Resumen
La didascalia nos sitúa en el mismo espacio que el acto anterior; son las ocho de la noche. Natasha aparece en bata, caminando con una vela encendida. Se detiene en la puerta del cuarto de Andréi, intercambian unas pocas palabras en las que Natasha dice estar revisando la casa porque al ser carnaval “la servidumbre está algo trastornada” (p.98). Luego ella cuenta que ni Olga volvió de su trabajo en el Consejo de Educación ni Irina del suyo en telégrafos. Natasha expresa luego su preocupación por Bobik, el bebé de ambos: teme que tenga fiebre. Andréi asegura que el niño está bien. Natasha dice entonces que tiene miedo porque a las diez de la noche “vendrán las máscaras” (p.99), y propone que no las reciban. Andréi responde que eso depende de sus hermanas, las dueñas de la casa. Natasha sigue hablando de Bobik y asegura que tiene frío en su cuarto y que lo mejor sería cambiarlo a la habitación de Irina. Ante el silencio de Andréi, Natasha se retira, anunciando antes que Ferapónt, del Ayuntamiento, está en la sala preguntando por él.
Ferapónt entrega al joven un libro y unos papeles, y Andréi le pregunta por qué llegó tarde. El anciano responde que llegó hace tiempo pero no lo dejaban pasar. Andréi se lanza a hablar de lo aburrida que es su casa, de lo engañado que se siente por su vida. Siendo secretario del Ayuntamiento, trabajando para Propotópov, lo máximo a lo que puede aspirar allí es ser miembro del Consejo local. Mientras tanto, cada noche sueña que es profesor de la Universidad de Moscú. Ferapónt no sabe qué decirle y aclara que no oye bien. Andréi responde que si oyera bien no le estaría hablando. Dice que no puede hablar con su mujer porque no lo entiende, ni con sus hermanas porque teme que se burlen de él. Imagina lo bien que se sentiría en un restaurante de Moscú, donde no conociera a nadie y nadie lo conociera. Lo compara con su vida en la ciudad actual, donde conoce a todos y todos lo conocen e igual se siente un extraño. Poco después Ferapónt se retira y Andréi vuelve a leer.
Masha y Vershinin conversan. Ella dice que en la ciudad en la que viven, las personas más correctas, honorables y mejor educadas son los militares. Luego cuenta que a ella la casaron cuando tenía dieciocho años, acababa de terminar el colegio y le parecía que su marido, maestro, era tremendamente inteligente e importante. Por desgracia, dice, ya no es así y ahora sufre con la cantidad de personas groseras y descorteses que ve entre los civiles, como los amigos de su marido. Vershinin concuerda, pero dice que le parece lo mismo un civil que un militar. En general todos están rendidos, extenuados, ya sea por sus casas, sus mujeres, sus caballos. Masha nota que Vershinin está malhumorado, y él lo reconoce, contándole que una de sus hijas está enferma, y que cuando sus hijas no están bien él se reprocha a sí mismo la madre que les dio. Esa misma mañana, dice, él y su mujer discutieron durante dos horas, hasta que él se fue dando un portazo. Vershinin luego pide disculpas a Masha por quejarse y le besa la mano, diciéndole que no tiene a nadie más que ella, que es una mujer maravillosa, extraordinaria y que la ama. Masha ríe suavemente y le pide que no siga con sus halagos, aunque pronto se retracta y le dice que continúe. Luego escuchan que viene alguien y cambian de tema.
Entran Túsenbach e Irina. Él habla de la obstinación y paciencia con que persigue día a día a la muchacha, mientras Irina sólo habla del cansancio que siente y de cómo en el trabajo fue grosera sin razón con una pobre mujer. Masha nota cuánto ha adelgazado su hermana. Irina afirma que necesita buscar otro puesto, no le gusta su trabajo actual: se hace sin pensar, sin poesía. Luego dice que la noche anterior Andréi perdió doscientos rublos jugando en el club, y que ellas deberían intervenir de algún modo. Irina sigue soñando, cada noche, con ir a Moscú. Falta casi medio año, dice, para que eso suceda.
Se integra a la reunión Chebutíkin. Irina dispone los naipes sobre la mesa, mientras Vershinin propone a todos imaginar la vida que existirá doscientos o trescientos años más adelante, en el futuro. Túsenbach opina que en el futuro la vida seguirá siendo más o menos lo misma, con su felicidad, sus misterios y dificultades. Vershinin cree que todo cambia poco a poco, y que en siglos futuros reinará una nueva vida, una vida feliz, de la que ellos no serán partícipes, pero por la que ahora trabajan y sufren. Túsenbach argumenta que él es feliz y que la vida se mantendrá constante durante siglos por leyes que ellos no pueden comprender. Masha opina que el hombre debe ser creyente, buscar la fe, saber para qué se vive, porque si no nada importa. Vershinin lamenta que la juventud de todos haya terminado. Por otra parte, Túsenbach cuenta a Masha que presentó su renuncia al Ejército, y la muchacha contesta que no le parece nada bueno ya que los civiles no le gustan. Túsenbach dice que es igual y que se pondrá a trabajar, tanto como para llegar cada noche muy cansado a su casa y no querer más que dormir.
Fedótik obsequia lápices de colores a Irina. Ella le agradece pero le reprocha que la trate como a una niña. Natasha le habla a Solióny sobre lo extraordinario que es su bebé. El hombre responde que si la criatura fuera suya, la freiría en una sartén y se la comería, luego se levanta y se va a la sala. Natasha se queja de lo grosero y maleducado que es Solióny. Masha, por su parte, dice que si viviera en Moscú, el estado del tiempo le sería indiferente. Vershinin habla del diario que un ministro francés escribió en la cárcel, donde describe a los pájaros que ve desde la ventana y en los que antes, cuando era ministro, no había reparado. Vershinin reflexiona: seguramente ahora, que el ministro recuperó la libertad, tampoco los ve. Le dice a Masha que ella seguramente no se fijará en Moscú una vez que viva allí, porque la felicidad nunca se tiene, solo se desea.
Anfisa entra con el té y da una carta a Vershinin. Este la abre: es de su hija. Pide disculpas a los presentes, se despide levantándose agitado y le dice a Masha, en voz baja, que su mujer se envenenó otra vez y que debe irse. Besa la mano de la muchacha, la halaga por su bondad y dulzura, y se retira.
Masha comienza a tratar mal a los presentes, y tanto Irina como Anfisa se sorprenden por su comportamiento. Chebutíkin hace una broma, y Masha le reprocha que teniendo sesenta años se comporte como un chiquillo. Natasha habla a Masha, le pregunta por qué teniendo tan bello aspecto habla de esa manera. Le dice que sería aceptada en la buena sociedad si no fuera por las expresiones que emplea.
Túsenbach entabla conversación con Solióny, que está apartado de todos. Este último dice que a solas se comporta como los demás, pero que en sociedad se pone triste y dice tonterías. Mientras conversan entra lentamente Andréi. Chebutíkin y Solióny discuten, Túsenbach abraza a Andreí y le asegura que irá con él a Moscú, a la universidad. Varios bailan y cantan.
Natasha entra y le dice algo al oído a Chebutíkin, quien luego comunica el mensaje a Túsenbach: es hora de que se vayan. Natasha desaparece del salón e Irina pregunta por qué no esperarán a las máscaras. Andréi, confuso, dice que no habrá máscaras. Según Natasha, agrega resignado, el bebé no está bien. Varios de los presentes se lamentan por el fin repentino de la noche. Masha responde que no es Bobik el enfermo sino Natasha, que es una burguesa, y propone a todos salir y decidir qué hacer. Así lo hacen.
Chebutíkin habla con Andréi, le dice que no llegó a casarse porque quería demasiado a la madre del joven, quien ya estaba casada. Andréi responde que no hay que casarse, porque es muy aburrido, y le pide que se apuren en salir antes de que Natasha los detenga.
Suena la campanilla y Anfisa avisa que llegaron las máscaras. Solióny, quien se había aislado en una habitación, reaparece preguntando dónde están todos. Irina le comunica que se fueron. Solióny pide disculpas a la muchacha por su comportamiento en la velada. Le dice que ella no es como los demás, sino superior, pura, y le confiesa que la ama. Irina le pide que se retire. Solióny la persigue, entre lágrimas, diciendo que no puede vivir sin ella. Ante la frialdad de Irina, él se resigna y se retira, no sin antes decir que de existir “rivales felices” (p.115), él los mataría.
Entra Natasha con una vela y pasa por la puerta del cuarto de Andréi creyendo que este sigue leyendo. Luego le dice a Irina que lo mejor sería mudar a Bobik al cuarto de ella, que bien podría compartir habitación con Olga. Se retira hablando de lo maravilloso que es su bebé.
Entran Kulíguin, Vershinin y Olga, sorprendidos de que la fiesta haya terminado. Kulíguin pregunta por Masha, mientras Olga, con dolor de cabeza, cuenta las novedades de la reunión de profesores de la cual llegan: la directora está enferma y ella debe sustituirla. También dice que toda la ciudad habla del dinero que Andréi perdió en el juego. Por su parte, Vershinin cuenta que su mujer sólo quiso asustarlo y que ya está bien.
Queda solo Irina en la sala cuando aparece Natasha, vestida con pieles y sombrero: informa que saldrá y volverá media hora después. Irina se queda pensando en Moscú.
Análisis
El segundo acto se inicia poniendo en escena a los personajes que más notables cambios ofrecen en relación al primer acto. Porque si el acto que abre la pieza termina con Andréi y Natasha plenos de felicidad y juventud, comprometiéndose para amarse eternamente, este segundo acto se inicia con una situación muy distinta: Andréi está cansado de un trabajo que no le permite soñar, su ahora esposa habla sin cesar, sin oír, obstinada en disponer de la casa familiar como si ella fuera su jefa, distribuyendo habitaciones y horarios a su gusto. En relación con esto, Andréi profiere:
Esta casa es tan aburrida… (Pausa.) ¡Sí, cómo cambia, cómo engaña la vida! (...) Dios mío, yo secretario del Ayuntamiento, cuyo presidente es Protopópov, y yo su secretario, lo más que puedo pretender es llegar a miembro del Consejo. ¡Yo, miembro del Consejo local!, mientras todas las noches sueño que soy profesor de la Universidad de Moscú, un sabio famoso, orgullo de toda Rusia.
(p.100)
La esperanza del amor se convirtió rápidamente en la resignación del matrimonio, y Andréi no puede sentirse más que engañado por la vida (en este sentido, la salida misteriosa de Natasha al final del acto, indicio del amorío que luego se confirmará, funciona completando el cuadro de un matrimonio poco feliz). El sueño de Moscú se hace cada vez más lejano, menos realizable, y el muchacho parece volcar su frustración en el vicio del juego, quizás para acentuar el absurdo de una vida entregada a un trabajo mediocre. El joven del que sus hermanas hablaban en el acto anterior con admiración y honesta esperanza ahora se avergüenza de mostrarse, en esta desmejorada versión de sí, frente a sus familiares: “a mis hermanas les temo, no sé por qué, pero tengo miedo que se rían de mí, que se burlen…” (p.100). Quienes lo rodean no hacen más que recordarle la frustración respecto de las expectativas que se tenían sobre él, lo cual lleva al muchacho a soñar con una vida en la que nadie lo juzgue porque nadie lo conoce: “Estás en la mesa de un gran restaurante de Moscú, no conoces a nadie, nadie te conoce a ti, pero te sientes un extraño… Mientras que aquí conoces a todos, todos te conocen, y eres un extraño… Extraño y solitario” (p.101).
La estaticidad y el ahogamiento de la vida provinciana pesa cada vez más sobre Andréi: al igual que sus hermanas, fue criado en Moscú y desterrado luego hacia esa ciudad campesina en la cual nada puede satisfacerlo del todo. A este peso se le suma, además, la novedad de la desilusión amorosa y el hastío laboral.
En cuanto al desengaño amoroso, el destino de Andréi parece asemejarse al de Masha. La muchacha expone justamente su desengaño en una conversación con Vershinin: “A mí me casaron cuando tenía dieciocho años; temía a mi marido, porque era maestro y yo acababa de terminar el colegio. Me parecía, en aquel entonces, tremendamente inteligente, erudito e importante. Por desgracia ahora ya no es así” (p.101). Masha además desprecia la ciudad en que vive y de la que difícilmente pueda salir, y no tiene más que sentimientos negativos para con los habitantes de la misma: la muchacha afirma que desprecia a los civiles y que en esa ciudad “las personas más correctas, más honorables y mejor educadas son los militares” (p.101). Es decir, las únicas personas de esa ciudad con las que Masha logra empatizar son aquellas que, como es su propio caso, no son oriundas de allí. Sin embargo y una vez más, Vershinin ofrece una perspectiva que relativiza lo que la muchacha sentencia, diciendo que civiles y militares se le aparecen rendidos por igual. Y de un modo similar, cuando Masha suspire lastimosamente pensando en lo feliz que sería en Moscú, Vershinin manifestará su sensación acerca de ese tipo de esperanza:
Hace unos días, estaba leyendo el diario de un ministro francés, escrito en la cárcel. El ministro había sido encarcelado por causa de Panamá. ¡Con qué deleite, con cuánta admiración menciona a los pájaros que ve desde su ventana, y que antes, cuando era ministro, ni siquiera notaba! Claro que ahora, estando de nuevo en libertad, ya no los ve más. Usted tampoco se fijará en Moscú una vez que viva en ella. La felicidad no la tenemos, ni existe, la deseamos solamente.
(p.109)
Las palabras de Vershinin resumen, de algún modo, las dinámicas que se presentaban en la obra en relación al trabajo, al matrimonio, a la vida en Moscú frente a la vida de provincias: parecería simplemente que se desea algo que no se tiene, y que al conseguirlo ese deseo aparece frustrado. Ejemplo de esto es la nueva versión de Irina que se presenta en este acto: la muchacha que depositaba una enorme porción de sus esperanzas en trabajar, ahora que lo hace, no siente sino agotamiento y frustración. En torno a estos temas (el trabajo y la felicidad) giran las teorías filosóficas que sostienen Vershinin y Túsenbach en su conversación. El primero propone a la felicidad como un ente exclusivo del futuro: “Dentro de doscientos o trescientos, bueno, pongamos, mil años, el tiempo exacto no importa, reinará una vida nueva, una vida feliz. Claro está que nosotros no participaremos de esa vida, pero vivimos, trabajamos y sufrimos ahora para ella, estamos creándolo y sólo en eso está la finalidad de nuestra existencia, y si quieren, nuestra dicha” (p.105). Lo máximo que se puede aspirar en el presente, según Vershinin, es estar trabajando para la felicidad que otros vivirán en siglos futuros. Túsenbach, por su parte, no acuerda con esta teoría: “Entonces, en su opinión, ¿no hay ni que soñar con la felicidad? Pero ¡si yo soy feliz!” (p.106). De algún modo, las teorías que sostienen ambos hombres se relacionan estrechamente con el modo en que perciben sus respectivas vidas. Vershinin, más maduro en edad, atado a un matrimonio tormentoso y falto de amor, enamorado de una mujer (Masha) con la que nunca podrá construir una relación, se resignó a que la felicidad no inundará ya su vida. Túsenbach, por su parte, más joven, soltero, aún cree en la felicidad y considera que puede tomar decisiones en su vida que lo acerquen a ella, como casarse con Irina o renunciar a su oficio militar para dedicarse al trabajo. Él no adhiere entonces a la filosofía de Vershinin que dictamina una suerte de imposibilidad universal para obtener la felicidad en el presente y, por lo tanto, no cree que un abismo sustancial separe a la vida presente de la vida futura:
Mire, no solamente dentro de doscientos o trescientos años, sino dentro de millones de años la vida seguirá igual que antes; ella no varía, permanece constante, siguiendo sus propias leyes, que a usted no le atañen, o que simplemente usted no puede comprender. Las aves migratorias, las grullas, por ejemplo, vuelan y vuelan, y sean cuales fueren las ideas, elevadas o bajas, que les pasan por la cabeza, seguirán volando sin saber adónde ni por qué.
(p.106-107)
El discurso de Túsenbach acerca de la imposibilidad de conocer las leyes que gobiernan la vida evidencia una gran diferencia con el modo de pensar no sólo de Vershinin, sino también de Masha: “Me parece que el hombre debe ser creyente, o debe buscar la fe, sin eso su vida es vacía, vacía… Vivir y no saber por qué vuelan las grullas, para qué nacen los niños, para qué hay estrellas en el cielo… Se debe saber para qué se vive; si no, todo es pura futuidad, nada importa” (p.107), dice la muchacha. Pareciera que justamente Vershinin y Masha, personajes que comparten el sentimiento desolador de la infelicidad incorregible, precisan encontrar respuestas a la pregunta por el sentido de la vida, o al menos sostener la esperanza de que ese sentido existe y puede conocerse. Túsenbach, a quien la vida no desanimó (al menos no aún), puede entregarse a vivir sin conocer demasiado el por qué de la existencia, en tanto su experiencia de la vida le ofrece quizás otros atributos placenteros que no precisan de explicación.
Al final del acto se dan dos situaciones que esclarecen facetas no vistas hasta entonces de ciertos personajes. Una de estas es la sospechosa salida de Natasha, vestida de noche y dejando leer en sus gestos lo que luego se confirmará como una aventura extramatrimonial. La otra es el desesperado discurso de Solióny, quien repentinamente se confiesa enamorado de Irina y que ante la frialdad inconmovible de la muchacha suelta en sus palabras una amenaza que acabará funcionando como indicio de un desenlace fatal: “Es la primera vez que le hablo de mi amor, y es como si no estuviera en la tierra, sino en otro planeta (...) Bueno, no importa. Nadie puede querer por la fuerza. Pero no toleraré a rivales felices. ¡Eso no! Le juro por todos los santos que lo mataré…” (p.115). De este modo, el personaje de Solióny se complejiza, volviéndose ya no solo molesto para los demás por su comportamiento desmedido y grosero, sino ahora, además, peligroso. Ese rol de “rival feliz” contra el cual despotrica Solióny acabará siendo encarnado por Túsenbach, cuyo final en el cuarto acto se encuentra de este modo anticipado.