El hablador

El hablador Resumen y Análisis Capítulo 4

Resumen

El narrador conoce la selva amazónica a mediados de 1958. Lo invita su amiga Rosita Corpancho, quien trabaja en la Universidad de San Marcos. Van a una expedición al Alto Marañón organizada por el Instituto Lingüístico.

Hay muchas personas que están en contra de este Instituto, como las agrupaciones de izquierda, que lo acusan de trabajar para el imperialismo norteamericano, haciendo un trabajo de “penetración cultural neocolonialista” (p.28) entre las tribus amazónicas. También hay, entre sus opositores, antropólogos que piensan que el Instituto trata de occidentalizar a las tribus para incorporarlas a una economía de mercado.

El narrador cuenta que el viaje lo ayuda a entender mejor el deslumbramiento de Saúl, pero, a su vez, reafirma las discrepancias que tiene con él. Considera que querer preservar a las tribus tal como son es imposible. Por un lado, la mayoría de ellas ya tiene influencias occidentales y mestizas. Por otro, el estado primitivo en que viven actualmente los convierte en víctimas de despojos y crueldades.

En la aldea aguaruna encuentran al cacique Jum, quien ha sido torturado recientemente por las autoridades civiles de otro poblado por organizar una cooperativa entre los pueblos de la zona. Su intención era comercializar caucho y pieles directamente en las ciudades, a un precio mejor que el que establecían sus patrones.

Una de las historias que más cautiva al narrador es la de un prisionero al que la tribu de los shapras tienen en libertad. Los captores no encerraron al hombre sino a su perro, pues confían en que la fidelidad con su animal será inquebrantable y le impedirá abandonarlo.

Una pareja de lingüistas, los esposos Schneil, le cuenta que los machiguengas viven diseminados en la región del Pongo de Mainiqui. Son una tribu pacífica. Es probable que nunca hayan vivido en comunidad. Siempre fueron desplazados por tribus más poderosas como los Incas, o por los blancos, quienes iban ocupando sus tierras en busca de caucho, oro, o producción agrícola. Esto hizo que se desplazaran hacia regiones donde la tierra no era muy fértil y había escasez de animales, condiciones que hacían imposible la supervivencia en grupos numerosos de personas. No tenían caciques. Sus únicas autoridades eran los padres de cada familia. Se cree que cada dos años aproximadamente se mueven en busca de zonas más fértiles y con mayor cantidad de animales. Explican que usan tabaco, ayahuasca y otras plantas alucinógenas para sus sesiones, a las que llaman “mareadas”.

Los machiguengas no tienen nombres propios. Sus nombres son circunstanciales y dependen de acontecimientos o actividades que hacen. Entre ellos hay numerosas muertes voluntarias. Una enfermedad leve suele matarlos. Además, una vez enfermos, se niegan a tomar medicinas o dejarse curar. Si alguien estornuda frente a ellos se van, espantados.

El objetivo principal que tienen los Schneil es traducir la Biblia al machiguenga. La señora Schneil comenta que hay un personaje entre los machiguengas al que podrían llamar “el hablador”. Ellos nunca lo vieron pero comentan que los machiguengas se refieren a él con mucho respeto. Los lingüistas piensan que el hablador o los habladores son como “los correos de la comunidad” (p.37). Se mueven en el territorio por donde están dispersos los machiguengas, contando sobre muertes, nacimientos y otros sucesos de la tribu. El señor Schneil cree que el hablador también relata historias acerca del pasado de la comunidad y funciona como una “memoria” (p.37) de la misma. Al narrador lo conmueve esta figura que recorre grandes distancias para recordarles a los miembros de la comunidad que, a pesar de estar dispersos, comparten creencias y tradiciones, y que forman una comunidad.

A su regreso, el narrador se reúne con Saúl y le cuenta sobre los habladores. Él muestra desinterés por el tema. Saúl expresa su desacuerdo con el Instituto Lingüístico de Verano. Afirma que los lingüistas destruyen las creencias y el espíritu de los machiguengas y los acusa de querer cambiar su modo de ser al traducir la Biblia al machiguenga. Cree que intentan borrar su cultura, sus dioses y sus instituciones, como hicieron en su país, Norteamérica, con los pieles rojas, para que se vuelvan así sirvientes de los blancos. Saúl cree que lo mejor es no tocar las tribus. Comenta que los machiguengas tienen una relación profunda con la naturaleza y con Dios, y que la cultura occidental hizo de Dios algo prescindible. Para las tribus amazónicas, Dios es el aire, el agua, la comida, es decir, una necesidad vital. Por eso cree que el Dios abstracto que quieren inculcarles los lingüistas no les servirá para nada en su vida diaria. Esta es la última vez que Saúl y el narrador se ven. En los años posteriores, el narrador le escribe tres cartas a Saúl, pero no recibe respuestas.

El narrador empieza a escribir un relato sobre los habladores. Busca información sobre la lengua y el folklore de la tribu en el convento de los dominicos en Madrid, leyendo artículos y conversando con Fray Elicerio Maluenda. También descubre en Firenze, leyendo la Divina Comedia de Dante, similitudes entre la cosmovisión machiguenga y la que se plasma en la obra dantesca. Para la tribu machiguenga, la tierra es el centro del cosmos. Hay dos regiones arriba y dos regiones abajo. Cada una con su sol, su luna y sus ríos.

A fines de 1963, Matos Mar le cuenta al narrador que Saúl fue a vivir a Israel unos años atrás. Su padre, Don Salomón, quería morir allí y él lo acompañó. Matos Mar cree que pudo adaptarse bien a la vida en Israel. Dice que en Lima ya no hacía nada; la Etnología lo había decepcionado y dejó sin terminar su tesis doctoral.

Análisis

Este capítulo está narrado nuevamente por el narrador-escritor. Acá comienzan a aparecer los primeros datos enigmáticos sobre el hablador, la figura central de esta novela. Se dice de él que no es curandero, sacerdote ni brujo, y que su función parece ser, como indica su nombre, hablar (p.36). El narrador se queda cautivado con esta figura durante mucho tiempo. Le atrae la idea de que el hablador pueda ser esencial para la cultura machiguenga, dada la condición de aislamiento en que viven. El hablador sería entonces quien liga a los miembros dispersos de esta comunidad: “Sus bocas eran los vínculos aglutinantes de esa sociedad a la que la lucha por la supervivencia había obligado a resquebrajarse y desperdigarse a los cuatro vientos. Gracias a los habladores, los padres sabían de los hijos, los hermanos de las hermanas, y gracias a ellos se enteraban de las muertes, nacimientos y demás sucesos de la tribu” (p.37).

Al mismo tiempo, el narrador advierte que la función del hablador no es meramente informativa o recreativa. Contar historias resulta vital para esta tribu, porque gracias a ellas mantienen vivo el recuerdo de sus mitos y el sentido de sus costumbres. El hablador es “la memoria de la comunidad” (p.37), como sostiene Schneil. Al narrador lo conmueven las grandes distancias que este recorre para contar las historias que mantienen con vida a los machiguengas, recordándoles que comparten creencias y tradiciones y que forman una comunidad.

Pero además, al narrador-escritor lo inquieta esa figura, acaso porque se siente interpelado por ella, en la medida en que también él es un contador de historias. La función que él mismo cumple en la sociedad es una pregunta que queda latente. Según sus palabras, los habladores “son una prueba palpable de que contar historias puede ser algo más que una mera diversión (…). Algo primordial, algo de lo que depende la existencia misma de un pueblo” (p.37), afirma, y compara su actividad con un “quehacer, necesidad, manía humana” (p.37). La transmisión de relatos sería entonces una necesidad universal. Por eso también en otras culturas existen o existieron figuras semejantes a la del hablador. A propósito, por ejemplo, el señor Schneil compara su función con la de los trovadores y juglares medievales (p.37).

En este capítulo también se presenta más información sobre la forma de vida machiguenga. Ellos no reconocen otra autoridad más que la del padre de cada familia. Su vida semi-nómade está directamente relacionada con las condiciones naturales del lugar: “La pobreza de la zona obligaba a estas células humanas a moverse continuamente, conservando una considerable distancia unas de otras, a fin de no mermar demasiado la caza. Debido a la erosión y empobrecimiento de la tierra, debían mudar sus sembríos de yucas cada dos años, a lo más” (p.33). Esto explica cómo el hábito de andar, ligado a la historia mítica de la caída del sol, resulta funcional para los machiguengas.

Además, los Schneil explican que el índice de muertes voluntarias entre los machiguengas es altísimo, y que a veces se quitan la vida por motivos fútiles. Esto puede explicarse por su concepto de la vida como un tránsito, como un ir y volver: “Los que se iban, volvían, metiéndose en el espíritu de los mejores” (p.16); “Se va y vuelve, como las almas con suerte” (p.17). Esto también explica por qué se niegan a tomar medicamentos: “«Para qué, si de todas maneras hemos de irnos», respondían” (p.33). El temor que sienten a los estornudos se explica por la historia del Padre Blanco narrada en el capítulo precedente: “(…) al regresar de uno de sus viajes, el Padre Blanco ya había cambiado de alma, aunque su cara fuera la misma. Se había vuelto kamagarini y traía daño. (…) [Estaba] tumbado en su estera y lo veían hacer muecas. ¡Achiss! ¡Achiss!” (p.22).

Por otro lado, algunos datos lingüísticos nos ayudan a aclarar la forma de hablar que encontramos en los capítulos del narrador-hablador. Los machiguengas no tienen nombres propios; el nombre que utilizan es “siempre provisional, relativo y transeúnte” (p.33). Esta es la razón por la que encontramos una profusión de personajes con el nombre “Tasurinchi”, a los que solo podemos diferenciar por su apelativo, como, por ejemplo, “Tasurinchi, el que vive en el codo del arroyo”. También sabemos que cuentan solo hasta cuatro, y expresan las cantidades superiores con el adjetivo “muchos”.

Otra característica interesante es el uso de los tiempos verbales en la lengua machiguenga. La señora Schneil muestra cómo “el antes y el ahora eran poco diferenciables” (p.37) en su forma de hablar. En los capítulos del narrador-hablador vemos con frecuencia el uso de los adverbios “antes” y “después” para marcar momentos temporales, pero este uso señala más bien la diferencia entre un tiempo mítico y uno que no lo es, que abarca probablemente el pasado y el presente.

La descripción que hace a continuación el narrador de la organización del cosmos según la mitología machiguenga deja ver algunas similitudes con el paraíso y el infierno dantescos. Él alude a la Divina comedia de Dante Alighieri con el nombre "Commedia", tal como la llamó su autor originalmente. Los machiguengas conciben un cosmos divido en regiones que se extienden hacia arriba y hacia abajo. En la región más elevada está el Inkite, donde vive Tasurinchi, el dios del bien (p.42). Este es similar al Paraíso dantesco, tanto por su ubicación espacial como por ser el lugar donde está Dios. Hacia bajo “anidaba la lóbrega región de los muertos, cubierta casi toda ella por el río Kamabiría, donde navegaban las almas de los fallecidos antes de instalarse en su nueva morada” (p.42). Este río es semejante al Aqueronte, que Dante cruza junto con Virgilio, transportado por el mítico barquero Caronte (Infierno, III, vv. 70-120). Es el primer río del infierno dantesco. Por allí navegan las almas de los que murieron recientemente y se dirigen al infierno.

Por último, la región más profunda del cosmos machiguenga, el Gamaironi, río de aguas negras, son los dominios de Kientibaroki, “espíritu del mal” (p.42). Es semejante al último círculo del infierno dantesco, ya que este es el sitio más profundo y allí también reside “el monarca del doloroso reino” (Infierno, XXXIV, v. 28). Este es un sitio helado en la Divina Comedia. Igual que en este poema, en la mitología machiguenga el descenso también implica una disminución de la temperatura: “El sol de cada región iba perdiendo fuerza, brillantez, en relación con la precedente. El de Inkite era un sol fijo y radiante, blanco. El de Gamaironi, un sol oscuro y helado” (p.42).

Finalmente, en este capítulo pueden verse nuevamente contrastados los diferentes puntos de vista sobre la intervención de "los blancos” en las culturas nativas. El narrador presenta las distintas perspectivas sin dejar cerrada la discusión, por lo que el lector puede sacar sus propias conclusiones. El foco está puesto sobre todo en la labor del Instituto Lingüístico, al que pertenecen los esposos Schneil, y que es objeto de muchas críticas. Se lo acusa de ser un brazo del imperialismo norteamericano que, bajo la coartada de la investigación científica, realiza una labor de penetración cultural neocolonialista. Algunos antropólogos le reprochan que pervierta a las culturas aborígenes, tratando de occidentalizarlas e incorporarlas a una economía de mercado. El propósito explícito de los lingüistas que lo integran es traducir la Biblia al machiguenga y difundirla entre los nativos.

Rosita Corpancho es una defensora del Instituto, pues cree que estudiar las lenguas y dialectos de la Amazonía y establecer vocabularios y gramáticas de las distintas tribus le sirve a su país. Saúl, en cambio, es uno de los principales opositores. Acusa a sus integrantes de querer borrar la cultura machiguenga, “Como habían hecho con los pieles rojas y los otros, allá en su país” (p.39). La pregunta dirigida al narrador vuelve a poner el foco en el problema de la asimilación cultural: “¿Eso quería para nuestros compatriotas de la selva? ¿Que se convirtieran en lo que eran, ahora, los aborígenes de Norteamérica? ¿Que se volvieran sirvientes y lustrabotas de los viracochas? ” (p.39). La propuesta de Saúl frente a esta situación es no tocar a las tribus. “Nuestra cultura es demasiado fuerte, demasiado agresiva. Lo que toca, lo devora” (p.39).

Durante quinientos años nadie pudo someter a los machiguengas; ni los incas, ni los españoles, por lo que esta tribu demostraba ser muy fuerte, pero finalmente los lingüistas están consiguiendo vivir entre ellos y formar comunidades. Esto es alarmante para Saúl. El Dios “abstracto” que los lingüistas quieren imponerles no les sirve a los machiguengas para su vida diaria. Para ellos, Dios es la naturaleza. Además, su relación con la naturaleza es mucho más profunda y sutil que la de los occidentales: “Esa armonía que existe entre ellos y esas cosas nosotros ni sabemos lo que es, pues la hemos roto para siempre” (p.39).

El narrador se burla de la posición de Mascarita, puesto que cree que es idealista y lo acusa de “indigenista cuadriculado” (p.39). Sus propias ideas socialistas tampoco representan una alternativa, según él, frente a la situación de los indígenas de Perú: “¿Creíamos, de veras, que el socialismo garantizaría la integridad de nuestras culturas mágico religiosas? ¿No había ya bastantes pruebas de que el desarrollo industrial, fuera capitalista o comunista, significaba fatídicamente el aniquilamiento de aquéllas?” (p.31). El narrador cree que, de cualquier forma, tarde o temprano, las tribus se terminarán contaminando de las influencias occidentales y mestizas. Además, pone en duda que la preservación de su cultura sea deseable: “¿era deseable aquella quimérica preservación? ¿De qué les serviría a las tribus seguir viviendo como lo hacían y como los antropólogos puristas tipo Saúl querían que siguieran viviendo? Su primitivismo las hacía víctimas, más bien, de los peores despojos y crueldades” (p.29).

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