Ana, sin embargo, sí funciona en la novela como un castigo a su picardía, una retribución simbólica por todos los engaños cometidos y todas las personas traicionadas a lo largo de su vida. Lo vemos en el comentario que hace Pablos cuando explica su aturdimiento: “no sabía lo que era -aunque sospechaba por las palabras que acaso era el huésped de quien me había salido con la traza de la Inquisición, o el carcelero burlado, o mis compañeros huidos…; al fin, yo esperaba de tantas partes la cuchillada, que no sabía a quién echársela…” (165). Pablos, consciente de todo el daño que ha cometido, parece vivir en alerta y a la espera de que aquello que ha hecho se le vuelva en contra de algún modo. La imagen de Pablos golpeado y arrojado a los pies de Diego representa el sometimiento del primero al segundo, y la imposibilidad de un ascenso social real para Pablos.
Esta caída en desgracia de Pablos es complementada con la tercera golpiza que recibe: un grupo de oficiales lo golpea gratuitamente creyendo que es el amante de la huéspeda, la Guía. Recién más tarde, cuando el equívoco es resuelto, los oficiales le piden disculpas, pero la violencia queda impune, y el estado de salud de Pablos se agrava: “Estuve en la casa curándome ocho días (...), diéronme doce puntos en la cara, y hube de ponerme muletas” (170).
No obstante, esta sucesión de caídas será compensada. Como un auténtico buscón, Pablos se las rebusca para salir adelante. Ya sin dinero, decide lanzarse a las calles y fingir que es mendigo. Así, Pablos fluctúa sin problemas entre apariencias de riqueza y de absoluta pobreza, siempre con el fin de conseguir dinero. Llega a vivir en un portal, en la calle, donde conoce a Valcázar, el mendigo que le enseñará los trucos más viles que le hemos visto aplicar hasta ahora: se dedica a explotar a niños, que mendigan y roban para él, y “la más alta industria que cupo en mendigo” (172), o sea, secuestrar niños para luego cobrar la recompensa por encontrarlos. En este punto, Pablos ha alcanzado quizás el punto más álgido en su picardía y delincuencia.
Con esto se termina el paso del joven por la Corte. Contrariamente a lo que él pronosticaba para sí mismo (recordemos que buscaba desligarse de la deshonra de su familia y empezar de nuevo en la Corte, persiguiendo los buenos valores), su paso por Madrid y la Corte ha estado marcado por un aprendizaje más profundo del delito y el engaño. Sus maestros en esa materia han sido los hombres más atorrantes de toda la novela. Además, ese aprendizaje le ha reportado a Pablos numerosas desgracias y castigos. Sin embargo, una vez más, logra acomodarse y retoma su viaje hacia un nuevo destino.