Las tres hermanas

Las tres hermanas Citas y Análisis

Cuando me desperté esta mañana, cuando me levanté y me lavé me pareció repentinamente como si todo se hubiese vuelto claro para mí en este mundo, y que sabía cómo hay que vivir. (...) El hombre, sea quien fuere, debe trabajar, trabajar con todo su ser, y en eso consiste el sentido y la finalidad de su vida, su dicha y su éxtasis. (...) Y sin hablar de hombres, con tal de trabajar más vale ser un buey, un simple caballo de labrador, antes que ser una joven que se levanta a mediodía, toma el desayuno en la cama y gasta luego dos horas en vestirse… ¡Ah, qué horrible es eso! En días de calor se tiene a veces esa sed de beber como tengo yo ahora la de trabajar.

Irina, Acto I, página 80.

Desde el inicio de la obra, Irina se presenta como el personaje más esperanzado: siendo la más joven de la familia, la dimensión de futuro aparece ante ella como un horizonte maravilloso e infinito. Y una de las convicciones en las que Irina sostiene su esperanza es, en el primer acto, la idea del trabajo. La joven cree que trabajando alcanzará una plenitud vital y dará razón a una existencia que en su presente siente vacía y sinsentido, producto de una cómoda vida burguesa que no conoce el sacrificio.

La muchacha instala así un tema que será importante en la obra, el del trabajo. A su vez, lo que la maestría de Chéjov logra presentar es un aparente desajuste en lo que se tiene (o se hace) y lo que se desea: la joven Irina, hastiada de su vida ociosa, profiere estas palabras elogiosas sobre el trabajo mientras que Olga, instantes atrás, hablaba de lo cansada y envejecida que se sentía gracias a su sacrificada vida laboral. Con el devenir de los actos, y cuando Irina lleve ya años de trabajo, no sostendrá el discurso elogioso a la vida laboral, sino todo lo contrario.

Hace unos días, estaba leyendo el diario de un ministro francés, escrito en la cárcel. El ministro había sido encarcelado por causa de Panamá. ¡Con qué deleite, con cuánta admiración menciona a los pájaros que ve desde su ventana, y que antes, cuando era ministro, ni siquiera notaba! Claro que ahora, estando de nuevo en libertad, ya no los ve más. Usted tampoco se fijará en Moscú una vez que viva en ella. La felicidad no la tenemos, ni existe, la deseamos solamente.

Vershinin, Acto II, página 109.

Vershinin responde con este parlamento a Masha, quien sugiere constantemente que de vivir en Moscú sería completamente feliz. Las palabras de Vershinin relativizan esa noción a la vez que resumen, de algún modo, las dinámicas que se presentan en la obra en relación con el trabajo, con el matrimonio, con la vida en Moscú frente a la vida de provincias: parecería simplemente que se desea algo que no se tiene, y que a cuando lo deseado se alcanza no se obtiene sin embargo la felicidad esperada.

Es relevante también la imagen que la historia que comenta Vershinin pone en escena: los pájaros aparecen asociados a la libertad, una libertad que solo se valora cuando se está privado de ella. Del mismo modo, cuando los personajes de las hermanas hablan en la obra sobre sus esperanzas, suelen recurrir a imágenes de aves, aquellos seres que son capaces de volar y que por lo tanto contrastan con la inmovilidad a la que las Prósorov están sometidas.

El discurso de Vershinin funciona también como delineamiento del carácter del personaje: él vive en Moscú y sin embargo su vida presente no le ofrece satisfacciones, mira con nostalgia su juventud y se encuentra ahora atado a un matrimonio tormentoso y falto de amor. Además, está enamorado de una mujer (Masha) con la que nunca podrá construir una relación. En resumen, Vershinin es un personaje que decidió resignarse, aceptar que la felicidad no inundará ya su vida. Probablemente, en ese trasfondo justifica Vershinin el afirmar que la felicidad no existe.

¿Adónde, adónde se ha ido todo? ¿Dónde está? ¡Oh, Dios mío, Dios mío! No recuerdo nada… Se me embrolla todo en la cabeza… No sé ya cómo se dice en italiano ventana o techo… Estoy olvidando todo, cada día olvido algo, y mientras tanto la vida se va y no volverá nunca; no nos iremos a Moscú… Ya veo que no nos iremos…

Irina, Acto III, página 129.

A partir de un momento, en el tercer acto, los discursos de la mayoría de los personajes (incluso los que hasta entonces se mostraban esperanzados en relación al futuro) aparecen gobernados por la frustración y la desilusión. Es el caso de Irina, quien comienza a dejarse invadir por una honda tristeza y en cuyo discurso se evidencia una partición que coloca a la ilusión en un período pasado y a un terrible desconcierto en el presente que no ofrece los resultados esperados. En la desesperada confesión que realiza ante su hermana Olga, la joven Irina da cuenta de sus sospechas: su futuro no se ofrecerá de la manera que ella esperaba, el sueño de ir a Moscú aparece cada vez con menos nitidez. Mientras tanto, la cotidianidad se presenta ante la muchacha como un continuo desgaste vital que la aleja cada vez más de su objetivo: está perdiendo los conocimientos que la distinguían de la mayoría, y muy por el contrario se hunde cada día más en una población trabajadora cuya vida se deshace en sacrificio.

Querida, te lo digo como hermana, como amiga; si quieres un consejo, cásate con el barón. (Irina llora quedamente.) Tú lo respetas, ¿no es verdad?, lo estimas… Claro, es feo, pero es tan decente, tan puro… Uno no se casa por amor, sino para cumplir con un deber. Así, por lo menos, pienso yo. Habría aceptado a cualquiera que hubiera pedido mi mano siempre que fuese una persona decente. Hasta me habría casado con un viejo.

Olga, Acto III, página 129.

Irina, que en el primer acto sostenía la esperanza de encontrar en el hábito del trabajo el sentido a su existencia, ahora siente que esa actividad solo la aleja de sus objetivos: el tiempo pasa y ella está cada vez más cansada y con menos fuerza para luchar por tener una vida maravillosa, lo único que se intensifica en su interior es la incomprensión, la falta de razones y certezas que justifiquen el hecho de vivir.

El parlamento citado pertenece a la escena en que Olga, ante la desesperación de su hermana menor, decide darle un consejo práctico. Y en la recomendación que ella le da se observa, al igual que en otras circunstancias de la obra, cómo el matrimonio no necesariamente tiene que ver con el amor.

Cuanto más lejana aparece la posibilidad de alcanzar lo que se sueña, más se vislumbra la necesidad de ajustarse a las posibilidades que ofrece la realidad. Olga ve en su hermana menor el nacimiento de las mismas preocupaciones que ella ya adoptó hace tiempo como partes irremediable de su vida, ligadas al agotamiento por el trabajo. La diferencia que Olga vislumbra entre ella y su hermana es que Irina aún posee la juventud y la belleza suficientes para casarse y, así, modificar en algo su situación: quizás Irina no logre ir a Moscú, pero sí pueda aminorar el desgaste que produce en ella el trabajar sacrificadamente para poder subsistir económicamente. El parlamento de Olga ofrece una faceta antes no explicitada del todo por el personaje: además del sueño cada vez más inalcanzable de ir a Moscú, otra frustración hace mella en su interior, ligada a la aparente imposibilidad de que el casamiento la salve de una vida destinada agotarse en el trabajo.

En primer lugar, ustedes tienen algo contra Natasha, mi mujer, y esto lo he notado desde el día en que me casé. Natasha es una persona excelente, honesta, recta y decente, esta es mi opinión. (...) Vuelvo a repetir, es una persona honorable y decente, y todos esos disgustos de ustedes, perdónenme, pero no son más que caprichos... (Pausa.) En segundo lugar, parecen estar enojadas porque no soy profesor y he dejado las ciencias. (...) Y si quieren saberlo, estoy orgulloso de ser miembro del Consejo Municipal... (Pausa.) Debo decir algo más... He hipotecado la casa sin pedirles permiso... De eso soy culpable, sí, y les pido perdón. (...) (Pausa.) No quieren escucharme. Les digo que Natasha es una persona excelente y honorable. (Se pasea por la escena en silencio. Luego se detiene.) Cuando me casé, pensé que seríamos felices..., que todos seríamos felices... Pero... ¡Dios mío! (Llora.) Hermanas mías, queridas, no me crean, no me crean...

Andréi, Acto III, página 132.

Andréi es uno de los personajes más reservados y con mayor conflicto para confesar sus emociones. Este carácter se incrementa en tanto, con el avance de los actos, se ve cómo el joven se frustra por no haber concretado el futuro que se proponía cuando era joven. Su soledad se acentúa por la desconexión que siente con su esposa, Natasha, con quien no puede hablar, y por el temor que siente hacia sus hermanas, que desaprueban el giro que tomó la vida del joven.

El parlamento citado da cuenta del momento en que Andréi toma valor y decide entablar una franca conversación con sus hermanas. Sin embargo, al muchacho le es muy difícil sincerarse: con esfuerzo, realiza afirmaciones con las que intenta simular que él está orgulloso de su presente, a la vez que profiere palabras sobre su mujer que resultan completamente disonantes en relación con la información que tanto las hermanas como el espectador de la pieza tienen sobre Natasha. El joven no cesa de repetir que su mujer es honorable, honesta, recta, mientras los demás personajes saben que esos atributos difícilmente se le puedan atribuir a Natasha: la joven mantiene, desde el inicio del matrimonio, un amorío con el jefe de su marido.

De todos modos, el muchacho no logra sostener durante mucho tiempo su discurso. En el que quizás constituya el momento más conmovedor del personaje, Andréi acaba quebrándose, renunciando a ese discurso que sabe falaz, y reconociendo que el presente no le trae más que desilusión. En el joven se acaba por manifestar una constante temática que atraviesa la obra, la disociación o relación excluyente entre amor y matrimonio, coincidente con la escisión entre matrimonio y felicidad. El muchacho confiesa que todas las esperanzas que había en él al casarse se extinguieron, que lo que era un futuro prometedor no ofrece más que desconcierto: su matrimonio es infeliz, está en la quiebra económica, sufre la humillación cotidiana de trabajar para el amante de su esposa y difícilmente cumplirá su sueño de ser profesor en Moscú. Con el discurso desolado de Andréi se completa el cuadro de desesperanza que cae sobre los cuatro hermanos.

Cuando se consigue la felicidad de a ratos, por pedacitos, y después se la pierde, como yo ahora, entonces, poco a poco, una se vuelve muy mala. (Indica su pecho.) ¿Ve? Aquí me hierve. (Mirando a su hermano Andréi que pasea el cochecito.) Ahí está Andréi, nuestro hermano… Todas las esperanzas están ya perdidas. Miles de personas izan una enorme campana, con tremendos esfuerzos y gastos, y de pronto, la campana cae y se rompe. De pronto, sin ton ni son. Igual que Andréi.

Masha, Acto IV, página 139.

La desilusión que gobierna a personajes como el de Masha no solo no cesa con el devenir de los actos, sino más bien se intensifica. En el último acto de la obra, los anhelos de Masha se confirman frustrados: debe despedirse de Vershinin, el hombre al que ama y al que nunca volverá a ver, y regresar a su vida insatisfactoria junto a su marido.

En el parlamento citado, la muchacha explicita los sentimientos que, sospecha, se incrementarán en su interior hasta el día de su muerte. A la vez, comenta el destino también frustrado de su hermano.

Como único hijo varón, en el contexto histórico en que se ubica la obra, en Andréi se depositaron las mayores expectativas profesionales de la familia: en el primer acto se hablaba de él como una joven promesa, que con certeza se convertiría en un futuro cercano en un flamante profesor de la Universidad de Moscú. Con el devenir de los actos, las esperanzas puestas en Andréi se fueron desvaneciendo: quedó atrapado en un matrimonio sin amor y en un puesto administrativo muy por debajo de su preparación y sabiduría. Masha se expresa sobre la situación de Andréi por medio de una imagen comparativa: la desilusión que provoca en la familia el fracaso del muchacho equivale al de miles de personas que luego de esforzarse, plenos de esperanza, en izar una gran campana (que resonaría de belleza para siempre), la ven caer de golpe al suelo y acabar siendo indistinguible de otros objetos hechos trizas.

TÚSENBACH: (Besa la mano de Irina.) ¡Tesoro mío! (Mira fijamente su cara.) Hace ya cinco años que te quiero, pero aún no puedo acostumbrarme, y me pareces cada vez más hermosa. ¡Qué cabellos tan maravillosos! ¡Qué ojos! Mañana te llevaré conmigo, trabajaremos juntos, seremos ricos y mis sueños renacerán. Serás dichosa. Pero hay algo, una sola cosa: ¡tú no me quieres!

IRINA: ¡Eso no está en mis manos! Seré tu mujer, fiel y sumisa, pero… amor no hay. ¿Qué he de hacerle? He soñado tanto con el amor, sueño hace mucho tiempo ya, día y noche, pero mi alma es como un valioso piano cerrado cuya llave se ha perdido. (Pausa) Tienes una mirada inquieta.

TUSENBACH: No he dormido en toda la noche. No hay nada en mi vida que me asuste, únicamente esa llave perdida me atormenta el alma, no me deja dormir…

Túsenbach e Irina, Acto IV, página 143.

El fragmento pertenece a uno de los momentos más dramáticos de la pieza. Túsenbach se siente esperanzado y agradecido porque la vida le ha permitido casarse con una joven hermosa e inteligente como Irina. Sin embargo, el hombre posee también una sensibilidad que le permite percibir que por más que Irina haya aceptado casarse con él, el sentimiento amoroso no es mutuo.

Las palabras de Irina, que confirman la sospecha de Túsenbach, ponen en escena una temática constante en la obra que puede resumirse como una disociación entre el amor y el matrimonio. La joven no aceptó casarse porque estuviera enamorada de Túsenbach, sino porque el matrimonio con un hombre bueno le brindaría un cierto apoyo emocional y, quizás, hasta económico. La decisión de comprometerse no nació de un sentimiento de amor esperanzado, sino más bien de la resignación: Irina siente que ya pasó demasiado tiempo soñando con enamorarse, y que le ha llegado la hora de renunciar a ese sueño. Tal como la muchacha señala al final de su parlamento, cierta frustración por haber resignado sus mayores esperanzas es en parte lo que le impide desarrollar un amor por su futuro marido. Irina compara su alma (el espacio abstracto que reuniría en ella las emociones, sentimientos, capacidad de amar), con un valioso piano que se ha cerrado para siempre. De algún modo, la imagen evoca la sensación de una potencialidad y belleza (que un piano podría brindar de estar abierto) que alguna vez existieron, pero que se han perdido irremediablemente.

Túsenbach acaba por distinguirse en este último acto por su aguda sensibilidad: él ama verdaderamente a la muchacha y no se contenta con que ella vaya a comportarse como una esposa; a él le preocupa y le duele hondamente que la joven no tenga (ni considere desarrollar) sentimientos de amor por él. Sabe, también, que no puede exigir amor, pero no puede evitar la desazón. Irina se da cuenta de la mirada inquieta de su futuro esposo, y él retoma la metáfora del piano de la joven para expresar que justamente eso que ella cree no poder darle (amor, la posibilidad de abrir su alma y unirla así a la de él) es lo que enturbia por completo sus pensamientos.

Es curioso notar qué bagatelas, qué futesas adquieren en la vida repentina importancia sin saberse cómo ni por qué. Uno sigue riéndose de ellas, las considera menudencias, y sin embargo se deja llevar por ellas y no puede detenerse. ¡Ah, no hablemos de eso! Me siento alegre. Como si viera estos cedros, estos abedules y estos arces por primera vez. Y todo parece observarme con interés, como esperando algo. ¡Qué hermosos son estos árboles! Y en realidad, qué hermosa debiera ser la vida al lado de ellos. (Gritos: “Ji-ja”) Debo irme, ya es hora… Ese árbol está seco, pero sigue meciéndose en el viento junto a los demás. Me parece que yo también, si muero, seguiré participando en la vida de algún modo. Adiós, querida… (Le besa la mano.) Tus papeles, aquellos que me diste, están sobre mi mesa, bajo el almanaque.

Túsenbach, Acto IV, página 143.

El último parlamento de Túsenbach en la obra está dirigido a Irina, quien sin embargo no cuenta con una información que sí posee el espectador: Túsenbach está a punto de enfrentarse en un duelo a Solióny, un contrincante experimentado y tres veces vencedor que no dudará en matarlo si tiene la oportunidad.

El monólogo citado se da luego de un infructuoso diálogo entre el hombre y su prometida, en el cual la muchacha manifestaba que se casaría con él, pero no podría amarlo nunca, puesto que la llave de su alma se había perdido para siempre. Teniendo en cuenta esa metáfora, es posible que las “bagatelas” a las que refiere Túsenbach se identifiquen con dicho objeto: la llave alude a un elemento aparentemente insignificante, pequeño, que sin embargo puede convertirse en una obsesión para un personaje en determinada circunstancia, que entonces “se deja llevar por ellas y no puede detenerse”.

A partir de ese momento, sin embargo, el discurso de Túsenbach cambia de rumbo: el personaje decide dejar atrás las preocupaciones y hacer referencia a la alegría y la belleza del mundo, en un giro que se lee sutil pero claramente como una despedida. Túsenbach observa a los árboles como “por primera vez”, expresión que evoca a la percepción más propia de quien se sabe cercano a su muerte. La belleza del paisaje conmueve de un modo melancólico al personaje, que siente que la vida debería ser hermosa a la vista de esos árboles: el verbo evidencia un anhelo que claramente contrasta con una realidad muy por debajo de lo deseado.

Esta última desilusión empuja el final del discurso a una imaginería de los árboles que evoca como protagonista a la muerte: Túsenbach espera seguir participando del plano de la vida aunque muera, al igual que el árbol seco que continúa, sin embargo, meciéndose. Las últimas palabras del personaje hacia Irina configuran un claro indicio de que Túsenbach conoce su destino: da unas últimas indicaciones y se despide para siempre. Momentos después, Chebutíkin traerá la noticia de su muerte.

¿Qué otra cosa puedo decirle como despedida? ¿Para qué filosofar? (Ríe.) La vida es dura. A muchos de nosotros nos parece sin esperanzas, como un callejón sin salida, pero hay que admitir que se está volviendo más clara, más fácil, y es evidente que no está lejos el día en que será totalmente clara. (Mira su reloj.) Ya es la hora, ya es la hora de que me vaya. Antes la humanidad estaba enteramente ocupada por las guerras, llenando sus vidas con campañas, invasiones y victorias. Ahora eso pasó, dejando un enorme vacío detrás de sí. Y no tenemos con qué llenarlo; la humanidad busca afanosamente y, por supuesto, algún día lo encontrará. ¡Ah, pero ojalá sea pronto! (Pausa.) Si solamente se pudiera agregar el amor al trabajo, a la instrucción y la instrucción al amor al trabajo… (Mira su reloj.) ¡Debo irme!

Vershinin, Acto IV, página 147.

Vershinin ya se había pronunciado acerca de la felicidad, alegando que la verdadera dicha reinará sobre la humanidad en el futuro, cuando él y sus allegados ya estén muertos. Su discurso final recupera esta idea: ellos ven con desesperanza su propia vida, la encuentran vacía, pero en el futuro la humanidad hallará la manera de darle sentido a la existencia. La esperanza debe sostenerse, entonces, y solo el plazo debe ajustarse: Vershinin no renuncia a la felicidad, solo que no espera encontrarla en su propia vida. Según su visión, el punto de vista de nuestro anhelo debe poder colocarse, y mantenerse, por fuera de nuestra propia existencia individual, trascendiéndonos.

La belleza del monólogo consiste tanto en las palabras como en la gracia de la acción del personaje que las pronuncia. Porque mientras evoca un futuro lejano, un punto incognoscible de la historia que nos trascenderá, Vershinin revisa constantemente la hora: el tiempo de su propia existencia presente no deja de correr, las agujas avanzan inconmovibles, indiferentes al pensamiento abstracto de quien porta el reloj.

¡La música es tan alegre que anima, da ganas de vivir! ¡Oh, Dios mío! Pasará el tiempo y nosotras nos iremos para siempre, seremos olvidadas, olvidarán nuestras voces, nuestras caras y cuántas éramos, pero nuestros sufrimientos se transformarán en alegría para aquellos que vivirán después de nosotras: reinará la paz y la dicha en esta tierra, y entonces recordarán con bondad y bendecirán a los que hemos vivido hoy. ¡Hermanas queridas, nuestras vidas no han terminado aún! ¡Vivamos! ¡La música suena tan alegre, tan alentadora que parece que un poquito más y sabremos por qué vivimos, por qué sufrimos...! ¡Si supiéramos, si solamente supiéramos!

Olga, Acto IV, página 151.

La escena final tiene peso simbólico: las tres hermanas están juntas, intentando darse fuerzas las unas a las otras para continuar con sus vidas ahora que todos partieron y ellas quedarán allí. En el monólogo de Olga que cierra la pieza puede reconocerse una línea similar a la sostenida por Vershinin a lo largo de los actos. Ahora son Olga y sus hermanas quienes basan su esperanza en un futuro del cual ellas no formarán parte. Lo que se espera resuelto en el futuro lejano tiene que ver con el sentido del sufrimiento, o más ampliamente, con el sentido de la existencia: la esperanza no consiste en la anulación del sufrimiento, sino en que llegue el momento en que todos comprendan el por qué de su padecer, es decir, la causa y el objetivo.

La música se va alejando, junto con las tropas y las aves migratorias. En la fuerza de sus melodías, antes que se extingan del todo, a Olga le parece poco posible encontrar alguna respuesta, algo que justifique tanto sufrimiento. Las palabras que cierran la obra evocan el tema del sentido de la vida, atravesado por la perspectiva particular de las protagonistas: lo que se expresa es una esperanza de saber y, al mismo tiempo, una incertidumbre constante y desesperada. El sentido de la vida es algo que no se puede más que suponer, sobre lo cual es posible esbozar teorías, dibujar anhelos, pero que sin embargo no ofrece jamás nada que se sostenga con la fuerza tranquilizadora de la certeza.

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