Las telas y los diseños de la indumentaria de los personajes
Carrie, al igual que su madre, sabe coser. Se trata de un oficio que muchas mujeres practicaron hasta los años 70, década en la que el mercado femenino explotó definitivamente. Con la salida plena al mercado laboral, las mujeres tuvieron cada vez menos tiempo de dedicarse a la costura.
En la novela, no solo Carrie cose; Sue Snell también lo hace. A través de las descripciones minuciosas de los géneros y los diseños, muchas veces accedemos a imágenes potentes que exceden la materialidad de la tela. Por ejemplo, describe el narrador el vestido que Carrie confecciona para la fiesta: “Era un vestido de falda amplia, pero ajustado en la cintura. Sentía contra su piel la tela pesada y desconocida; se había acostumbrado a llevar solo algodón y lana” (p.127). El peso de la tela denota su importancia. Hasta ese momento, la joven debía limitarse al algodón y la lana, texturas sobrias y austeras. El terciopelo rojo trae a los sentidos la idea de fuego y lujuria, algo completamente prohibido para Carrie. De ahí que el adjetivo desconocido no solo aplique al género, sino también a todo un mundo al cual la joven, empoderada, desea acceder a partir de ahora.
Páginas atrás, el narrador decía:
En la biblioteca había montones de números atrasados de la revista Seventeen y a menudo [Carrie] las hojeaba poniendo en su rostro una expresión de estúpida despreocupación. Las modelos se veían tan bien y tan cómodas con sus faldas cortas y elegantes, sus panties y su ropa interior con vuelos y en telas de distintos diseños. Por supuesto que incitante era la palabra favorita de su madre para describir esa ropa (sabía que ella lo diría, no tenía ninguna posibilidad) (pp.48-49).
Sin embargo, la imagen de Carrie vestida con la “odiada falda que le llegaba a la rodilla (...), la enagua, la faja, las largas bragas” (p.48) será reemplazada por otras telas y diseños: un “vestido de gala de terciopelo labrado de corte de princesa, mangas julieta y una sencilla falda recta… y las rosas de té prendidas a su hombro izquierdo” (pp.131-132). La imagen del diseño de su vestido es la primera manifestación material del cambio que experimenta Carrie; podríamos pensar inclusive en el rojo como una gran advertencia de su poder.
Por otra parte, el padre de Chris Hargensen se presenta en el colegio, y su imagen de poder económico es descrita a través de su vestimenta: “Llevaba un traje de Savile Row con sutiles destellos de verde y oro entrelazados en la tela, que superaba con mucho la ropa de confección local que usaba Grayle” (p.75).
Al entrar a la fiesta, Carrie se embelesa mirando a sus compañeros y compañeras y, lo primero que nota con lujo de detalle son sus atuendos:
Hermosas figuras se paseaban de un lado a otro vestidas de gasa, encaje, seda, raso. El roce de sus vestidos producía un suave crujido (...). Las muchachas llevaban vestidos de espaldas rebajadas, corpiños ajustados que mostraban una verdadera hendidura, trajes estilo Imperio, faldas largas, elegantes zapatos de fiesta, deslumbrantes esmóquines blancos, fajas, zapatos negros que brillaban como espejos (p.153-154).
Esta imagen cargada de sensualidad y elegancia contrastará, más adelante, con la destrucción de todo este universo paradisíaco descrito por el narrador.
La casa de Carrie y su iconografía religiosa
Las imágenes que brinda el narrador de la casa de las White y su iconografía religiosa resulta aterradora en su barroquismo y, sobre todo, en la elección de las figuras más dolientes de las Escrituras. La entrada en la casa es de un fuerte efecto cinematográfico. Carrie recorre las habitaciones y, mientras tanto, el narrador describe todo lo que las adorna: “Un cuadro luminoso, colocado sobre los ganchos para colgar la ropa, mostraba un Jesús fantasmal suspendido inexorablemente sobre una familia sentada alrededor de una mesa. En el borde inferior del cuadro se podía leer la frase (también en caracteres luminosos): «El huésped invisible»” (p.45).
Sin embargo, la omnipresencia de Jesús en la casa no parece ser sutil, ya que casi inmediatamente se describe la escultura de la crucifixión que cuelga en la sala:
(...) lo que realmente dominaba la habitación era un enorme crucifijo de yeso de 1,20 m. (...) El Cristo clavado sobre él se veía petrificado en un rictus de dolor grotesco y contraído, la mandíbula inferior colgaba curvada en un gemido. La corona de espinas hacía que cayeran chorros de sangre sobre la frente y las sienes. Los ojos estaban vueltos hacia arriba con la inclinada expresión medieval de agonía. Las manos estaban también empapadas de sangre y tenía los pies clavados sobre una pequeña plataforma de yeso (pp.46-47).
A Carrie le agrada un cuadro de Jesús conduciendo al rebaño por un prado, pero es el único agradable;
los otros no eran tan apacibles: Jesús expulsando a los mercaderes del templo, Moisés arrojando las Tablas sobre los adoradores del becerro de oro, Tomás el escéptico metiendo la mano en la herida del costado de Cristo (¡oh, qué horripilante fascinación le producía ése y las pesadillas que le había provocado cuando era pequeña!), el Arca de Noé flotando por encima de los angustiados pescadores que se ahogaban, Lot y su familia huyendo de la destrucción de Sodoma y Gomorra (p.46).
Todas estas imágenes están dispuestas de forma tal de inspirar el temor divino. Carrie se encuentra rodeada por iconografía amenazante, inclusive en el armario, en el que hay velas, cruces y “varios cuadros de Cristo con sus apóstoles, de esos que se han pintado por miles” (p.63), y esta sensación de ahogo se traslada al lector a través del barroquismo de las descripciones de las figuras y cuadros.
El círculo rojo
Así como el círculo simboliza la represión (ver sección Símbolos), se trata de una figura recurrente en el texto y una imagen a la cual acude la misma Carrie en más de una ocasión para ilustrar su sensación de encierro y sofoco.
Las descripciones son ricas en imágenes poéticas, ante todo visuales, que aportan al símbolo materialidad sensorial. Dice el narrador: “[Carrie] había desafiado a su madre de mil pequeñas maneras, había intentado deshacer el círculo que la rodeaba como a una playa desde el primer día que salió del controlado ambiente de su pequeña casa de la calle Carlin para dirigirse a la escuela primaria con su Biblia bajo el brazo (...)” (p.30). Ese primer día, Carrie es burlada por rezar antes de comer, y las burlas nunca pararon hasta la preparatoria. Ahora, “el círculo que la rodeaba era como la sangre: podías limpiarla una y otra vez y estaría siempre allí, indeleble, sucia” (p. 30-31). Este cerco represivo que es como sangre seca es una construcción de Mrs. White: “Mamá la había recogido en la terminal y le había dicho (...) que la única posibilidad de salvación estaba dentro del círculo rojo. Porque la puerta es estrecha (...). Al llegar a casa había encerrado a Carrie durante seis horas en el armario” (p.31), cuenta el narrador.
Carrie tiene, durante todo el texto, “la esperanza de que el círculo se difuminara un poco, sólo un poco…” (p.31). El hecho de que pueda difuminarse tiene que ver con que la materialidad de ese cerco va perdiéndose a medida que los poderes de Carrie crecen. Se brinda, además, la imagen diáfana de otro tipo de círculo, el que rodea a Sue Snell, un “tibio círculo de luz” (p.53) alrededor del cual solo ella y el narrador saben que “había cosas tenebrosas que se acumulaban” (p.53).
La destrucción de los espacios (el gimnasio, la Iglesia, la casa materna)
El narrador compone imágenes vividas y sensoriales que dan cuenta de la magnitud del poder de Carrie. La destrucción de los espacios comienza con el gimnasio de la escuela, donde sucede la fiesta, y finalmente culmina con el incendio de su propia casa. Pero, en el medio, Carrie hace una parada en la Iglesia para dedicarle una atención particular.
En la escuela, Carrie libera las líneas de tensión e inunda el salón: “los gruesos cables se ondulaban en el aire, sacudiéndose y retorciéndose como serpientes escapadas del canasto de un faquir” (184). La gente se electrocuta como en una “danza eléctrica” (p.212). La Iglesia, debido a la energía psíquica que brota de ella, “estaba llena del sonido de las cosas que crujían, oscilaban, se rasgaban (...). Caían los reclinatorios, volaban los himnarios y un cáliz y una paterna de plata surcaban silenciosos el aire, en medio de la abovedada oscuridad de la nave” (p.212). Carrie intenta en vano encontrar una respuesta a sus oraciones mientras reza frente al altar. Pero nada. La imagen de los objetos moviéndose a su alrededor se convierte en una fiesta de llamas y chispas cuando se dice a sí misma: “que la destrucción sea completa” (p.212). En su casa, la destrucción acompaña a Carrie al entrar: “Uno de los cuadros se desprendió de la pared y cayó con un ruido sordo (...). El reloj de cucú se precipitó al suelo (...). Los cuadros de yeso estallaban uno tras otro” (p.219). Pero, también, viene de fuera hacia adentro: “El humo acre y sofocante, arrastrado por el viento, comenzaba a entrar por las ventanas” (p.224).
El fuego, el humo, el color rojo de la sangre que cubre a Carrie, las danzas espasmódicas de todos electrocutándose en la fiesta y en las calles dan a las imágenes un tinte infernal que se condice con el hecho de que Carrie, finalmente, ha convertido su infierno privado en venganza.