El hablador

El hablador Resumen y Análisis Capítulo 7

Resumen

El hablador les dice a los machiguengas que la sabiduría de la comunidad se está perdiendo y que quedan pocos seripigaris. El más sabio que conoció, Tasurinchi, el del Kompiroshiato, decía que lo importante era no impacientarse, porque si el hombre se adelanta al tiempo, genera confusión en el mundo y en los hombres que andan. El hablador agrega que, para no perder la serenidad, hay que comer lo debido y respetar las tradiciones. De lo contrario puede ocurrir lo que le pasó a Tasurinchi, el cazador, quien comenzó a comer venados, que son animales prohibidos. Como consecuencia de esto, un día se convirtió en uno.

En otra oportunidad, el hablador le preguntó a Tasurinchi, el del Kompiroshiato, por la costumbre machiguenga de pintarse el cuerpo con tintura de achiote. El seripigari le contó entonces la historia del pájaro moritoni, que era antes un niño machiguenga. Su madre era Inaenka, una diabla con apariencia de mujer que cojeaba, como todos los diablos. Ella mataba a las personas rociándolas con agua hirviendo. Una planta de achiote, llamada Potsotiki, viendo el daño que provocaba Inaenka, le habló a su hijo. Le indicó que comiera sus frutos para que su madre no lo reconociera, y que luego la llevara al Oskiaje con la promesa de que allí se volvería perfecta. Inaenka aceptó, y una vez en el lugar se dio cuenta de que se trataba de un engaño y de que quedaría atrapada allí. El niño, para escapar, renuncia a su cuerpo de hombre y se convierte en el pájaro el moritoni. Por esto, los machiguengas se pintan el cuerpo con tintura de achiote, buscando la protección de Potsotiki, y nunca matan al moritoni.

El hablador comenta que le hubiera gustado ser seripigari. Cuenta la historia de una mala mareada que tuvo: despertó y estaba convertido en un insecto, una chicharra machacuy. Su nombre era Tasurinchi-gregorio. Su familia lo encerró en una cabaña y él empezó a sentir hambre y miedo. Comió unas larvas de la madera y luego una lagartija se lo comió a él. Desde adentro del reptil alcanzó a ver que su familia entró a la cabaña y sintió alivio al ver que él ya no estaba.

El hablador le preguntó a Tasurinchi, el seripigari, por el significado de esa mala mareada. Él no lo sabía, pero le aconsejó que la olvidara, porque lo que se recuerda puede volver a ocurrir. Él le preguntó luego por el significado de su gran lunar. El hablador sugiere en su relato que esta particularidad no tiene una causa, y en ese momento los oyentes se escandalizan, pues para ellos todo tiene una causa, aunque sea desconocida.

El hablador les cuenta que antes le preocupaba mucho su lunar, pero dejó de importarle el asunto desde que notó que ellos no le daban importancia. Recuerda que cuando vivió con una familia por el río Koshireni, Tasurinchi le dijo: “Lo que las personas hacen y lo que no hacen, importa (…). Si andan, cumpliendo su destino, importa” (p.82).

El hablador se convirtió en lo que es sin proponérselo. Llegó a ser hablador porque primero escuchó. Recorría grandes distancias en la selva y se quedaba un tiempo con cada familia machiguenga. Así aprendió sobre sus formas de vida y sus costumbres. La primera vez que oyó la historia de Morenanchiite se quedó muy impresionado y luego empezó a repetir esta y otras historias, hasta convertirse en un hablador. Un día escuchó que lo llamaban “hablador” y se quedó asombrado. Desde entonces cree que encontró su destino.

El hablador comenta que escuchó la historia de una mujer qué ahogó a su hija en el río porque había nacido con un defecto físico. Los machiguengas le explican que eso ocurrió porque Tasurinchi sopla únicamente a mujeres y a hombres perfectos, y que a los “monstruos” (p.83) los sopla Kientibakori. Al hablador le cuesta entender su creencia, porque él nació con un gran lunar en la cara. Los machiguengas se ríen de su desconcierto y no le creen cuando afirma que tiene ese lunar desde su nacimiento.

El hablador les cuenta a sus oyentes que antes pertenecía a otro pueblo, el cual habitaba un territorio que también fue ocupado por viracochas. A su pueblo lo había creado Tasurinchijehová. Un día nació en el pueblo un niño distinto, un serigórompi. Había ido a cambiar las costumbres ya que, según él, la gente se había corrompido. Iba de un sitio a otro hablando y las personas creyeron que era un hablador. Tenía poder y magia, y las personas se preguntaron si era un machikanari o un seripigari. Él realizó milagros y algunas personas comenzaron a seguirlo. Los seripigaris se preocuparon por la situación. Pensaron que desaparecerían como pueblo si olvidaban sus tradiciones, y concluyeron que Tasurinchi era un impostor y que debían matarlo. Entonces lo crucificaron. Sin embargo, el hombre resucitó.

A partir de entonces el pueblo de Tasurinchijehová sufrió muchas desgracias. Fue expulsado de su tierra y sus miembros se vieron obligados a andar, como los machiguengas. Al igual que ellos, las familias de este pueblo se vieron obligadas a separarse para conseguir ser aceptadas en algunos sitios. Sin embargo, pese a todas las dificultades, lograron sobrevivir, mientras que otros pueblos más poderosos desaparecieron. Según el hablador, esto se debe a que los otros pueblos se alejaron de su destino y dejaron de cumplir sus obligaciones. El pueblo soplado por Tasurinchijehová, en cambio, permanece vivo porque cumple con sus obligaciones, respeta las prohibiciones y conserva sus tradiciones.

El hablador cuenta que visitó a Tasurinchi, el que vive por el río Timpinía. La mujer de Tasurinchi había perdido una gallina a causa de un temblor de la tierra, pero su esposo no le creyó y empezó a golpearla. Más tarde la tierra volvió a temblar. Entonces Tasurinchi golpeó nuevamente a su mujer diciendo que temblaba a causa de su mentira. Un día después Tasurinchi decidió echarse a andar con su familia. Todos partieron sin protestar. Tasurinchi se sintió tranquilo después de eso porque creía que, de esa manera, andando, cumplía con su obligación.

Cuando el hablador se separa de Tasurinchi empieza a caminar por el río Timpinía y se clava una espina de ortiga. Al detenerse nota la presencia de muchos loros y ve que cada vez llegan más y que hablan permanentemente. Recordando a Tasurinchi, el amigo de las luciérnagas, intenta entender qué dicen. Comienza a imitar sus ruidos y, de a poco, consigue entenderlos. Los loros le dicen que no le harán daño. Serán su compañía hasta que pueda volver a andar, y luego seguirán acompañándolo. Afirman que lo siguen desde hace mucho, pero que él ha tenido que clavarse una espina para descubrirlos. Los loros son también habladores, por eso lo siguen. El hablador, por su parte, siempre sintió afinidad con los loros. Ahora viaja tranquilo, sabiendo que está acompañado.

El hablador les cuenta finalmente a los machiguengas el motivo por el que lleva un lorito en su hombro. Cuando estaba yendo al Cashiriari, en el camino vio un nido donde había un loro recién nacido. Su madre lo picoteaba, intentando matarlo. Lo hacía porque tenía la pata torcida y los tres deditos en muñón. Él no sabía lo que sabe ahora, lo que le enseñaron los machiguengas, que los animales matan a las crías que nacen distintas. El hablador rescata al lorito y desde entonces viaja siempre con él. Lo llama Mascarita.

Análisis

En la mitología machiguenga, todos los animales han sufrido transformaciones, “Todos fueron antes algo distinto de lo que ahora son.” (p.77). En este capítulo podemos ver muchas transformaciones de personas en animales. Un cazador machiguenga se transforma en venado por no respetar la prohibición de cazar ese animal; un niño se transforma en un pájaro, el moritoni, luego de ayudar a los machiguengas a prevenir las quemaduras de piel. También el hablador experimentó en una mala mareada una transformación. Su relato es una versión de la Metamorfosis de Franz Kafka, que combina elementos de la historia original con otros provenientes de la cultura machiguenga: el protagonista, Tasurinchi–gregorio (Gregorio Samsa en la obra de Kafka), despierta convertido en un insecto. La familia de él se avergüenza, siente repugnancia, lo ignora y lo deja encerrado en una cabaña (lo encierran en su habitación en La metamorfosis). Al final, Tasurinchi–gregorio muere y su familia siente alivio.

Esta historia es un vínculo evidente que conecta al hablador con Saúl Zuratas, ya que La metamorfosis es su libro favorito, y, según se dice en el capítulo 2, “había releído innumerables veces y poco menos que memorizado” (p.8).

La historia de La metamorfosis trata sobre la exclusión, el temor a lo distinto y la monstruosidad. Saúl Zuratas puede sentirse identificado con esta historia. Él sintió más de una vez el rechazo de la sociedad. Incluso lo han tratado de “monstruo” (por ejemplo, en el incidente con el hombre borracho del billar, en el capítulo 2). Sin embargo, entre los machiguengas se siente aceptado, porque a ellos no les importa el aspecto físico sino las acciones de las personas:

«¿Les importa verme? ¿Que sea como soy les importa?» «Lo que las personas hacen y lo que no hacen, importa», me explicó Tasurinchi, el más viejo. Diciendo: «Si andan, cumpliendo con su destino, importa. Si el cazador no toca lo que ha cazado, ni el pescador lo que ha pescado. El respeto de las prohibiciones, pues. Importa si son capaces de andar, para que el sol no se caiga. Para que el mundo esté en orden, pues. Para que no vuelvan la oscuridad, los daños. Es lo que importa. Las manchas de la cara, no, tal vez.»” (p.82)

Por otro lado, el hablador cuestiona la práctica del infanticidio que mantienen los machiguengas. Acá podemos ver, como propone Costa Cruz, que el hablador intenta interferir en las creencias machiguengas, y acaso quiera cambiarlas. En esto se asemeja, en definitiva, a los lingüistas del Instituto de Verano, a quienes critica justamente por este mismo motivo. Pero acá también se hace explícito, siguiendo a Costa Cruz, que los machiguengas no son meros receptores pasivos (Costa Cruz, p.141). En este capítulo se muestran por primera vez las reacciones de los oyentes frente a los comentarios del hablador. Ellos se niegan a creer que el hablador haya nacido con la mancha en el lado derecho de su cara, porque en su cultura no habría sobrevivido: “¿Por qué me soplaría así Tasurinchi? Calma, calma, no se enojen. ¿De qué gritan? Bueno, no fue Tasurinchi. ¿Sería Kientibakori, entonces? ¿No? Bueno, tampoco él. ¿No dice el seripigari que todo tiene su causa? No he encontrado la de mi cara todavía. Algunas cosas no tendrán, entonces. Ocurrirán, nomás. Ustedes no están de acuerdo, ya lo sé. Lo puedo adivinar sólo mirándoles los ojos” (p.82). En otras oportunidades, los oyentes también se ríen, incrédulos, por el mismo motivo: “No se rían, les estoy diciendo la verdad. Nací con ella. De veras, no hay motivo para la risa. Ya sé que no me creen" (p.82). De esta manera podemos ver que los machiguengas son receptores activos.

El hablador insiste con su perspectiva, como podemos ver al final del capítulo, cuando cuenta el motivo por el que lleva siempre un lorito acurrucado en su hombro. La madre del animal intentaba matarlo por haber nacido distinto y él lo rescató. A él no le importa que haya nacido “impuro”, afirma. Aunque intuye que, “como los machiguengas, tampoco ellos aceptan la imperfección” (p.91), quiere mostrar su disentimiento y su propio punto de vista.

Por otro lado, en este capítulo el hablador relata su propia transformación. No se trata de una transformación física, como en los relatos anteriores, sino más bien espiritual. Antes de descubrir su destino, él era como un cuerpo sin alma: “Era envoltura nomás, una cáscara, cuerpo del que se fue su alma por el alto de la cabeza” (p.82). No fue una transformación premeditada. Él se convierte en hablador cuando la comunidad lo reconoce como tal. Desde entonces asumió su destino, que es también su obligación. Alguna vez ha imaginado ser un seripigari, pero Tasurinchi, el seripigari del Kompiroshiato, le explica que eso no es posible, y que cada uno debe ocupar su lugar: “Tendrías que nacer de nuevo, más bien. Pasar todas las pruebas. Purificarte. Tener muchas mareadas, malas y buenas, y, sobre todo, sufrir. Llegar a la sabiduría es difícil. Ya eres viejo, no creo que la alcanzarías. Además, quién sabe si será ése tu destino. Márchate, ponte a andar. Habla, habla. No tuerzas el orden del mundo, hablador” (p.77).

Para poder ser un hablador, en primer lugar, el personaje tuvo que aprender a escuchar, ser un “escuchador” (p.82). En el capítulo 5 vimos que la sabiduría está ligada a la capacidad de escuchar. El hablador comenzó escuchando las historias que las familias machiguengas le contaban. La primera vez que oyó la historia de Morenanchiite se quedó muy impresionado. Esta es la historia que Saúl Zuratas le cuanta al narrador al comienzo de la novela, por lo que podemos ver que, ya entonces, su transformación había comenzado.

Pero, además, el hablador aprendió a escuchar a los seres de la naturaleza, como Tasurinchi, el amigo de las luciérnagas. El hablador consigue escuchar a los loros gracias a un accidente, cuando se clava una espina de ortiga en el pie y se ve obligado a detener su marcha por unos días. Entonces le ocurre una experiencia transformadora: comienza a escuchar lo que dicen las aves.

El relato de Tasurinchijeová establece una comparación entre el pueblo judío y los machiguengas. Jehová es un nombre con el que en el judaísmo se refieren a Dios. El hablador cuenta la historia del pueblo y la llegada de Jesucristo (a quien llama "Tasurinchi"). Él es un hombre que nace distinto, un “serigórompi". Podemos ver acá también una analogía entre él y el hablador, ya que este el nombre con el que los lingüistas lo llaman a él (Capítulo 6): “Lo que los machiguengas llaman un serigórompi. Quiere decir un excéntrico, alguien distinto de lo normal” (p.72). Además, Tasurinchi cumple un rol semejante: “iba de un lado a otro, como yo. Hablando, hablando iba” (p.85).

El relato muestra cómo los judíos, al igual que los machiguengas, se vieron obligados a andar, a marchar de un sitio a otro, para poder sobrevivir como pueblo, luego de que comenzó su persecución. El relato puede servir para advertir a los machiguengas sobre el peligro de cambiar sus tradiciones. Los seripigaris de esta historia se preguntan: «¿No somos lo que creemos, las rayas que nos pintamos, la manera en que armamos las trampas?» (p.85). El relato concluye dejando un mensaje: explica que otros pueblos más grandes y poderosos han desaparecido, mientras que el pueblo judío perdura gracias a que respeta sus tradiciones y cumple con sus obligaciones: “Sería que, pese a todo lo que le ocurrió, el pueblo de Tasurinchi–jehová no se desemparejó de su destino. Cumpliría su obligación, siempre. Respetando las prohibiciones, también” (p.86).

Finalmente, las últimas palabras del capítulo, “Mas–ca–ri–ta, Mas–cari–ta, Mas–ca–ri–ta…” (p.92), el nombre del loro del hablador, ya prácticamente eliminan cualquier duda acerca de que él es Saúl Zuratas, el amigo del narrador-escritor, quien tiene este nombre por apodo.

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