“Pensaba que llevar puesto algo de ese color [dorado] podía traerme suerte. Tal vez salvarme de un encuentro con la Banda de Matacabros, que rondaba por las zonas centrales de la ciudad. Muchos terminaban muertos después de los ataques de esos malhechores, pero creo que si después de un enfrentamiento alguno salía con vida era peor. En los hospitales siempre los trataban con desprecio y muchas veces no querían recibirlos por temor a que estuvieran enfermos”.
Esta cita refleja el odio social hacia travestis, trans y homosexuales. El prejuicio y la animadversión hacia estas minorías se desencadena en actos explícitos de violencia.
No solo existen bandas organizadas que salen a maltratar y asesinar a quienes simplemente son diferentes o poseen otros gustos y costumbres sexuales, sino que las propias instituciones destinadas a la preservación de la salud los descuidan y maltratan a su vez.
“No podíamos viajar vestidos de mujer, pues en más de una ocasión habíamos pasado por peligrosas situaciones. Por eso guardábamos en los maletines los vestidos y el maquillaje que íbamos a necesitar en cuanto llegáramos a nuestro destino. Antes de esperar en alguna avenida transitada, ya travestidos nuevamente, ocultábamos los maletines en unos agujeros que había en la base de la estatua de uno de los héroes de la patria”.
Con un sentido similar a la cita anterior, estas palabras reflejan el peligro al que se exponen los travestis cada vez que salen a la calle. Por eso deben ocultar cómo son verdaderamente y lo que hacen durante las noches.
Resulta muy interesante que el sector en el que guardan sus ropas es una estatua de un héroe patrio, símbolo de tradición social. En cierto nivel de interpretación, este parece un gesto de provocación velado hacia las costumbres y creencias de la sociedad.
“Para ese entonces, el cuerpo del muchacho sólo era uno más al que se tenía la obligación de eliminar. Curiosamente, con el muchacho perecieron tres peces al mismo tiempo”.
El muchacho al que se refiere esta cita es uno de los enfermos terminales que va a morir al ex salón de belleza. Muere de tuberculosis, pero, antes de ello, el narrador/cuidador tiene un acercamiento íntimo e inclusive llega a encariñarse.
Dado que el narrador asocia la vida a los peces que cuida en sus acuarios, cuando el muchacho fallece, también mueren los peces que había colocado en su mesita de noche. Es decir, existe un vínculo entre la vida de los peces y la vida de la persona por la cual se interesó el narrador, como si en ellos estuviera cifrado el profundo interés que desarrolló por el muchacho.
“La conclusión fue simple. El mal no tenía cura. Todos aquellos esfuerzos no eran sino vanos intentos por estar en paz con nuestra conciencia. No sé dónde nos han enseñado que socorrer al desvalido equivale a apartarlo de las garras de la muerte a cualquier precio. A partir de esa experiencia tomé la decisión de que si no había otro remedio, lo mejor era una muerte rápida en las condiciones más adecuadas que era posible brindársele al enfermo. No me conmovía la muerte en tanto tal. Buscaba evitar que esas personas perecieran como perros en medio de la calle o abandonados por los hospitales del Estado”.
Con una visión particular acerca de la vida y la muerte, el narrador deja muy en claro que el espacio del Moridero tiene como fin exclusivo el cuidar a los que van a morir. No se trata de salvarlos de algo inevitable, puesto que podrían albergar de este modo una falsa esperanza de vida, cuando el mal que poseen no les dejará vivir. No permite el uso de paliativos como medicinas o cuidados de otro estilo que solo podrían alargar la angustia de la persona enferma.
De este modo, podemos ver una suerte de aceptación de la muerte, pero también una crítica hacia la concepción occidental de la vida y la muerte en general. Además, resalta de manera directa que el Estado no se hace cargo de ellos como debiera. Es por esto, por este hueco o ausencia, que él decide tomar esta responsabilidad.
“En ese entonces ya estaba dedicado por completo al Moridero, pero me reservaba uno que otro día para salir a divertirme. A veces una visita a los Baños y otras hasta las calles vestido con las ropas que me habían dejado mis compañeros fallecidos. Pero, repito, no era una actividad sostenida. Lo hacía muy de cuando en cuando. Al descubrir las heridas en mi mejilla las cosas acabaron de golpe”.
En este fragmento asistimos al momento en que el narrador cae él también enfermo de la "peste". Lo más interesante de sus palabras es que en ningún momento es irresponsable. Una vez que se entera de que está contagiado, deja de tener encuentros sexuales con otros hombres. Era en los Baños de una suerte de spa japonés en donde se sabía que, yendo al subsuelo, desnudo y envuelto en toallas, todo tipo de encuentros podían ocurrir entre hombres. El narrador no sabe con seguridad dónde fue que contrajo el "mal", si con el muchacho de tuberculosis -con quien dice haber tomado las precauciones necesarias- o con otra persona en un momento anterior.
“Sin embargo, debo ser fiel a las razones que tuvo este Moridero para existir. No a la manera de las Hermanas de la Caridad, que cuando se enteraron de nuestra existencia quisieron asistirnos con trabajo y oraciones piadosas. Aquí nadie está cumpliendo ningún sacerdocio. La labor obedece a un sentido más humano, más práctico y real”.
Aquí, reforzando la idea de que el Moridero es un espacio exclusivo para morir, el narrador además hace hincapié en que no permite ningún tipo de símbolo o presencia religiosa en su espacio.
Drásticamente, se diferencia de una labor eclesiástica, y se aboca a realizar acciones concretas que les permitan a los enfermos una transición lo más rápida posible, sin prolongar su sufrimiento ni dándoles falsas esperanzas.
“Estas son ideas sueltas que tal vez nunca ponga en práctica. Es demasiado difícil saber cuál será el rumbo que tome mi enfermedad. También se vuelve complicado el cálculo del tiempo. Lo más lógico es pensar que necesite de alguien a mi lado para que me asista en los momentos finales. Sería inútil desmantelar este lugar que tiene todo destinado para la agonía. Incluso la decoración, con la pecera de agua verde, es la más adecuada para convertirse en la última imagen de cualquier moribundo. Nada podré hacer para librarme de las Hermanas de la Caridad”.
Debido a su intensa dedicación al salón de belleza, primero, y al Moridero después, el narrador se queda totalmente solo. Sus compañeros de salón ya han fallecido de la peste, y ahora se da cuenta de que no dedicó tiempo a entablar vínculos con otras personas.
Sabe que precisará a alguien que lo cuide antes de morir, tal como él hace con los demás. Pero tiene miedo de que sean las Hermanas de la Caridad las que se ocupen de él, y sabe que no tendrá las fuerzas necesarias para librarse de ellas, puesto que la enfermedad avanza de modo implacable.
Además, tiene ideas vagas acerca de lo que quisiera hacer con el espacio antes de morir. Se le ocurre incendiarlo, o bien inundarlo, o bien vender todo lo del Moridero y volver a montar el salón de belleza, para que lo encuentren a él, muerto, como si nada hubiera pasado allí. Pero descarta estas ideas, por poco prácticas o porque ya no tendrá la voluntad física para poder realizarlas. Por lo tanto, luego de una vida de lucha y perseverancia, se resigna a lo que resulta inevitable: morir aislado, sin cura y con todos los prejuicios de la sociedad en su contra.