El rostro de Medea
El rostro de Medea y su aspecto físico en general son señalados por varios personajes en el transcurso de la tragedia, y sirven para indicar el estado de ánimo de la protagonista. Su aspecto exterior refleja su estado interior. En primer lugar, la Nodriza narra que llora sin parar, que se ve extenuada, agotada, como enferma, y que no come. Menciona que su cuello es "blanquísimo", que su cabeza está siempre gacha y que su mirada es como "una afilada cuchilla". Por su parte, Egeo, rey de Atenas y amigo de Medea, la reconoce en un estado similar y le pregunta: "¿Por qué está demacrado el color de tu piel y baja tu mirada?" (697-698, p.68). Finalmente, tanto el Coro como Jasón hacen referencias a la blancura de sus mejillas, bañadas por las lágrimas.
Los obsequios envenenados de Medea
Medea, con astucia, sabe que Glauce caerá en la trampa de los obsequios envenenados porque se trata de objetos muy valiosos. El peplo es un vestido muy elegante, delicado y colorido, con cintas doradas; la diadema es una corona dorada de un brillo singular. El oro aparece en palabras de Medea como una tentación, una carnada. Esto se debe a que la joven princesa es vana y superficial, y no podrá resistirse ante estos regalos. De hecho, los coloca sobre su cabeza y su cuerpo de inmediato, y así muere. En la narración que pronuncia el Mensajero para describir la muerte de Glauce destacan las imágenes visuales que remiten al brillo dorado de estos objetos colocados sobre el cuerpo y la cabellera rubia de la princesa: "se vistió con el peplo tramado en muchos colores" (1158-1159, p.84); "La dorada diadema que reposaba alrededor de su cabeza" (1185-1186, p.85), "el oro fijaba fuertemente sus eslabones" (1193-1194, p.85).
La muerte de Glauce
La escena de la muerte de Glauce constituye el clímax narrativo de la obra y también condensa su mayor intensidad descriptiva. Es una muerte realmente impresionante, que combina el horror del sufrimiento de la novia con la belleza y la potencia de las imágenes literarias que la describen. El Mensajero se figura como un talentoso narrador en esta construcción poética, llena de imágenes visuales (el dorado de los obsequios envenenados, la piel pálida de la princesa, el rojo de la sangre que mana de su cabeza); imágenes auditivas (los alaridos y lamentos de los sirvientes del palacio) y táctiles (el calor abrasivo del fuego, la textura del cuerpo dañado de la princesa):
Pero lo que ocurrió después fue un espectáculo terrible de ver: tras cambiar el color de la piel, tropezando hacia un costado, con los miembros temblorosos, vuelve hacia atrás y se las arregla a duras penas para caer en el trono antes que en el suelo. Y una anciana servidora, pensando -supongo yo- que ese estado de alteración le había venido de un furor pánico o de alguna otra de las divinidades, comenzó a dar gritos arrebatados antes de advertir que una espuma blanca le corría hacia abajo por su boca, y que las pupilas daban vueltas fuera de sus ojos, y que su sangre no estaba en su piel. Al alarido de invocación siguió después un gran lamento. E inmediatamente una servidora se apresura hacia el palacio de su padre, otra hacia el reciente esposo para anunciarles los desventurados acontecimientos de la novia; y todo el palacio resuena con corridas contenidas.
Pero un corredor veloz ya habría alcanzado la primera parte de una carrera en un estadio y llegado a la meta, cuando ella, después de quedar sin palabras y con los ojos profundamente cerrados, volvió en sí, desdichada, y exhaló un terrible quejido. Pues una doble calamidad se le venía encima. La dorada diadema que reposaba alrededor de su cabeza arrojaba un prodigioso flujo de fuego voraz, y el sutil peplo, regalo de tus hijos, consumía la blanca carne de la infeliz. Entonces, después de levantarse del trono, entre llamas, trata de huir moviendo violentamente su cabellera y su cabeza en tiempo y en dirección diferentes, con la intención de quitarse la diadema. Pero el oro fijaba fuertemente sus eslabones y, cuando ella más agitaba su cabellera, el fuego redoblaba su brillo mucho más. Finalmente cae al suelo, vencida por sus males, irreconocible a simple vista, escepto para su padre. Porque ni era clara la condición habitual de sus ojos ni la de su bien proporcionada fisonomía, y desde la punta de la cabeza la sangre goteaba mezclada con fuego, y sus carnes sedespegaban de sus huesos como resina de pino, a causa de los ocultos colmillos de tus venenos. ¡Espantoso panorama! Y todos temíamos tocar el cadáver, pues su infortunio nos servía de consejero (1167-1230, pp.84-85).
La dulzura de los hijos
Si bien no abundan las descripciones de los hijos de Medea y Jasón, y de hecho ni siquiera se mencionan sus nombres, tanto su padre como su madre mencionan la dulzura de los niños en varias oportunidades. Se refieren a la piel y a la voz de los niños como dulces. Cuando los niños ya han muerto, en su lamento final, suplicante, Jasón le ruega a Medea: "Por los dioses, déjame tocar la dulce piel de mis hijos" (1403-1403, p.92). Por su parte, Medea los describe como "pequeños" y se conmueve al ver "radiante el rostro" (1043, p.80) de los niños.