Resumen
En 1981, el narrador está a cargo de un programa de televisión durante seis meses: La Torre de Babel. Se lo ofrece el dueño del canal, Genaro Delgado. Su idea es elevar el nivel de los programas televisivos que, durante los doce años previos, durante la dictadura militar, llegaron al límite de la vulgaridad. Junto con él trabajan Luis Llosa, el director de cámaras; Moshé dan Furgang, el editor; y Alejandro Pérez, el camarógrafo.
El programa tiene una gran variedad de contenidos. El narrador recuerda especialmente un pequeño documental que filmaron en la selva sobre la muerte del poeta y guerrillero Javier Heraud, para el que tuvieron la oportunidad de entrevistar a un compañero del poeta.
Pese a que el programa se hace generalmente con dificultades técnicas, resulta ser exitoso. Rosita Corpancho le pide al narrador dedicar un programa al Instituto Lingüístico de Verano, en ocasión de uno de sus aniversarios. El narrador acepta y aprovecha el viaje a la selva para investigar sobre los machiguengas, y en especial, sobre los habladores. Su proyecto de escribir sobre los habladores había quedado inconcluso por no encontrar la forma adecuada de hacerlo. El narrador se había propuesto representar lo más fielmente posible la manera de hablar de un hombre primitivo, con una mentalidad distinta a la de él, pero fracasó en todos sus intentos, porque le parecían inverosímiles.
Cuando llega a la Amazonía, lo reciben los esposos Schneil. Van a ser sus guías y traductores. Ellos lo ponen al tanto de la situación de los machiguengas. Ya no viven tan dispersos y han aceptado la idea de formar aldeas, criar animales, trabajar la tierra y comerciar con el resto de Perú. Hay seis poblados. El narrador visita dos de ellos: Nuevo Mundo y Nueva Luz. En las aldeas hay escuelas bilingües y cooperativas agrícolas.
El narrador consigue hacer algunas entrevistas en español, por ejemplo, al cacique o gobernador de Nueva Luz, quien lo habla con fluidez. Antes los machiguengas no tenían una organización jerárquica; no tenían jefes ni caciques. Ahora, dado que viven en una comunidad, necesitan autoridades. El cacique de Nueva Luz es graduado en la Escuela bíblica de Mazamari. Es protestante. Además, los lingüistas ya han conseguido su propósito de traducir la Biblia al machiguenga.
El narrador recuerda la última conversación con Saúl. Se pregunta si tendrán razón los Schneil en creer que todos estos cambios representan un beneficio para la comunidad, o si, más bien, los machiguengas están convirtiéndose en caricaturas de occidentales o “zombies”, según la expresión de Mascarita.
En Nuevo Mundo, el narrador entrevista a la maestra de la aldea. Es la única que viste a la manera occidental y que puede expresarse en español. Él le pregunta por los habladores, pero ella no entiende qué le está preguntando. Más tarde, el narrador viaja a Nueva Luz. Allí, solo Martín, el gobernador y maestro de la escuela bilingüe, viste camisa, pantalón y zapatos, y tiene los cabellos cortados a la manera occidental. Se muestra extremadamente cortés. El narrador le pregunta dos veces por los habladores, pero él evade la pregunta y habla sobre la Biblia.
A la noche, el narrador camina por la aldea y conversa con los Schneil. Hay una luz tenue de una fogata y algunas personas merodeando los alrededores. El narrador les comenta a los lingüistas cómo sus entrevistados evitaron el tema de los habladores. Al principio, los Schneil tampoco saben de qué habla, pero luego lo entienden, aunque no recuerdan haberle mencionado nunca el tema. A la señora Schneil no le sorprende. Explica que los machiguengas hablan de todo con ellos, menos de ese asunto.
Edwin escuchó dos veces a un hablador. En la primera ocasión, el hablador era viejo y hablaba muy rápido, por lo que a él le resultó difícil seguir el monólogo. Hablaba con mucha energía de todo tipo de cosas: del cosmos machiguenga, las hierbas mágicas, los dioses, los diosesillos, la gente que había conocido. Él cree que los habladores son para los machiguengas un entretenimiento, como para nuestra civilización son las películas, la televisión, los libros, los circos.
La segunda vez que Schneil escuchó a un hablador fue en un asentamiento cerca del río Timpía. Cuando llegó el hablador, al que le decían el “gringo” o el “albino”, los machiguengas y él discutieron sobre si Edwin podía quedarse. Finalmente se quedó, pese al desacuerdo del hablador, quien no le dirigió la mirada en ningún momento.
El narrador le pregunta cómo era el hablador. Edwin contesta que tenía un gran lunar y pelos colorados, y que era lo que los machiguengas llaman un “serigórompi”, es decir, alguien distinto de lo normal. Con gran ansiedad, el narrador le vuelve a preguntar para confirmar esas características, y luego pregunta por la edad. Edwin contesta que tenía aproximadamente la misma que él (la del narrador). También dice que hablaba bien el idioma machiguenga. El hecho sucedió hace tres años y medio.
El narrador cree entender por qué los machiguengas ocultan información sobre el hablador. Cree que lo hacen a pedido de Mascarita, y que de esa manera lo protegen. Esto significa, según el narrador, que lo consideran uno de ellos.
Ya en Lima, el narrador le pregunta a Moshé, el editor del programa, que es judío, si puede averiguar dónde residen dos miembros de la comunidad que hace años se fueron a Israel: Don Salomón y Saúl Zuratas. Una semana después, Moshé le informa que Don Salomón nunca se fue de Lima, y murió en 1960. De Saúl, nadie sabe nada.
Análisis
En este capítulo, el narrador-escritor indaga en su propio lugar como contador de historias y el compromiso que asume. Se propone dar a la televisión peruana un contenido cultural, del que fue vaciado durante la época de la dictadura militar. La necesidad de contar historias para mantener viva la memoria de un pueblo se revela como una necesidad universal. Tanto para el hablador en la cultura machiguenga como para los que están a cargo del programa en la televisión peruana ese propósito está presente, aunque no es el único. Lo vemos en este caso, por ejemplo, con el programa dedicado al poeta peruano Javier Heraud, opositor de la junta militar de Ricardo Pérez Godoy y Nicolás Lindley López, asesinado por la Guardia Republicana en 1963.
Pero además, La Torre de Babel es un programa de entretenimiento, que cuenta historias de lo más variadas. Han hecho entrevistas de todo tipo a escritores, a futbolistas, a boxeadores y a personas relacionadas con la política, entre otras. El nombre del programa es una alusión bíblica. La historia cuenta que, a causa de la soberbia de los hombres, Dios confundió sus lenguas. Desde entonces, existe una infinidad de lenguas en el mundo. Por eso la Torre de Babel se asocia generalmente al caos y a la falta de comunicación. No obstante, en ese caso, la elección del nombre más bien parece estar relacionada a la profusión de historias que se cuentan en el programa.
Al respecto, podemos trazar un paralelismo entre los dos narradores de la novela. El narrador-escritor, en su función de creador de contenidos para el programa televisivo, recorre diversas partes del mundo, con un presupuesto escaso, para contar a la audiencia diversas historias. El hablador también recorre grandes distancias en la selva peruana para hacer lo mismo, sin contar, tampoco, con muchos recursos. Podemos pensar que para ambos, el conocimiento está ligado a escuchar y a contar historias. Este es el sentido que comparten ambas actividades.
El narrador-escritor, además, indaga sobre los métodos de su propia escritura, sobre cómo sería adecuado representar la voz y la mentalidad de los hombres primitivos: “¿Por qué había sido incapaz, en el curso de todos aquellos años, de escribir mi relato sobre los habladores? La respuesta que me solía dar, vez que despachaba a la basura el manuscrito a medio hacer de aquella huidiza historia, era la dificultad que significaba inventar, en español y dentro de esquemas intelectuales lógicos, una forma literaria que verosímilmente sugiriese la manera de contar de un hombre primitivo, de mentalidad mágico-religiosa” (p.62). El narrador se pregunta sobre el estilo literario que debería adoptar para que resulte verosímil. No quiere caer en el estilo “fraudulento” (p.62) con que los filósofos y novelistas de la Ilustración hacían hablar en sus escritos al “buen salvaje”. En efecto, en los capítulos donde se representa la voz del hablador, hay una evidente elaboración de su lenguaje para acercarse de manera que resulte verosímil a la forma de hablar de los machiguengas.
También en este capítulo se muestran los cambios que empieza a experimentar la tribu machiguenga a partir de la implantación de las aldeas Nueva Luz y Nuevo Mundo, organizadas por el Instituto Lingüístico. En primer lugar, la forma de vida tradicional machiguenga era seminómade: ellos se identificaban con la actividad de andar, y por eso se autodenominaban “los hombres que andan”. El establecimiento en aldeas representa una ruptura de sus tradiciones. Además, esta tribu se caracterizaba por carecer de autoridades, exceptuando la del padre de cada familia. Con el establecimiento en aldeas también surge entre ellos la figura de un líder.
Martín, el jefe de la comunidad Nueva Luz, muestra todos los rasgos del proceso de occidentalización: habla el español con fluidez; se viste con camisa, pantalón y zapatos; tiene los cabellos cortados a la manera occidental; tiene gestos de cortesía “extremada” (p.67) y “elegancia real” (p. 67). Aunque en sus respuestas a la entrevista demuestra conservar los conocimientos de la mitología machiguenga, queda en evidencia que sus creencias se han modificado en lo que respecta a punto esencial: cree que los machiguengas ya no tienen la necesidad de andar para mantener al sol en su lugar: “Dios se encargaría de sostenerlo” (p.67).
Estas circunstancias hacen pensar hasta qué punto la intervención occidental no significa la pérdida definitiva de la cultura machiguenga. El narrador cuestiona los beneficios de esta intervención sin tomar una posición definida: “¿Había sido todo eso para bien? ¿Les había traído beneficios concretos como individuos y como pueblo, según aseguraban enfáticamente los Schneil? ¿O, más bien, de «salvajes» libres y soberanos habían empezado a convertirse en «zombies», caricaturas de occidentales, según la expresión de Mascarita?” (p.64). Podemos ver que, para los Schneil, no hay lugar a dudas respecto de los beneficios que aportan las nuevas formas de vida comunitaria. Esta posición tan determinante contrasta con la del narrador, que en ningún momento hace aseveraciones enfáticas, y que deja ver una sombra de duda al respecto.
La idea de progreso asociada a la de civilización aparece cuestionada de diversas maneras. El nombre de la aldea “Nueva luz” remite a una imagen positiva y prometedora. Sin embargo, la débil luz que ilumina a la aldea la noche que el narrador conversa con los Schneil puede sugerir incertidumbres al respecto. Las luces y las sombras que proyecta la fogata funcionan como una metáfora de las perspectivas negativas y positivas que para el narrador se abren con el establecimiento de las aldeas. Por otro lado, el nombre de la otra aldea, “Nuevo Mundo”, remite claramente a la colonización de América. Este es el nombre con el que los europeos habían denominado al continente americano, sobre todo luego de que Américo Vespucio lo identificara como un continente que ellos hasta entonces no conocían.
En este capítulo, los Schneil aportan más información sobre la enigmática figura del hablador. Los machiguengas no hablan sobre este asunto con las personas ajenas a la tribu, por lo que es difícil obtener muchos datos. Edwin explica que ellos escuchan al hablador durante horas y compara sus historias con otras formas de entretenimiento: “Los entretienen, son sus películas, su televisión (…). Sus libros, sus circos, esas diversiones que tenemos los civilizados” (p.70). Sin embargo, como afirma la señora Schneil, el hablador es muy importante en la cultura machiguenga. El narrador se pregunta cómo se llega a ser hablador: “¿Cómo había comenzado? ¿Era un quehacer que se heredaba? ¿Uno lo elegía? ¿Se lo imponían los demás?” (p.71). Esta pregunta se responderá en el capítulo siguiente.
Finalmente, Edwin aporta los detalle más relevantes: el hablador tiene un gran lunar en el lado derecho de la cara, es pelirrojo y tiene aproximadamente la misma edad que el narrador. El estupor de este se mezcla con las picaduras de jejenes en todo el cuerpo. Esta es una imagen frecuente que aparece asociada en la novela a la exaltación de los pensamientos del narrador. En ese momento, él balbucea y luego empieza a sentir dolor en la lengua y en la mandíbula. Este es el momento del clímax de la novela. Aunque no queda confirmado, los datos prácticamente revelan que Saúl Zuratas es el hablador. El narrador busca información sobre su amigo, pero no hay rastros de él. El narrador cree entonces que se ha transformado en el hablador. A propósito, hacia el final del capítulo afirma: “Yo sé todo.” (p.74).