El amor romántico
Romeo y Julieta trata de un romance que se ha convertido, a lo largo de los años, en el ejemplo más emblemático de lo que se conoce como “amor romántico”.
El amor romántico nace de un impulso generado por los fuertes deseos de conectarse con otra persona de manera íntima, por lo que las características de un amor de este tipo se debaten entre un deseo emocional-afectivo y el deseo sexual, preponderando siempre el primero por sobre el segundo. Sin embargo, y aunque el amor entre nuestros protagonistas implica un inmediato compromiso de fidelidad eterna, también se muestra pasional y explosivo. Esto le otorga a la lujuria y la infatuación un rol importante en el nacimiento y el desarrollo de la historia amorosa. Esta trascendencia del aspecto sexual, además, se ve reflejado en los numerosos juegos de palabras con connotaciones sexuales que invaden la obra.
Por otro lado, el amor romántico se caracteriza también por ser eterno (para toda la vida e incluso más allá de la muerte), incondicional y exclusivo, y por implicar un alto grado de renuncia. Así, todo, incluso la propia vida, pasa a un segundo plano frente a la importancia de dicho amor. Este aspecto se ve claramente a lo largo de la obra de Shakespeare.
Finalmente, el amor entre Romeo y Julieta es también trágico: desde el momento en que se conocen, Romeo y Julieta saben que su mutuo amor tiene, en la rivalidad de sus dos familias, un gran obstáculo. Esta rivalidad, junto a otros elementos fortuitos y externos, pondrá a prueba un amor que no sufrirá, a pesar de todo, ninguna modificación. Y ese carácter incondicional, leal e inclaudicable de su amor será el que lleve a los protagonistas al trágico final.
La armonía del universo
La armonía necesaria del universo es parte esencial de la cosmovisión isabelina. La concepción isabelina del universo implicaba un orden cósmico establecido, jerárquicamente organizado y pretendidamente armónico. Pensadas como una suerte de pirámide, cada cosa en el mundo tenía su lugar más cercano a la cima o la base: en la cima se encontraba Dios, como el gran creador, y en el último peldaño, las cosas inanimadas. En el centro, en una posición privilegiada pero también peligrosa, estaban las personas. Mientras se respetara la jerarquía intrínseca de las cosas, el orden del universo estaba asegurado, pero un desorden en una parte de la pirámide podía poner en peligro todo el resto.
Esta concepción del mundo puede apreciarse en un monólogo de Fray Lorenzo, personaje asociado a la sabiduría en toda la obra:
La tierra, que es la madre de la naturaleza, es la tumba que encierra;
El útero que da la vida es también la sepultura donde se entierra;
Y del útero nacidos y criados de sus pechos naturales
Encontramos niños diversos y desiguales,
Muchos ricos en virtudes excelentes,
Ninguno sin ninguna, pero todos diferentes.
¡Ay! Grandes son los dones poderosos existentes
En plantas, hierbas, piedras, y en las cualidades de los entes:
Pues no hay nada en la tierra, por vil que sea,
Que en la tierra algún bien especial no posea,
Ni nada tan bueno que, pervertido por el uso,
No se rebele contra su verdadero origen, cayendo en el abuso.
La virtud misma se convierte en vicio cuando hay mala aplicación,
Y el vicio en ocasiones se dignifica por la acción.
(Acto II, Escena III, pp.50-51)
Más allá de esta referencia explícita, la concepción de un universo armónico es un marco necesario para comprender la tragedia de Romeo y Julieta: la disputa histórica entre dos poderosas familias de la nobleza lleva al desorden en las calles, al reproducir peleas que involucran a personas que no forman parte de dichas familias. El Príncipe, que describe esta problemática al inicio de la obra, reconoce también al final que las muertes de Romeo y de Julieta implican un castigo para sus padres y para él mismo, y devuelven al universo el orden perdido a causa de la rivalidad de sus respectivas familias.
El destino
Podemos caracterizar a Romeo y Julieta como una tragedia de destino porque la sucesión de hechos parece responder a una fuerza externa e independiente de la voluntad de los personajes, que son, si se quiere, víctimas de esas circunstancias. Esto se hace evidente numerosas veces a lo largo de la obra: pequeños hechos fortuitos tienen efectos catastróficos para los protagonistas, como cuando Capuleto decide adelantar un día la boda entre su hija y Paris, o cuando el mensajero enviado por Fray Lorenzo a Mantua no llega a entregar el mensaje a Romeo porque es detenido por oficiales sanitarios.
La fuerza del destino es también tematizada en los diálogos de los personajes, como cuando Romeo se lamenta, tras asesinar a Teobaldo: “¡Ay, soy el juguete de la fortuna!” (Acto III, Escena I, p.74).
Otra marca de la ineludibilidad del destino consiste en los constantes presagios que los protagonistas manifiestan a modo de intuiciones, como cuando Julieta se despide de Romeo tras su noche de bodas y exclama: “¡Ay, Dios, negros presagios oprimen mi espíritu!” (Acto III, Escena V, p.93). Estas predicciones suponen un destino ya escrito y, por tanto, ineludible.
La identidad
La identidad es un tema que se instala en la obra desde la primera aparición de Romeo, quien, melancólico y dolido por un amor no correspondido, se manifiesta inseguro sobre su propia identidad y su razón de ser en el mundo. El tema es luego explícitamente introducido por Julieta en su monólogo de la Escena II del Acto II:
¡Ay, Romeo, Romeo! ¿Dónde estás, Romeo?
Reniega de tu padre y rehúsa su apellido,
O si no lo haces, júrame entonces que me amas,
Y no seré más una Capuleto.
(Acto II, Escena II, p.43)
Y luego, inmediatamente: “¿Qué es un Montesco? No es una mano ni un pie, / Ni un brazo ni una cara, ni ninguna otra parte / Que pertenezca a un hombre” (Acto, II, Escena II, p.43).
Por su parte, cuando se entera de la noticia de su destierro, Romeo saca su daga y amenaza con matarse, con el objetivo de destruir la parte de su cuerpo en la que habita su nombre: “¿En qué ruin parte de esta anatomía reside mi nombre? / Dímelo, ¡para que pueda destruir la aborrecible mansión donde habita!” (Acto III, Escena III).
Es importante comprender el contexto filosófico en el que se plantea este tema en la obra: a la creencia en una identidad entre el nombre y la cosa, sostenida con fundamentos cristianos y neoplatónicos, se le oponía en la época cierto escepticismo, del que Shakespeare da cuenta en el discurso de los amantes. En todo caso, más allá de introducir este dilema filosófico, estos fragmentos muestran a los protagonistas tratando de construir identidades, en el orden de lo privado, que rechazan aquellas que les fueron impuestas socialmente, a través de su linaje, ya que en el plano social su amor es imposible. Los protagonistas fracasarán en este cometido, pues no podrán zafarse del desorden social que contextualiza su amor, lo que nos lleva nuevamente al tema de la armonía del universo.
Los mandatos sociales
Asociada al tema de la identidad, la problemática de los mandatos sociales como fuerza contraria a los deseos individuales de los sujetos también es central en la obra de Shakespeare. Los protagonistas de la tragedia heredan un apellido y, con él, la obligación de sostener y reproducir una rivalidad que en nada los interpela a ellos mismos. En este sentido, los mandatos sociales, o el deber ser, son encarnados por los padres y por el Príncipe.
Esto también puede observarse en las acciones específicas de Capuleto: aunque en principio se muestra interesado en conocer el deseo de su hija respecto a su potencial casamiento con Paris, finalmente le impone esta unión bajo la amenaza de desconocerla y desheredarla si ella no actúa según los deseos de él. En conclusión, el tema de los mandatos sociales se ve estrechamente ligado al de la relación entre padres e hijos en general, y al de la ruptura generacional en particular.
La muerte
La omnipresencia de la muerte está clara en la obra. A lo largo de las escenas, esta cumple diferentes funciones: aparece asociada alternativamente con la cobardía o con la lealtad eterna cuando se presenta como suicidio, y acompaña el desorden que trae la rivalidad entre los Capuleto y los Montesco, constituyendo repetidas veces una funesta consecuencia del mismo.
La muerte aparece también personificada en numerosos fragmentos y se repite, sobre todo hacia el final de la obra, el motivo de la Muerte como amante de Julieta. Capuleto, por ejemplo, le dice a Paris tras encontrar aparentemente muerta a su hija: “¡Ay, hijo, la víspera de tu día de bodas / El espectro de la Muerte se ha acostado con tu esposa!” (Acto IV, Escena V, p.115).
El suicidio
El tema del suicidio se presenta rápidamente en la obra y se torna una idea obsesiva en ambos protagonistas, como una forma honorable y desesperada de escapar de los mandatos sociales que contradicen sus deseos primero, y su efectivo matrimonio después.
La idea del suicidio aparece ya de forma recurrente a partir del Tercer Acto. Cuando se entera de que ha sido condenado al exilio por el asesinato de Teobaldo, Romeo toma su daga y amenaza con suicidarse. Fray Lorenzo lo detiene y lo sermonea:
¿Por qué insultar haber nacido? ¿Y al cielo y a la tierra?
Pues el nacimiento, el cielo y la tierra, los tres se unen
Al mismo tiempo en ti, y todo lo perderías en el acto.
¡Vergüenza, vergüenza! Deshonras tu forma, tu amor, tu inteligencia.
(Acto III, Escena III, p.87)
El suicidio es analizado aquí desde una perspectiva religiosa, según la cual se trata de un pecado que atenta contra ese orden armónico del universo en el que creía la cosmovisión isabelina.
Al final del mismo acto, Julieta anuncia que hará lo imposible por salvar su amor y amenaza: “Si lo demás fallara, me queda el poder de terminar mi vida” (Acto III, Escena IV, p.101). Aquí aparece nuevamente el suicidio como una forma desesperada de defender el honor y la fidelidad. El supuesto, en esta lectura del suicidio, es esa concepción del amor romántico analizada anteriormente, que implica un amor eterno más grande que la propia vida.