Las tres hermanas

Las tres hermanas Resumen y Análisis Acto III

Resumen

Este acto comienza en el cuarto de Olga e Irina, a las dos de la madrugada. Afuera suena una alarma de incendio. Nadie duerme en la casa. Masha está en el diván y Olga habla sobre el incendio que se desató en la zona y que dejó a familias sin casa, mientras toma de su armario prendas de ropa y se las da a Anfisa para que las lleve a quienes quedaron a medio vestir en la noche, sorprendidos por el fuego. Una de las casas que casi se quema es la de los Vershinin, y Olga propone que la familia pase la noche con ellas. A Fedótik, dice, se le quemó todo, quedó sin nada. Anfisa mira lo que Olga separó y dice no poder llevar todo eso, entonces la muchacha le entrega todo a Ferapónt. La mayor de las hermanas explica que deben darlo todo, que no necesitan nada, y luego piensa a pesar de su cansancio en cómo disponer en la casa a quienes están invitando a pasar la noche. Anfisa de pronto la interrumpe, pidiendo a gritos que no la eche. Ante la sorpresa de Olga, Anfisa la abraza y exclama que ella hace lo que puede, trabaja sin cesar, pero cuando no tenga más fuerzas la echarán y ella no sabrá a dónde ir con sus ochenta y dos años. Olga la acaricia y le pide que se siente a descansar.

Entra Natasha, contando que se decidió organizar de inmediato una sociedad de ayuda para las víctimas del incendio, lo cual ella considera una idea excelente porque ayudar a los pobres es el deber de los ricos. Después se enternece al ver a la cansada Masha durmiendo en el diván, pero inmediatamente ve a Anfisa y le pregunta gritando cómo se atreve a estar sentada en su presencia. Entre sus gritos, Anfisa se levanta y se retira rápidamente. Natasha increpa a Olga: “para qué tienes a esta vieja aquí” (p.120), le pregunta, y Olga queda paralizada. Natasha continúa: Anfisa es completamente inútil, una campesina que debería vivir en el campo, y que a ella le gusta que la casa esté en orden y sin gente de más. Luego mira a Olga, se apena por su cara de cansada, y le dice que cuando su niño vaya al colegio donde Olga es directora, ella le tendrá miedo. Olga dice que nunca será directora porque renunciará, luego siente que pierde las fuerzas y le reprocha a Natasha que haya maltratado a Anfisa. Dice, entre mareos, que ese trato la enferma, la deprime, y que Anfisa trabaja con ellas hace treinta años. Natasha replica que Anfisa ya no puede trabajar y que no hace sino comer y dormir. Olga responde que entonces duerma. Natasha se sorprende, no entiende “para qué conservar, entonces, a esta vieja” (p.121). Se oye nuevamente una alarma y Olga exclama “¡Esta noche he envejecido diez años!” (p.121). Natasha le pide que negocien, que ella gobierne en el colegio, pero la deje a ella gobernar la casa y decidir sobre la servidumbre, “y que desde mañana no esté más acá esa vieja ladrona, esa vieja bruja” (p.121). Luego le dice a Olga que si no se muda abajo, se pelearán siempre.

Entra Kulíguin buscando a Masha para volver a su casa. Cuenta que al parecer el incendio se está calmando y solo se quemó una manzana. Luego dice que el doctor está alcoholizado y seguramente llegará pronto. Olga y Natasha se van al fondo del cuarto.

Chebutíkin entra, alcoholizado, y habla para sí: dice que todos creen que él es médico, pero él no sabe nada, ya olvidó todo. Dice que la semana anterior atendió a una mujer y se murió, y que él tuvo la culpa. Luego piensa que quizás él, en realidad, no exista, que no es un hombre, que solo le parece que lo es. Llora y expresa su anhelo por no existir, su desprecio por la miseria que siente en su alma.

Entran Irina, Vershinin y Túsenbach (este último ahora viste de civil). Vershinin habla del heroísmo de los bomberos que salvaron la ciudad. Túsenbach dice que le están pidiendo que organice un concierto a beneficio de las víctimas, y que con buena voluntad se podrá organizar bien. Podría tocar el piano Masha, por ejemplo, quien toca maravillosamente. Kulíguin dice que él quiere mucho a su esposa, pero que no sabe si estaría bien que ella tocara en un concierto. Chebutíkin, mientras, toma un reloj de porcelana y lo observa. Vershinin comenta que oyó decir que piensan mandar a su brigada lejos, como a Polonia o Siberia. Túsenbach asiente y dice que la ciudad quedará vacía. Irina exclama que ellas también se irán. Al instante, a Chebutíkin se le cae el reloj, que se rompe por completo. Tras una pausa en la que todos están paralizados, Irina dice que ese era el reloj de su madre. Chebutíkin responde que puede ser, pero quizás no lo ha roto sino que parece que lo hizo, de la misma manera en que quizás no existan aunque les parezca que existen. Acercándose a la puerta, suelta que Natasha tiene una aventura con Protopópov (el jefe de Andréi), y luego sale.

Vershinin ríe, habla de lo extraño que es todo. Cuenta que apenas comenzó el incendio corrió a su casa, que estaba bien, pero sus hijas estaban en la puerta casi desvestidas, y su madre no estaba con ellas. Dice que observó una expresión de súplica en el rostro de sus hijas y se lamentó por lo que tendrían que soportar en el transcurso de sus vidas. Habla luego nuevamente sobre cómo todo será distinto trescientos años después, cómo el presente será visto como tosco, extraño. Acaba expresando sus ansias terribles de vivir, y entonando una melodía junto a Masha.

Fedótik entra bailando y cantando “¡Se quemó, se quemó! ¡Todo lo que yo tenía se quemó!” (p.126) y los demás ríen. Entra luego Solióny, a quien Irina intenta echar amablemente. Vershinin dice que es hora de que se vayan y pregunta cómo está el incendio. Solióny protesta por que Túsenbach puede estar presente y él no. Luego sale junto a Vershinin y Fedótik.

Irina despierta a Túsenbach, que se había quedado dormido. Este soñaba con trabajar en una fábrica de ladrillos. Luego mira con ternura a Irina, le dice que recuerda cómo ella solía hablar de los placeres del trabajo, y cómo él pensaba entonces que su vida sería feliz. Masha lo echa y Túsenbach sale, diciendo que daría su vida por Irina.

Masha le pregunta al marido por qué no se va a su casa. Kulíguin acepta, diciéndole exageradas palabras de amor y enunciando cuán feliz es a su lado. Masha explota, gritando que está harta, que no puede dejar de pensar en que Andréi hipotecó la casa y que el dinero se lo quedó su mujer, cuando la casa pertenece a los cuatro hermanos. Kulíguin intenta calmarla y luego sale.

Irina habla de que es cierto que Andréi envejeció y se apagó desde que está casado con Natasha. En otros tiempos, dice, se preparaba para ser profesor, mientras que ahora se jacta de haber sido elegido miembro del Ayuntamiento, donde Protopópov es presidente. Toda la ciudad, continúa Irina, habla y se ríe, pero él no sabe ni nota nada. Incluso con el incendió toda la ciudad se movilizó menos él, que sigue durmiendo. De pronto, Irina rompe en llanto, diciendo que ya no puede soportar más, preguntándose qué ha sucedido con su vida. Dice saber que no irán a Moscú. Se siente desdichada, no puede trabajar más: fue telegrafista, ahora trabaja en la Municipalidad, pero detesta todo lo que le dan para hacer. Irina dice, desconsolada, que ya tiene veintitrés años, hace mucho que trabaja y siente que su cerebro se seca, que ella envejece y que no tiene ninguna satisfacción. Olga intenta calmarla y luego, con franqueza, le recomienda que se case con Túsenbach. Es un hombre feo pero decente, respetable, dice, y una no se casa por amor sino por deber. Ella misma hubiera aceptado a cualquiera que hubiese pedido su mano. Irina dice que siempre soñó con ir a Moscú y conocer allí a su verdadero amor, pero todo resultó una tontería.

Natasha pasa en silencio con una vela en la mano. Masha dice que Natasha anda por ahí como si ella hubiera provocado el incendio. Luego, les dice a sus hermanas que quiere confesar su secreto con ellas: ama a Vershinin. Olga dice que no quiere oírla y se coloca detrás de un biombo. Masha continúa: al principio le pareció raro Vershinin, luego le dio lástima y después lo amó. No sabe qué hacer. Siente que amarlo es su destino. Y que él también la ama. Luego toma las manos de Irina y le pregunta cómo harán para vivir el resto de sus vidas.

Entra Andréi seguido por Ferapónt. Andréi le habla algo enojado, preguntando qué quiere. Ferapónt le comunica que los bomberos piden permiso para atravesar el jardín. Andréi asiente de mal modo, diciendo que está harto. Luego busca a Olga y le pide la llave del armario. Olga obedece sin hablar. Después, Andréi se pregunta a sí mismo por qué se enojó con Ferápont y luego pregunta a Olga qué le pasa, sin obtener respuesta. Al ver que están Irina y Masha también, Andréi dice que es un buen momento para hablar. Les pregunta entonces a las tres qué tienen contra él. Las muchachas le dicen que hablarán al día siguiente, que es hora de ir a dormir, pero Andréi comienza: desde el primer momento, dice, las tres tienen algo en contra de Natasha, una mujer honesta, excelente, recta. Afirma que él respeta a su mujer y exige que los demás lo hagan. Después, dice que él sabe que ellas están enojadas porque no es profesor, pero su puesto en el Consejo es igual de valioso e importante, según él considera. Por último, confiesa que hipotecó la casa sin pedirles permiso, y les pide disculpas por eso: las deudas lo obligaron. Se produce una pausa que interrumpe Kulíguin preguntando por Masha. Andréi vuelve a decir que Natasha es una persona honorable. Después de un silencio, dice que cuando se casó pensó que serían felices, que todos lo serían, e intenta seguir hablando pero se larga a llorar y sale.

Kulíguin sigue preguntando por Masha. Irina comenta que van a transferir a la brigada a un lugar lejos y que ellas quedarán solas. Olga dice que son sólo rumores. Finalmente, Irina dice a su hermana que se casará con Túsenbach, pero le pide que por favor vayan a Moscú.

Análisis

En este tercer acto, las escenas están atravesadas por un contexto trágico, el incendio que se desató en la zona y que afectó a familias enteras al arrasar con sus casas. Lo trágico del contexto no demora sin embargo en infiltrarse dentro de la casa de los Prósorov, quizás a salvo de las llamas pero no de chispeantes conflictos que venían asomando en actos anteriores y que solo esperaban para erupcionar. Varios de estos conflictos tienen que ver con Natasha; las hermanas Prósorov nunca la estimaron demasiado y, con el devenir de los actos, la rispidez de la relación no disminuyó: las hermanas no solo se ven incomodadas sino también perjudicadas por las actitudes de su cuñada, ya sea por el modo en que esta se apodera de la casa, del dinero de la hipoteca, del futuro de Andréi, o por el modo en que trata a la servidumbre. Esto último es padecido primordialmente por Olga, quien debe presenciar el maltrato de Natasha hacia Anfisa, la mujer que la crió desde que nació. “¡Que no te vea sentada en mi presencia! ¡Levántate! ¡Vete de aquí! (Anfisa se levanta y sale. Pausa) ¡No comprendo para qué tienes a esta vieja aquí!” (p.120), grita Natasha en un giro que resulta irónico si se tiene en cuenta que al ingresar a la escena, la mujer se manifestaba discursivamente a favor de ayudar a los necesitados económicamente: “Dicen que hay que organizar inmediatamente una sociedad de ayuda a las víctimas del incendio. Me parece una idea excelente. En general hay que ayudar a los pobres, es el deber de los ricos” (p.119). Luego de sentenciar que considera positivo, y hasta una obligación, que la gente con más recursos ayude a los que menos tienen, Natasha encarna una actitud completamente contradictoria al querer desechar a una señora que, de no estar en esa casa, no tendría dónde vivir: “Es completamente inútil. Es una campesina y debería vivir en el campo. ¡Qué son estos mimos! ¡A mí me gusta el orden en casa! ¡Sin gente que esté de más!” (p.120). Olga recibe este discurso como una suerte de golpe que termina por desesperanzarla. Intentando luchar contra el mareo y el dolor de cabeza, ella busca impedir que Natasha realice una acción que destruya a la señora, pero su cuñada sigue: “Ahora es incapaz de trabajar, no hace más que comer y dormir” (p.121). Es Olga quien entonces sugiere que si la mujer de ochenta años solo puede dormir, duerma. Pero Natasha no vacila en proseguir con su discurso y hasta hace notar que su voluntad de deshacerse de Anfisa no tiene que ver con estar pasando por una difícil situación económica en la que fuera complejo seguir pagándole, sino más bien todo lo contrario: “Tengo una niñera, una nodriza, hay una doncella y una cocinera, ¿para qué conservar, entonces, a esta vieja?” (p.121).

Es Natasha también, en estas escenas, el centro de los rumores entre los personajes. Pero si en los actos anteriores el hecho de que Natasha estuviera teniendo un amorío aparecía apenas sugerido, ahora un personaje lo dice, por primera vez, en voz alta. Ese personaje es Chebutikin, un hombre avanzado en edad y devastado por la pérdida de la propia memoria que imposibilita en él hasta el correcto ejercicio de su profesión. La preocupación del personaje en torno a este padecimiento se acrecienta a lo largo de la obra para desatarse como el incendio en este tercer acto: Chebutíkin se embriaga luego de dos años de no tomar alcohol, confiesa en un diálogo consigo mismo que una paciente murió por su culpa, ventila sin vacilación el rumor que avergüenza a la familia protagonista y rompe el reloj de la difunta madre de los Prósorov, sin siquiera aceptar la culpa por ello:

Puede ser… Si era de su mamá, pues era de su mamá. Pero quizás no lo haya roto, en realidad, sino que parece que lo haya roto. Quizás nos parezca que existimos cuando en verdad no existimos. Yo no sé nada. Nadie sabe nada. (Desde la puerta) ¿Por qué me miran? Natasha tiene una aventura con Protopópov y ustedes no lo ven… Están ahí, sentados y no ven nada, mientras Natasha tiene una aventura con Protopópov… (Canta) ¿Qué les pareció esta frutilla? (Sale.)

(p.124)

El contexto discursivo en que Chebutikin devela el amorío de Natasha frente a los presentes tiene una particularidad: el hombre, entre la desesperanza por el estado de su memoria, la frustración y la embriaguez, se entrega a una perspectiva que relativiza la realidad de su existencia -“Quizás yo no sea un hombre, quizás solamente pretendo tener manos y pies y cabeza; puede ser que en realidad yo no exista y que solamente me parezca que ando, como y duermo. (Llora.) ¡Oh, si pudiera no existir! (p.122)- así como también la de los hechos que suceden a su alrededor. En el mismo movimiento, acusa a los presentes de juzgar la realidad con sesgos, de prestar atención a detalles ínfimos mientras ignoran cuestiones como el amorío de Natasha. Esta desesperanza que inunda al personaje funciona al mismo tiempo como una suerte de mecanismo de defensa: si nada existe, si nada es real, él queda absuelto de sus errores y se libra así de asumir responsabilidad por la muerte de un paciente o el quiebre de una reliquia familiar.

Por su parte, el quiebre del reloj adquiere en este acto una significación simbólica. En principio, que el objeto roto perteneciera a la madre de los Prósorov reúne a los cuatro hermanos en una misma circunstancia. Todos ellos recuerdan con felicidad una infancia compartida con su madre en Moscú, y hasta el momento del quiebre del reloj la mayoría de los hermanos Prósorov aún conservaban el sueño de ir a Moscú como algo factible: Olga le decía a Natasha que no sería directora del colegio, y cuando los militares hablaban de lo vacía que quedaría la ciudad cuando se fueran, Irina exclamaba que ellas también se irían. El sueño de ir Moscú funcionaba como algo que los esperaba en un futuro cercano y que por lo tanto funcionaba para hacer sentir un presente sacrificado como tan solo un período de transición hacia la vida que soñaban. Un instante después de la exclamación de Irina -“¡Nosotras también nos iremos!” (p.124)-, Chebutíkin deja caer el reloj y clama: “¡Se ha hecho añicos!” (p.124). El quiebre del reloj implica un tiempo que se interrumpe para siempre y una posibilidad de futuro que desaparece: Olga, Irina, Masha y Andréi quedarán encadenados a su situación actual, sus vidas seguirán siendo como lo son ahora, no habrá un futuro que modifique su suerte y los sueños pasarán de esperanza a frustración definitiva. Los sueños de los jóvenes Prósorov, como el reloj, se hacen añicos.

En relación con lo anterior, es interesante la reacción de Vershinin frente al suceso del reloj. El personaje se lanza a hablar sobre lo extraña que es la vida, y cuenta lo sentido horas antes:

Cuando comenzó el incendio corrí a mi casa; me acerqué, miré y vi que estaba sana y salva y fuera de peligro, pero mis dos hijitas se hallaban en la puerta, en ropas menores, su madre no estaba con ellas; alrededor la gente iba y venía precipitadamente, corrían los caballos y los perros, y en las caras de las niñas vi una expresión de súplica, de espanto, de ansiedad…, de no sé qué. Se me oprimió el corazón al ver esos rostros. Dios mío, pensé, lo que tendrán que sobrellevar aún estas criaturas en el transcurso de sus vidas. Las alcé y eché a correr, siempre pensando en lo tendrían que sufrir todavía.

(p.125)

Vershinin observa el sufrimiento de sus hijas en el presente e inmediatamente piensa en lo que les quedaría por padecer en el futuro. De cierta manera, la imagen percibida funciona en paralelo a lo que está sucediendo con los jóvenes Prósorov, y el modo en que el quiebre del reloj estableció la angustia de los hermanos como definitiva. En ambos casos, pareciera que el sufrimiento aparece como la única constante entre el presente y un futuro posible.

El quiebre del reloj marca también una escisión al interior de este tercer acto, ya que a partir de ese momento los discursos de la mayoría de los personajes aparecen gobernados por la frustración y la desilusión. Es el caso de las palabras de Túsenbach frente a una Irina que comienza a dejarse invadir por una honda tristeza: “Mirándola ahora, recuerdo cómo una vez, hace tiempo ya, en el día de su santo, usted hablaba con mucha alegría y convicción de los placeres del trabajo… ¡Qué feliz iba a ser mi vida, pensaba yo entonces! ¿Y dónde está?” (p.127). Aparece por primera vez en la obra una fuerte desesperanza encarnada en Túsenbach, hasta entonces pleno de confianza en el futuro y con fe en la propia felicidad. En su discurso se evidencia una partición que coloca a la ilusión en un período pasado y a un terrible desconcierto en el presente que no ofrece los resultados esperados. Los sentimientos que Irina expondrá más tarde frente a Olga encuentran similitudes con la desazón y el desconcierto que invadía a Túsenbach: “¿Adónde, adónde se ha ido todo? ¿Dónde está? ¡Oh, Dios mío, Dios mío! No recuerdo nada… Se me embrolla todo en la cabeza… No sé ya cómo se dice en italiano ventana o techo… Estoy olvidando todo, cada día olvido algo, y mientras tanto la vida se va y no volverá nunca; no nos iremos a Moscú… Ya veo que no nos iremos…” (p.129). La joven Irina comienza a vislumbrar a partir de esta escena que el futuro no se ofrecerá de la manera que ella esperaba. Mientras tanto, la cotidianidad se presenta ante la muchacha como un continuo desgaste vital que la aleja cada vez más de su objetivo:

¡Qué desdichada me siento! ¡No puedo trabajar, y no voy a trabajar! ¡Basta, basta! Fui telegrafista, ahora trabajo en la Municipalidad, pero detesto y desprecio todo lo que me dan a hacer… Ya tengo 23 años, hace mucho que trabajo, siento que mi cerebro se está secando; estoy más delgada, más fea, más vieja, y no tengo nada, nada, ninguna satisfacción; el tiempo pasa y siento que me estoy alejando de la maravillosa verdadera vida, cada vez más, hacia no sé qué abismo. Estoy desesperada, y por qué estoy viva, por qué no me he suicidado aún, no lo comprendo…

(p.129)

Gran parte del desolador discurso de Irina recuerda los parlamentos de Olga al inicio de la obra: la frustración por estar entregando toda la vida a un trabajo que solo produce cansancio, envejecimiento, agotamiento y ninguna satisfacción. Irina, que en el primer acto sostenía la esperanza de encontrar en el hábito del trabajo el sentido a su existencia, ahora siente que esa actividad solo la aleja de sus objetivos: el tiempo pasa y ella está cada vez más cansada y con menos fuerza para luchar por tener una vida maravillosa, lo único que se intensifica en su interior es la incomprensión, la falta de razones y certezas que justifiquen el vivir.

La escena entre Irina y Olga -y luego Masha- presenta uno de los momentos más intensos y conmovedores de la obra. Luego de que Irina profiere los parlamentos citados acerca de su frustración, su hermana mayor intenta calmarla y le ofrece una inesperada recomendación:

Querida, te lo digo como hermana, como amiga; si quieres un consejo, cásate con el barón. (Irina llora quedamente.) Tú lo respetas, ¿no es verdad?, lo estimas… Claro, es feo, pero es tan decente, tan puro… Uno no se casa por amor, sino para cumplir con un deber. Así, por lo menos, pienso yo. Habría aceptado a cualquiera que hubiera pedido mi mano siempre que fuese una persona decente. Hasta me habría casado con un viejo…

(p.129)

Cuanto más lejana aparece la posibilidad de alcanzar lo que se sueña, más se vislumbra la necesidad de ajustarse a las posibilidades que ofrece la realidad. Olga ve en su hermana menor el nacimiento de las mismas preocupaciones que ella ya adoptó hace tiempo como partes irremediable de su vida, ligadas al agotamiento por el trabajo. La diferencia que Olga vislumbra entre ella y su hermana es que Irina aún posee la juventud y la belleza suficientes para casarse y, así, modificar en algo su situación: quizás Irina no logre ir a Moscú, pero sí pueda aminorar el desgaste que produce en ella el trabajar sacrificadamente para poder subsistir económicamente. El parlamento de Olga ofrece una faceta antes no explicitada del todo por el personaje: además del sueño cada vez más inalcanzable de ir a Moscú, otra frustración hace mella en su interior, ligada a la aparente imposibilidad de que el casamiento la salve de una vida destinada agotarse en el trabajo. Por su parte, Irina no desprecia el consejo de su hermana. En cambio acepta con resignación que su anhelo de enamorarse en Moscú pertenece ya más al plano de la ilusión que al de la realidad, y que lo más conveniente es aceptar la propuesta matrimonial de Túsenbach. El matrimonio, como se evidenciaba en otros momentos anteriores de la pieza, nada parece tener que ver con el amor.

La afirmación anterior se refuerza en la confesión que Masha ofrece a sus hermanas en esta misma escena, así como el posterior discurso de Andréi en relación con Natasha. Ambos casos evidencian al amor como un plano separado de la vida matrimonial. Masha confiesa ante Olga e Irina lo que los espectadores de la pieza ya podíamos presenciar con claridad, y es el amor desesperado que esta siente por Vershinin. La desesperación de la muchacha radica en las circunstancias que imposibilitan para siempre la existencia plena de esa relación amorosa: tanto ella como Vershinin ya están casados con otras personas, compromiso que en el contexto histórico que representa la obra era irreversible. Olga no puede oír el discurso de su hermana, por lo que se esconde detrás de un biombo, procurando así no ver ni oír lo que se dice: la acción simboliza su voluntad de negar la realidad de los sentimientos que azotan a Masha, por considerarlos pecaminosos. Es posible que Olga, por las palabras que profirió sobre el matrimonio anteriormente, sea incapaz de entender que Masha se permita confesar sus pensamientos infieles: la mayor de las hermanas anhelaba tanto casarse que se hubiera esforzado por amar a su marido, fuera quien fuera.

En línea con lo anterior, Masha se distingue entre los demás por tener pocos pruritos cuando se trata de decir la verdad. Así como no encuentra demasiados inconvenientes para confesar que no ama a su marido sino a otro hombre también casado, nada la detiene tampoco cuando se trata de decir en voz alta lo que verdaderamente sucede en la casa de los Prósorov: Andréi hipotecó la propiedad familiar, y el dinero, según denuncia Masha, se lo quedó Natasha. La cuñada de las hermanas que dan título a la obra reafirma así un lugar de antagonismo en la obra: se la señala como responsable de muchos de los pesares de los Prósorov, entre ellos el modo en que se maneja la casa familiar y la depresión de Andréi, y ahora, además, se adjudica a ella haberse quedado con un dinero con el cual las hermanas contaban para cumplir su sueño de ir a Moscú. Este es el subtexto de la metafórica observación que hace Masha al ver pasar a su cuñada portando una vela: “Natasha anda por ahí como si ella hubiera provocado el incendio” (p.130). La sentencia de Masha deja traslucir su irritación: Natasha se muestra tranquila, desinteresada, como si no le incumbieran los conflictos familiares que tienen lugar en la casa en que ella misma vive. O peor: como si ella no fuera la responsable de muchos de esos problemas. El símil utilizado por Masha establece un paralelismo entre el incendio literal que se desata en la ciudad y el rompimiento de las esperanzas de los hermanos Prósorov, dos situaciones que tienen lugar en el tercer acto. Con su expresión, Masha señala indirectamente que Natasha, con sus comportamientos y pequeñas actitudes (sus velas encendidas, aparentemente insignificantes), es quien arrasó con muchos de los sueños de sus hermanos, de la misma manera que el fuego destruyó a varias familias de la zona.

Y así como Masha no duda en decir en voz alta lo que cree que sucede, Andréi es uno de los personajes más reservados y con mayor dificultad para confesar sus emociones. Se observaba ya en el acto anterior que el joven solo confiaba su frustración a un anciano que, por sordo, ni siquiera podía oírlo: temía hablar con sus hermanas y sentía que tampoco podía hacerlo con su mujer. Una de las últimas escenas de este acto se centra justamente en la toma de valor por parte de Andréi y su decisión de entablar una franca conversación con sus hermanas. Sin embargo, al muchacho le es muy difícil sincerarse y profiere palabras sobre su mujer que resultan completamente disonantes en relación con la información que tanto las hermanas como el espectador de la pieza tiene sobre Natasha:

En primer lugar ustedes tienen algo contra Natasha, mi mujer, y esto lo he notado desde el día en que me casé. Natasha es una persona excelente, honesta, recta y decente, esta es mi opinión. Yo quiero y respeto a mi mujer, ¿me comprenden?, la respeto, y exijo que los demás la respeten también. Vuelvo a repetir, es una persona honorable y decente, y todos esos disgustos de ustedes, perdónenme, pero no son más que caprichos.

(p.132)

Si se tiene en cuenta entonces el contexto en que se enmarca, el parlamento de Andréi constituye una ironía dramática. El joven no cesa en repetir que su mujer es honorable, honesta, recta, mientras los demás personajes saben que esos atributos difícilmente se le puedan atribuir a Natasha: la joven mantiene, desde el inicio del matrimonio, un amorío con el jefe de su marido. De todos modos, el muchacho no logra sostener durante mucho tiempo su discurso. En el que quizás constituya el momento más conmovedor del personaje, Andréi acaba quebrándose, renunciando a ese discurso que sabe falaz, y reconociendo que el presente no le trae más que desilusión: “Cuando me casé, pensé que seríamos felices…, que todos seríamos felices… Pero… ¡Dios mío!... (Llora)” (p.132). En el joven se acaba por manifestar una constante temática que atraviesa la obra, la disociación o relación excluyente entre amor y matrimonio, coincidente con la escisión entre matrimonio y felicidad. El muchacho confiesa que todas las esperanzas que había en él al casarse se extinguieron, que lo que era un futuro prometedor no ofrece más que desconcierto: su matrimonio es infeliz, está en la quiebra económica, sufre la humillación cotidiana de trabajar para el amante de su esposa y difícilmente cumplirá su sueño de ser profesor en Moscú. Con el discurso desolado de Andréi se completa el cuadro de desesperanza que cae sobre los cuatro hermanos.

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