Descripción del escritorio del Coronel (imagen visual)
“Los pupitres de trabajo del Coronel, que también era ingeniero, lo cual engendraba en la tropa —cuando absorta lo veía llenar las pizarras de las prácticas de artillería de costa— la misma devoción que pudiera haber mostrado ante un sacerdote copto o un rey cazador asirio. Sobre el pupitre, cogidos con alcayatas ya oxidadas, papeles donde se diseñaban desembarcos en países no situados en el tiempo ni en el espacio, como un desfile de banda militar china situado entre la eternidad y la nada. También, formando torres, las cajas con los sombreros de estación de Rialta, que así se llamaba la esposa del Coronel, de la que entresacaba los que más eran de su capricho […]”.
En esta cita podemos apreciar la prosa de Lezama, rica en comparación y múltiples adjetivos. Se describen los “pupitres” del Coronel José Eugenio Cemí, es decir, su escritorio. Allí ha ido Baldovina para buscar algo que le pueda servir de ayuda en su cuidado de José Cemí, el niño protagonista, enfermo de asma.
Constituyendo uno de los primeros acercamientos que tenemos como lectores a las figuras de sus padres, nos encontramos con los mapas del Coronel y los sombreros de Rialta. Esta descripción nos da una idea aproximada de las ocupaciones y maneras de ser de ambos, revelándose de alguna manera su posición social y jerarquía. Por un lado, se dice que el Coronel es altamente respetado por su tropa. Por el otro, se dice de Rialta que tiene tal comodidad material que puede elegir el sombrero que quiera para cada ocasión.
La niña Rialta Olaya jugando en el árbol de nueces (imagen auditiva y visual)
“La tendida luz de julio iba cubriendo con reidores saltitos los contornos del árbol de las nueces, que terminaba uno de los cuadrados de Jacksonville en los iniciales crepúsculos del estío de 1894. Rialta, casi sonambúlica en el inasible penetrar vegetativo de sus diez años, se iba extendiendo por los ramajes más crujientes, para alcanzar la venerable cápsula llena de ruidos cóncavos que se tocaban la frente blandamente. Su cuerpo todo convertido en sentido por la tensión del estiramiento, no oía el adelgazamiento y ruido del rendimiento de la fibra, pero sus oídos habían quedado colgados del rejuego y sonido de la baya corriendo invisible dentro de la vaina”.
Al inicio del capítulo III nos encontramos con Rialta Olaya de pequeña. Es la madre de José Cemí, y en este punto la novela se ha retrotraído en el tiempo a fin de contarnos un poco acerca de la infancia de esta mujer.
Esta escena describe un momento previo al verano en que Rialta, con 10 años, estuvo jugando cerca del árbol de nueces de su casa. Luego ella se trepa a este árbol, con el fin de alcanzar sus frutos, mientras se oyen los sonidos particulares que emiten sus ramas bajo los movimientos de la niña.
Intento fallido de pronunciación de la ‘r’ por parte del tío de José Eugenio (imagen auditiva)
“Se habían quedado solos después de la sobremesa, José Eugenio y su tío Luis Ruda. Después de los alardes de conocimiento cantabile del tío Luis, el infante sintió acrecida su voluntad de humillarlo, de llevarlo otra vez a los límites bien visibles de su rusticatio: —Si pronuncias bien la palabra reloj —y subrayó el detonante ruido gutural—, te regalo el que yo estoy usando, pues pienso comprarme otro. Te lo regalo para que después de la ópera, no te demores tanto en llegar a casa y despiertes a los que estamos disfrutando de este diciembre de maravillas—. Enseñó sus dientes el tío Luis, como un equino en una feria de la región central, y comenzó sus esfuerzos miguelangelescos por alcanzar el sonido gutural, después de la trampa en que caía su aliento al ir más allá de la vocal cerrada inexorablemente en agudo. Resoplaba como el fuelle de mano de un alquimista de la escuela de Nicolás Flamel; lanzaba como un Eolo toscas bocanadas o aflautaba sus emisiones, pero el chasquido gutural en los últimos oscuros de la bóveda palatina no surgía, como un pedernal sudado en el bolsillo de la marinera”.
En el capítulo IV nos encontramos con el padre del protagonista, José Eugenio Cemí, cuando tenía 12 años. Luego de un almuerzo en que su tío se encuentra de visita, José Eugenio le propone un reto. Le pide que intente pronunciar la palabra “reloj”, sabiendo que a su tío le cuesta justamente pronunciar el sonido de la ‘r’. Le ofrece, a cambio de la buena pronunciación, regalarle el reloj que lleva puesto. La descripción del narrador abunda en detalles y comparaciones sonoras acerca de cómo el tío intenta cumplir con el reto, y de cómo no consigue hacerlo.
Descripción de la escalera interna de la universidad (imagen visual)
“La escalera de piedra es el rostro de Upsalón, es también su cola y su tronco. Teniendo entrada por el hospital, que evita la fatiga de la ascensión, todos los estudiantes prefieren esa prueba de reencuentros, saludos y recuerdos. Tiene algo de mercado árabe, de plaza tolosana, de feria de Bagdad; [...]. Se conoce a un amigo, se hace el amor, adquiere su perfil el hastío, la vaciedad”.
En esta curiosa descripción asistimos a los múltiples usos que posee esta escalera de la universidad. Es lugar de encuentros, así como lugar donde aburrirse. A su vez, se la compara con lugares como Tolosa o de Bagdad, queriendo referir de este modo al intenso movimiento que se produce en este sitio de paso.
Viaje en ómnibus al anochecer (imagen visual)
“Al finalizar el crepúsculo —oficinistas más lentos y especializados, regresos de citas, invitaciones a comer—, los ómnibus abren sus puertas, no a los tumultuosos vecinos de los pasajeros matinales, sino a un tipo de viajero con un cansancio más noble. El pasajero del ómnibus, en el crepúsculo, todavía se mantiene más jerarquizado, como si en una forma inconsciente despreciase a los tripulantes oficiosos de otras horas, que aquél estima innobles. No sólo precisa con detenimiento el rostro de los otros pasajeros, sino pesca más finas curiosidades de las vitrinas iluminadas”.
En el inicio del capítulo XIII asistimos a la descripción de cómo luce el viaje en ómnibus al anochecer de cada día. El narrador afirma que a esta hora se puede ver el regreso de los oficinistas a sus hogares. Estos viajeros parecen ser diferentes en alguna medida de aquellos que viajan en otros horarios, como si tuvieran una jerarquía superior, capaces de observar con detenimiento tanto a otros pasajeros como a las vitrinas que se ven desde las ventanillas.