Salón de Belleza es tratado por la crítica popular como un texto alusivo al SIDA en la comunidad homosexual de los años 80 y 90. Sin embargo, esta mirada puede resultar reduccionista, ya que el texto de alguna manera va mucho más allá de la referencia histórica o la denuncia puntual. A pesar de las reminiscencias que podamos encontrar en función de esta lectura (que se trate de varones jóvenes con mucha actividad romántica, que la sintomatología coincida con características asociadas al SIDA) Salón de Belleza habla, más bien, de la enfermedad en términos generales y de qué hace la sociedad con los cuerpos enfermos.
El narrador se toma con mucha naturalidad el hecho de cuidar a los enfermos terminales que llegan a su improvisado Moridero. Decimos improvisado porque él mismo dice haber convertido, paulatinamente, su salón de belleza para mujeres del barrio en un hospedaje de enfermos moribundos. Sin embargo, el lugar poco a poco se acondiciona como un lugar inclusive deseable para morir. Los enfermos son cuidados como no lo son fuera del Moridero. Allá afuera, los parientes y allegados se alejan del apestado, o simplemente intentan acercarse con dinero. El cuerpo enfermo no solo necesita dinero: necesita ayuda para asearse, asistencia para ir al baño, sentirse protegido, acompañado.
El dueño del salón y narrador del relato sabe esto, y por eso mismo hace su tarea con dedicación. Sin embargo, no lo asume. En su discurso constantemente parece sentir fastidio de sus tareas de cuidado de los moribundos: habla de las carpas y otros peces que cuida, alimenta, y describe con minuciosidad. Los relatos del comportamiento de los peces se ven interrumpidos por datos sobre la cotidianidad de los enfermos. El narrador parece irritarse cada vez que tiene que pausar su conexión con los peces para tratar alguna dolencia o necesidad. Sin embargo, su tarea es noble. Sin jactarse de ello, acompaña en sus últimos días a varones desplazados de la sociedad, no solo por su padecimiento físico, sino porque este padecimiento es fruto de conductas que la sociedad considera inapropiadas. Aquí radica la grandeza del narrador, en su falta de prejuicio.
Estructuralmente, la novela alterna pasajes extensos sobre el comportamiento de los peces con datos fragmentarios de, por un lado, la vida cotidiana del narrador cuidando de los enfermos, y, por el otro, la historia personal del narrador, su llegada a la ciudad, la apertura del salón. De esta manera, las peceras, que antes ornamentaban el salón en el que las mujeres iban a peinarse, acompañan ahora a los moribundos y funcionan como una forma de espejo del cuidado de todos ellos: las carpas y otros peces son alimentados, sus peceras aseadas, se controla el oxígeno del agua en la que nadan.
Finalmente, el mismo narrador enferma también. Su cuerpo empieza a mostrar signos de la afección que sufren el resto de los internados en el salón. En principio, es asaltado por pensamientos con respecto a qué pasará con los enfermos, con los peces. Sin embargo, su inercia y necesidad de soledad y silencio ante la inminente muerte nos dan la pauta de que, al final de todo, lo importante es la comprensión de la inevitabilidad del fin. Nada hay para hacer. A pesar de la necesidad de planificar todo casi obsesivamente del narrador, sabe que en este caso no es posible que todo esté perfectamente en orden y armonía.