Resumen
Saúl Zuratas y el narrador se conocieron rindiendo los exámenes de ingreso a la Universidad y se hicieron amigos. A Saúl le dicen "Mascarita". Tiene un lunar morado oscuro que le cubre el lado derecho de la cara y es pelirrojo. El narrador lo considera la persona más fea del mundo. Es simpático, abierto, desprendido e instintivo. Es oriundo de Talara. Ahora está en Lima por decisión de su padre, Don Salomón, quien quiso mudarse. Él es judío. En su pueblo natal no era muy religioso, pero en Lima él y su hijo van todos los sábados a la sinagoga. Mascarita no cree en Dios pero no le dice nada a su padre para no amargarlo.
Al poco tiempo de conocerse, Saúl invita al narrador a almorzar a su casa, donde este conoce a Don Salomón y a la mascota de su amigo, un loro con nombre y apellido kafkianos, Gregorio Samsa, que repite todo el tiempo “¡Mascarita!”.
La madre de Saúl había muerto de cáncer dos años después de que la familia se instalara en Lima. Saúl dice que su mamá era una “criollita” cristiana a quien la comunidad judía de Lima nunca aceptó, aunque había hecho la conversión, no tanto por ser cristiana, sino por ser una mujer sencilla, sin educación. Él cree que los judíos de Lima se han vuelto burgueses.
Don Salomón no quería que Saúl fuera comerciante como él, por eso había insistido para que estudiara abogacía en la Universidad de San Marcos, en vez de que lo ayude en su negocio de abarrotes, La Estrella. Quería que “vuelva ilustre” el apellido familiar. Mascarita no sabía qué le interesaba realmente, pero lo descubre durante los años que en que dura la amistad con el narrador. En 1956 ya no tiene dudas sobre eso. Para entonces, Saúl está en tercer año de la Universidad, estudia Etnología y Derecho, y realiza varios viajes a la selva.
Para esa época, Saúl siente fascinación por la cultura de las tribus de la Amazonía, por esos “compatriotas” que viven “acosados y lastimados”. El narrador lo confirma por un incidente en un billar, sucedido a los dos o tres años de conocerlo. El narrador se había peleado allí con un borracho que molestaba a Mascarita por su aspecto. Saúl se lo había tomado con gracia, pero él comenzó una pelea a puñetazos. Al día siguiente, Saúl le da un hueso blanco con forma de rombo grabado con figuras geométricas, y una carta en la que explica que la inscripción simbólica se la dictó Morenanchiite, el señor del trueno, a un tigre, y este a un brujo amigo suyo de las Selvas del Alto Picha. Esta simboliza el orden que reina en el mundo. Quien se deja ganar por la rabia tuerce las líneas que se representan en el hueso y ellas ya no pueden sostener la tierra. Saúl le dice que no querrá que por su culpa vuelva el caos original, del que los sacaron, a soplidos, Tasurinchi, dios del bien, y Kientibakori, dios del mal.
El narrador le pide a Saúl que le cuente más sobre la tribu, y este lo hace con mucha admiración y emoción. Habla de sus mitos, paisajes, dioses. Le explica que lo más importante para ellos es la serenidad. El narrador sospecha que Saúl nunca va a terminar la carrera de abogacía y que su interés por las tribus amazónicas tiene razones afectivas, y no tanto profesionales, ligadas a su carrera de Etnólogo. Sus clases de Derecho están completamente descuidadas. Sus lecturas son exclusivamente sobre antropología, a excepción de la novela La metamorfosis, que releyó innumerables veces y que sabe de memoria.
El primer contacto de Mascarita con la selva es en un viaje a Quillabamba. Lo invita un tío chacarero que comercia madera. Entabla buena relación con algunos nativos (trocheros y cortadores indígenas que trabajan para su tío) y va con ellos a los campamentos en el interior de la selva, en la región de los ríos Alto Urubamba y Alto Madre de Dios. Durante toda una noche Saúl le cuenta entusiasmado al narrador las dificultades que tuvo que sortear para cruzar en balsa el Pongo de Mainique, una parte del río Urabamba apretado entre dos contrafuertes.
A partir de ese viaje, Mascarita vuelve seguido al lugar. En uno de esos viajes conoce a Fidel Pereira, que es hijo de un cusqueño blanco y una machiguenga. Mascarita dice que Fidel se aprovecha de los machiguengas en sus plantaciones de café y chacras pero, a pesar de esto, conoce la cultura machiguenga y está orgulloso de ella. Además, defiende a los nativos si otros quieren abusar de ellos.
Con el paso del tiempo, el narrador piensa mucho en esto, y cree que Mascarita experimentó una conversión, que “fue atrapado en una emboscada espiritual” (p.9) desde el primer contacto con la Amazonía, la cual lo obsesionó. En esos años, hablaba casi exclusivamente de dos temas: el estado de las culturas amazónicas y la agonía de los bosques que las hospedan.
Saúl cree que lo que se hace en la Amazonía es un crimen, puesto que se expulsa a las tribus de sus tierras y se las obliga a ir cada vez más adentro de la selva. A pesar de esto, los machiguengas siguen resistiendo. El narrador, para provocarlo, le pregunta a Mascarita si pretende que Perú deje de explotar la Amazonía con actividades agrícolas, ganaderas y comerciales, para que unos pocos nativos puedan seguir viviendo “en la edad de Piedra”, o para que los etnólogos puedan estudiar las costumbres que las tribus practican “casi sin evolución” hace cientos de años.
Mascarita no se enoja y nombra hechos concretos que los serranos y los viracochas (así llaman los nativos al hombre blanco) hacen y que dañan al lugar, como la pesca con explosivos o las talas masivas que hacen los madereros. Su preocupación central es que un día las tribus desaparezcan.
El narrador le pregunta si verdaderamente cree que la poligamia, la reducción de cabezas y la hechicería representan una forma de cultura superior. Saúl dice que no, pero que se debe respetar a los nativos tal como son. Aunque no se entiendan sus creencias y algunas de sus costumbres sean dolorosas, nadie tiene derecho a exterminarlos. Por otro lado, dice, sus costumbres los ayudaron a vivir muchos años en armonía con los bosques. Cuenta que la costumbre que más le impacta es “el perfeccionismo” de las tribus de la familia arawak. A los niños que nacen con algún defecto físico los echan al río o los entierran vivos. Saúl dice que a él lo hubieran matado al nacer. Sin embargo, son muy tolerantes con quienes han quedado inválidos de niños o adultos, o quienes tienen signos de locura.
Saúl cree que no se gana nada queriendo cambiar las costumbres de los nativos, su lengua y su religión, como pretenden los misioneros. Tampoco haciéndolos trabajar en chacras como “esclavos” de los criollos. Pone de ejemplo la pobre vida que llevan los indígenas semi aculturados de Lima. El narrador duda acerca de si la intervención del hombre blanco es positiva o no para las tribus. Mientras Saúl habla, él piensa en su lunar. Se pregunta si Mascarita no se habrá identificado con los nativos por cómo son marginados del resto del país, tratados por muchos como algo anormal. Esto es algo que él podría entender muy bien por su defecto físico, que, de alguna manera, también lo convierte en un marginal.
Le comenta la observación a Saúl. Este se ríe y le cuenta que su padre, Don Salomón, hizo una lectura basada en el judaísmo. Él cree que su hijo relacionó las comunidades del Amazonía con el pueblo judío, minoritario y perseguido por sus usos y costumbres diferentes a las del resto de la sociedad. Mascarita no se toma en serio ninguna de las dos interpretaciones.
Matos Mar (el director de la carrera de Etnología) cree que Saúl tienen muy buenas condiciones para la investigación. Raúl Porras Barrenechea, un historiador que siente horror por la Etnología y la Antropología, y que trabaja por las tardes con el narrador, quiere pasar a Mascarita a su Departamento.
Saúl pasa los tres meses de sus vacaciones, en el verano del 56, en el Urubamba. Allí realiza un trabajo de campo entre los machiguengas, que luego presenta como tesis de bachiller. Don Salomón escucha la presentación, orgulloso y, una vez terminada, él, Saúl y el narrador van a almorzar. Don Salomón le pide al narrador que convenza a Saúl de aceptar una beca. El narrador se entera de que Matos Mar le consiguió una beca para hacer un Doctorado en la Universidad de Burdeos, en Francia. Don Salomón dice que Saúl no quiere ir a Europa para no dejarlo solo. El narrador cree en ese momento que aquel motivo es cierto, pero actualmente sabe que no lo era. Además, está seguro de que su amigo obtuvo el título para darle la satisfacción a su padre, pero sabiendo que nunca ejercería de etnólogo.
Matos Mar comenta en una oportunidad que Zuratas tenía dudas éticas sobre la investigación y el trabajo de campo y que, en una discusión en el departamento de Etnología, había dicho que el trabajo de los etnólogos agredía y violentaba la cultura de las tribus, que con las grabadoras y otras herramientas de trabajo eran “el gusanito que entra en la fruta y la pudre” (p.14), de manera que las acciones de los etnólogos eran similares a las de los caucheros, madereros y otros blancos y mestizos que diezmaban las tribus.
El narrador, ahora en Firenze, recuerda ese episodio con una nueva significación. Se da cuenta de que, ya en ese momento, la conexión de Saúl con los machiguengas había alcanzo un clímax. Se pregunta cómo pensaba Mascarita; si creería definitivamente que ya nadie debería entrar a la selva para no contaminar esas culturas existentes en el lugar.
Saúl y el narrador no se vieron mucho los últimos meses en la Universidad. El narrador Se pregunta si, en caso de hacerlo, Mascarita le hubiera contado la decisión que tomó. Pero también piensa que ese tipo de decisión no se cuenta; “se va forjando de a poco, en los repliegues del espíritu, al sesgo de la propia razón y al resguardo de las miradas indiscretas” (p.15).
Análisis
En este capítulo se presentan más datos sobre el narrador-escritor. Sabemos que ingresó en la Universidad de San Marcos en 1953 y que estudió Letras, igual que el autor de la novela. Podemos ver también sus intereses en aquel momento: “Sartre, Malraux y Faulkner, mis autores preferidos de aquel año” (p.7), y “Tolstoi, la lucha de clases o las novelas de caballerías” (p.9), como revela su amigo. Vemos que sus intereses están fuertemente ligados al mundo occidental y académico, a diferencia de los de su amigo Saúl Zuratas, quien comienza a interesarse cada vez por los nativos de las tribus de la Amazonía peruana, su cultura, sus mitos y su preocupante situación social.
El narrador describe a Saúl con rasgos extraordinarios, no solo por su aspecto físico, cuyo rasgo particular es un lunar morado oscuro que le cubre el lado derecho de la cara. También tiene un carácter fuera de lo común: “él no se enojaba nunca por nada y con nadie” (p.10), siempre da una buena impresión y se toma con gracia incluso las ofensas hacia él: “reaccionaba siempre a las impertinencias con alguna salida chistosa.” (p.6). Además, se refiere a él como un “arcángel” (p.4). Con esto comienzan los motivos religiosos asociados a este personaje. Más adelante, el narrador habla de una “conversión” (p.9) que experimenta el personaje, “En un sentido cultural y acaso también religioso” (p.9).
El primer viaje de Saúl a Quillabamba es sin duda un viaje de transformación. Como señala Rita Gnutzmann, la navegación del personaje por el Pongo de Mainique puede leerse como viaje de iniciación. También se trata de un pasaje del mundo moderno a uno arcaico. En el capítulo 4, el narrador se refiere a ese “paso angosto entre montañas” (p.32) como a una línea divisoria que separa a los nativos que comenzaron el proceso de aculturación de los machiguengas, que viven diseminados en los bosques conservando su forma de vida tradicional. Este accidente geográfico es muy importante y, además, como veremos más adelante, en él sitúa la mitología machiguenga el origen del mundo.
La transformación de Saúl transcurre durante los primeros años de amistad entre él y el narrador. En el año 1956 “sin la menor duda, ya había descubierto lo que le interesaba en la vida” (p.6). Esto es, cuando ambos personajes están en el tercer año de sus estudios universitarios. El creciente interés de Saúl por la tribu amazónica se presenta como algo místico, como una conversión espiritual: “Es la única experiencia concreta que me ha tocado observar de cerca que parecía dar sentido, materializar, eso que los religiosos del colegio donde estudié querían decirnos en las clases de catecismo con expresiones como «recibir la gracia», «ser tocado por la gracia», «caer en las celadas de la gracia»” (p.9).
La fascinación de Saúl por la tribu machiguenga está en las antípodas del estudio académico, caracterizado por el acercamiento al objeto de estudio de manera metódica y lógica. El narrador habla de su decisión como la de “los santos y los locos” (p.15). Se trata de una transformación que excede el entendimiento humano, sucede "al sesgo de la propia razón” (p.15). Por eso, el proceso comparte también algunas características de la locura: “Me imagino que en el curso de ese proceso –la forja del proyecto y su mutación en acto– el santo, iluminado o loco, se va aislando, amurallando en una soledad que los demás no están en condiciones de hollar” (p.15).
El aislamiento de Saúl se compara con el de un iluminado o de un loco. En este sentido, es interesante señalar las lecturas de Giménez Micó y de Standish, que muestran la posible asociación entre los nombres Saúl Zuratas y Saulo de Tarso (luego convertido en el apóstol San Pablo). Standish incluso propone que el apellido de Saúl es casi un acrónimo del de Saulo (p.148), lo cual resulta convincente si se tiene en cuenta el apellido del apóstol en inglés: “Tarsus”.
Saulo de Tarso era también judío (igual que Saúl). En el relato bíblico, él experimenta una revelación divina en el camino de Damasco que lo transforma. También Saúl experimenta una transformación en el camino rumbo al río Timpinía (capítulo 7). El episodio bíblico se conoce como la conversión de San Pablo o caída en el camino de Damasco. En esta novela, el personaje no se cae, pero se clava una espina tratando de saltar un matorral de ortigas, con lo que su marcha se detiene por varios días. Durante ese tiempo, el personaje accede a una experiencia mística y transformadora, como veremos más adelante.
Al mismo tiempo, el proceso de transformación se presenta como la caída en una trampa, es decir, como un proceso que no fue premeditado ni aceptado voluntariamente. Lo vemos por ejemplo con la elección de la palabra “emboscada” (“Desde el primer contacto que tuvo con la Amazonía, Mascarita fue atrapado en una emboscada espiritual que hizo de él una persona distinta”, p.9), o con la referencia al laberinto (“el extraordinario mecanismo estaba ya en marcha y, pasito a paso, empujándolo un día acá, otro allá, iba trazando ese laberinto en el que Mascarita entraría para no salir jamás” (p.6). Además, cuando Saúl relata su viaje a través del Pongo de Mainique, este cruce aparece convertido en un laberinto (“dédalo”): “Toda una noche me estuvo relatando, entusiasmado, lo que fue para él cruzar en balsa el Pongo de Mainique, donde el Urubamba, apretado entre dos contrafuertes de la cordillera, se tornaba un dédalo de rápidos y remolinos” (p.8). Entonces, la transformación de Saúl está asociada con un proceso divino, con algo que excede al entendimiento humano y, al mismo tiempo, con una encrucijada o trampa.
Algunos datos históricos permiten situar este relato en el contexto sociopolítico de Perú. Por ejemplo, la amistad que mantienen el narrador y Saúl comienza durante los años de dictadura militar de Odría. En 1956, cuando termina la dictadura, los personajes están en el tercer año de la carrera universitaria, y es el momento en que Saúl ya ha decidido su destino, es decir, ya ha experimentado la transformación.
El periodo de la explotación cauchera es otro dato histórico al que se hace referencia frecuentemente en la novela. Saúl se refiere a él como la “época de la fiebre del caucho” (p.13). Otras veces se lo denomina “los años del caucho” o “la época del caucho”, y los machiguengas lo llaman “la sangría de los árboles”. La época de la extracción del caucho tuvo lugar entre el siglo XIX y comienzos del XX en la Amazonía peruana. Allí murieron muchos de los machiguengas, y en varias partes del relato se refieren a ese periodo como uno de los que trajo más perjuicio y dolor para la tribu.
La novela también plantea un interesante debate sobre qué hacer con la situación de las comunidades de nativos de Perú. El proceso de aculturación de muchos nativos es un hecho que conlleva la pérdida de las culturas primitivas. El debate gira en torno a la necesidad o no de proteger su cultura y formas de vida. También se cuestiona en qué medida los efectos de la intervención de los occidentales son perjudiciales para los nativos, tanto la de los caucheros como la de etnólogos, lingüistas y misioneros.
Al respecto aparecen contrapuestos los puntos de vista del narrador y de Saúl. El narrador muestra incertidumbre y no tiene una posición tomada frente al problema de los nativos, mucho menos una respuesta sobre qué hacer al respecto, pero se distancia de la mirada complaciente que tiene Saúl hacia esas tribus. Su planteo es de carácter práctico y racional, pero además es explícitamente controversial y provocador:
A veces, para ver hasta dónde podía llevarlo «el tema», yo lo provocaba. ¿Qué proponía, a fin de cuentas? ¿Que, para no alterar los modos de vida y las creencias de unas tribus que vivían, muchas de ellas, en la Edad de Piedra, se abstuviera el resto del Perú de explotar la Amazonía? ¿Deberían dieciséis millones de peruanos renunciar a los recursos naturales de tres cuartas partes de su territorio para que los sesenta u ochenta mil indígenas amazónicos siguieran flechándose tranquilamente entre ellos, reduciendo cabezas y adorando al boa constrictor? (p.10)
El narrador cree que Saúl idealiza a la cultura machiguenga, por lo que intenta tomar una posición más neutral y cuestiona la perspectiva de su amigo: “¿En serio te parece que la poligamia, el animismo, la reducción de cabezas y la hechicería con cocimientos de tabaco representan una forma superior de cultura, Mascarita?” (p.10).
Sin embargo, Saúl sabe que la cultura machiguenga también tiene sus defectos, y podría ser considerada “inferior” si se tienen en cuenta la mortalidad infantil y la situación de la mujer en esa tribu (p.10). Incluso menciona que en algunas tribus existe la esclavitud (p.10). Pero lo más incomprensible, cruel y difícil de aceptar es el “perfeccionismo” o infanticidio que practican las tribus Arawak, por la cual los niños y las niñas que nacen con algún defecto son asesinados. No obstante, y pese a esto, Saúl sostiene que nadie tiene derecho a terminar con una cultura. Podemos ver que el debate en términos de “inferior” o “superior” resulta improductivo, porque ni la cultura occidental ni la indígena son ideales. Mascarita menciona a “nuestros autos, cañones, aviones y Coca–Colas” (p.12) como lo más representativo de la cultura occidental, identificándola así con el consumismo y la militarización.
Asimismo, Saúl plantea el problema de la intervención occidental. Las distintas formas de intervención no solo atentan contra la identidad de los machiguengas, sino que también pueden atentar contra su propia humanidad, en la medida que el proceso de aculturación los convierte en “zombies” (p.12). Esto sucede, acaso, porque, apartados de su cultura, pierden el sentido de su existencia. Además, se cuestiona la idea misma de “civilizar” porque ninguna de las alternativas de asimilación cultural que se presentan pueden significar un “progreso” para la vida de los machiguengas:
¿O tú crees en lo de «civilizar a los chunchos», compadre? ¿Cómo? ¿Metiéndolos de soldados? ¿Poniéndolos a trabajar en las chacras, de esclavos de los criollos tipo Fidel Pereira? ¿Obligándolos a cambiar de lengua, de religión, de costumbres, como quieren los misioneros? ¿Qué se gana con eso? Que los puedan explotar mejor, nada más. Que se conviertan en zombies, en las caricaturas de hombres que son los indígenas semi aculturados de las calles de Lima” (p.12).
El tema de la discriminación está muy presente en esa obra. Es evidente que la discriminación en la tribu de nativos es distinta a la de los occidentales. Ellos son extremistas y crueles con quienes nacen con defectos, pero son absolutamente tolerantes con quienes tienen deformidades o enfermedades en etapas posteriores de la vida. En el capítulo 6, el narrador da cuenta de ello en la descripción que hace del niño machiguenga que tiene una deformidad en el rostro (el mismo que aparece en el capítulo 1 mostrándose con naturalidad ante la cámara del fotógrafo Malfatti): “por la manera desinhibida y natural con que actuaba y correteaba entre los otros chiquillos, no parecía, a simple vista al menos, objeto de discriminación y burlas a causa de su deformidad” (p.66).
En el capítulo 2, en cambio, vemos la discriminación que existe en la cultura occidental. Por un lado, muchos discriminan a Saúl por la particularidad del lunar que tiene en su rostro. Muchas personas son insolentes y agresivas con él, como, por ejemplo, el borracho del billar, que lo trata como un animal y como un monstruo: "¡Puta, qué monstruo! ¿De qué zoológico te escapaste, oye?" (p.6).
Además, en este capítulo podemos ver otras formas de discriminación, como la de la comunidad judía hacia la madre de Saúl: "la comunidad no la aceptaba no tanto por ser una goie como por ser una criollita de Talara, una mujer sencilla, sin educación, que apenas sabía leer" (p.5). A su vez, los machiguengas y otras tribus indígenas son discriminados en la sociedad peruana. Generalmente no se respeta ni valora la forma de vida que tienen por ser diferente a la de los occidentales: “Esos shipibos, huambisas, aguarunas, yaguas, shapras, campas, mashcos, representaban en la sociedad peruana algo que él podía entender mejor que nadie: un horror pintoresco, una excepcionalidad que los otros compadecían o escarnecían, pero sin concederle el respeto y la dignidad que solo merecían quienes se ajustaban en su físico, costumbres y creencias a la «normalidad»” (p.12).
Por otro lado, en este capítulo vemos valores notables de la tribu machiguenga, como su ideal de serenidad: “Lo más importante, para ellos, era la serenidad. No ahogarse nunca en un vaso de agua ni en una inundación. Había que contener todo arrebato pasional pues hay una correspondencia fatídica entre el espíritu del hombre y los de la Naturaleza y cualquier trastorno violento en aquél acarrea alguna catástrofe en ésta” (p.7). En cambio, según la cosmovisión machiguenga, quien se deja ganar por la rabia tuerce las líneas que sostienen el mundo, tal como explica Saúl en su carta dirigida al narrador. Con esta carta podemos ver, también, cómo Saúl transmite la sabiduría machiguenga entre los occidentales.
Finalmente, es destacable la referencia que encontramos en este capítulo al escritor Franz Kafka (1883-1924) y a su novela La metamorfosis. Por un lado, el loro de Saúl tiene nombre y apellido kafkiano: Gregorio Samsa (igual que el protagonista de dicha novela). Por otro, se dice que el personaje “había releído innumerables veces y poco menos que memorizado” (p.8) esa misma obra.