"Su interés por los indios de la Amazonía era algo más que «etnológico». No un interés profesional, técnico, sino mucho más íntimo, aunque no fácil de precisar. Algo más emotivo que racional seguramente, acto de amor antes que curiosidad intelectual".
El narrador intuye que el interés de Saúl Zuratas por los machiguengas no está relacionado con su carrera de Etnología. La fascinación de Saúl por esta tribu está en las antípodas del estudio académico, caracterizado por el acercamiento al objeto de estudio de manera metódica y lógica. En cambio, el interés de Saúl por los machiguengas esconde algo irracional, casi místico. El narrador habla de una "conversión" de Saúl y compara su transformación con la de “los santos y los locos” (p.15).
"¿Se había inconscientemente identificado con esos seres marginales debido a su lunar que lo convertía también en un marginal cada vez que ponía los pies en la calle?"
En este pasaje, el narrador se refiere a la identificación de Saúl Zuratas con los machiguengas. Cree que Saúl, al sentirse constantemente discriminado por su defecto físico, puede comprender mejor a las tribus amazónicas, que también son discriminadas por el resto del país. Respecto a las tribus, dice que representaban en la sociedad peruana "un horror pintoresco, una excepcionalidad que los otros compadecían o escarnecían, pero sin concederle el respeto y la dignidad que solo merecían quienes se ajustaban en su físico, costumbres y creencias a la «normalidad»" (p.12).
"«La vida se vuelve difícil cuando uno cambia de sitio», le comenté. «Así es», me repuso. «Menos mal que sabemos andar. Menos mal que hemos estado andando tanto tiempo. Menos mal que siempre estuvimos cambiándonos de sitio. ¡Qué sería de nosotros si fuéramos de esos que no se mueven! Habríamos desaparecido quién sabe adónde. Así ocurrió a muchos, durante la sangría de árboles. No hay palabras para decir qué afortunados somos»".
A lo largo de la historia, los territorios machiguengas fueron invadidos por pueblos más fuertes y ellos se vieron obligados a movilizarse para no ser "absorbidos" por estos. Esta situación lleva a los machiguengas a saber adaptarse a condiciones de vida difíciles. Se muestran orgullosos de esto: "Los viracochas no llegarán hasta allí, según él. Tampoco los mashcos, ni siquiera ellos se acostumbrarían en un sitio así. «Sólo los hombres que andan podemos vivir en lugares como éste», decía, orgulloso". (p.21). Por otro lado, los machiguengas se sienten agradecidos por la presencia de los viracochas y de otras tribus, porque gracias a ella se ven obligados a cumplir con su destino de andar: "Vendrán y me iré. ¿Es malo eso? Bueno, más bien. Será nuestro destino, Tasurinchi. ¿No somos los que andan? Habrá que agradecer a los mashcos y a los punarunas, entonces. También a los viracochas. ¿Invaden los sitios donde vivimos? Nos obligan a cumplir nuestra obligación" (p.54).
“Avergonzados, volvieron a hacer lo que habían hecho antes, hasta que el mundo, la vida, fueron lo que eran y debían ser. Apenados, arrepentidos, echaron a andar. ¿No debe hacer cada cual lo que le corresponde? ¿No les tocaba a ellos andar, ayudando al sol a levantarse? Su obligación la han cumplido, tal vez. ¿Nosotros la estamos cumpliendo? ¿Andamos? ¿Vivimos?”
Andar es para los machiguengas una responsabilidad. No solo para cumplir con su destino y obligación (andar para que el sol no se caiga), sino también para su supervivencia. Mantenerse en movimiento es lo que le permite a la comunidad estar a salvo. Por eso los términos "andar" y "vivir" están asociados. La historia de por qué los machiguengas caminan está ligada al mito del origen del mundo que explica por qué el sol sale y se pone. Según su creencia, ellos mantienen el orden del mundo respetando su obligación de andar, y por eso se llaman a sí mismos "los hombres que andan". En este pasaje, el hablador les recuerda a sus oyentes su obligación de andar.
"Y, además, tienen un conocimiento profundo y sutil de cosas que nosotros hemos olvidado. La relación del hombre y la naturaleza, por ejemplo. El hombre y el árbol, el hombre y el pájaro, el hombre y el río, el hombre y la tierra, el hombre y el cielo. El hombre y Dios, también. Esa armonía que existe entre ellos y esas cosas nosotros ni sabemos lo que es, pues la hemos roto para siempre".
Con estas palabras Saúl quiere demostrarle al narrador que no es justo llamar "bárbaras" ni "atrasadas" a las tribus amazónicas. Sus costumbres y creencias son las que les permiten vivir en armonía con su entorno. Cuando el hombre llamado "civilizado" interfiere en la cultura de estas tribus con el propósito de modernizarlas, termina por destruirlas. Esto es, según Saúl, lo que sucede por ejemplo con el trabajo del Instituto Lingüístico, cuando intentan reemplazar a los dioses de los machiguengas por un Dios abstracto, "que a ellos no les sirve para nada en su vida diaria" (p.40).
"Más bien, me pongo a escuchar. Y aprendo. Escucho con atención, como él hacía. Con cuidado, con respeto, escuchando. Luego de un tiempo la tierra se suelta a hablar. Igual que en la mareada se suelta la lengua de todos y de todas. Las cosas que uno menos creería, hablan. Ahí están: hablando. Los huesos, las espinas. Los guijarros, los bejucos. Las matitas y las hojas que están brotando. El alacrán. La fila de hormigas que arrastra el moscardón al hormiguero. La mariposa con arcoiris en las alas. El picaflor. Habla el ratón trepado en la rama y hablan los círculos del agua. Quietecito, tumbado, con los ojos sin abrir, el hablador está escuchando".
Un seripigari que vive rodeado de luciérnagas le explica al hablador cómo aprendió a escucharlas. A partir de entonces, él comienza a prestar atención y descubre que todos los seres de la naturaleza y los objetos "hablan", todos tienen algo que contar. La capacidad de escucharlos se relaciona con la sabiduría. Por eso el hablador dice que, para encontrar su destino, primero tuvo que ser un "escuchador" (p.82).
"Ya no eran ese puñado de seres indómitos y trágicos, esa sociedad fracturada en minúsculas familias, huyendo, huyendo siempre, del blanco, del mestizo, del serrano, de otras tribus, esperando y aceptando estoicamente la fatídica extinción individual y comunitaria, pero sin renunciar a su idioma, a sus dioses, a sus costumbres. Una irreprimible melancolía me embargó al pensar que esa sociedad pulverizada en el seno de los húmedos e inmensos bosques, a la que unos contadores de cuentos trashumantes servían de savia circulante, estaría desapareciendo".
El narrador-escritor vuelve a visitar la selva peruana en 1981 y observa que los machiguengas cambiaron muchas de sus costumbres. Muchos de ellos aceptaron vivir en comunidad. Hay dos pueblos, Nueva Luz y Nuevo Mundo, en donde cambiaron la organización que solían tener. Hay un cacique que habla español con fluidez y les transmite a los machiguengas la palabra de Dios. Hay ejemplares del Nuevo Testamento en idioma machiguenga y escuelas bilingües. Aparecen nuevos conceptos para los machiguengas, como el de "propiedad privada". El narrador teme que esto conlleve a la desaparición del pueblo machiguenga y recuerda la premonición negativa de su amigo Saúl Zuratas: "¿Había sido todo eso para bien? ¿Les había traído beneficios concretos como individuos y como pueblo, según aseguraban enfáticamente los Schneil? ¿O, más bien, de «salvajes» libres y soberanos habían empezado a convertirse en «zombies», caricaturas de occidentales, según la expresión de Mascarita?" (p.64).
"¿Que sea como soy les importa? «Lo que las personas hacen y lo que no hacen, importa», me explicó Tasurinchi, el más viejo. Diciendo: «Si andan, cumpliendo con su destino, importa»".
Al hablador le preocupa que los machiguengas lo discriminen por el gran lunar que tiene en su cara, como le ocurre entre los occidentales. También quiere saber cuál es la explicación de tener una cara como la suya, pero los seripigaris no lo saben. Ellos le explican que el aspecto físico de las personas no importa; lo que sí importa es lo que las personas hacen o no, es decir, si cumplen con las obligaciones y si respetan las prohibiciones.
"Un día, al llegar adonde una familia, a mi espalda dijeron: «Ahí llega el hablador. Vamos a oírlo.» Yo escuché. Me quedé muy sorprendido. «¿Hablan de mí?», les pregunté. Todos movieron las cabezas «Ehé, ehé, de ti hablamos», asintiendo. Yo era, pues, el hablador. Me quedé lleno de asombro. Así me quedé. Mi corazón un tambor parecía. Golpeando en mi pecho: bom, bom. ¿Me había encontrado con mi destino? Quizás. Así sería, aquella vez. En una quebradita del río Timpshía, donde había machiguengas, fue. Ya no queda ninguno por allá. Pero cada vez que paso cerca de esa quebrada, mi corazón vuelve a bailar. «Aquí nací la segunda vez», pensando. «Aquí volví sin haberme ido», diciendo. Así comencé a ser el que soy. Fue lo mejor que me ha pasado, tal vez. Nunca me pasará nada mejor, creo. Desde entonces estoy hablando. Andando. Y seguiré hasta que me vaya, parece. Porque soy el hablador".
En este pasaje, el hablador recuerda el momento de su transformación. La conversión, o segundo nacimiento, como él lo llama, parte del reconocimiento de la comunidad, que lo designa como el "hablador". La transformación se presenta como un hecho fortuito, no premeditado: "¿Me había encontrado con mi destino?", se pregunta. Pero este acontecimiento cambia su identidad de manera definitiva. Desde entonces, el personaje asume su destino, su rol en la comunidad, que es también su responsabilidad, como la que tienen los machiguengas de andar: "Desde entonces estoy hablando. Andando".
"A la gente no le gusta vivir con gente distinta. Desconfiará, tal vez. Otras costumbres, otra manera de hablar la asustarán, como si el mundo fuera confuso, oscuro, de repente. La gente quisiera que todos fueran iguales, que los demás se olvidaran de sus costumbres, mataran a sus seripigaris, desobedecieran las prohibiciones e imitaran las de ella".
El hablador les cuenta a los machiguengas la historia del pueblo judío, mostrándoles cómo fue perseguido por tener costumbres y prohibiciones distintas a las de otros pueblos. Él cree que los más poderosos siempre quieren someter al resto para conseguir, de esa manera, que desaparezcan las diferencias. Por eso el hablador insta a los machiguengas a respetar sus costumbres y sus prohibiciones, para que perdure su identidad como pueblo.