Y ahora otra vez me había hecho la pregunta: ¿la amo? Y otra vez no supe contestarla, o sea, mejor dicho, de nuevo, por centésima vez, me respondí que la odio. Sí, la odiaba. Había minutos (y precisamente siempre al final de nuestras conversaciones) ¡en que hubiera dado la mitad de mi vida por estrangularla! Lo juro, si hubiera sido posible hundir lentamente en su pecho un cuchillo afilado, creo que lo habría hecho con placer. Y sin embargo, lo juro por todo lo más sagrado, sin en el Schlangenberg […] ella me hubiera dicho efectivamente: “tírese abajo”, me habría tirado al instante, e incluso con placer.
Estas reflexiones nos permiten abordar el tema de la relación de amor y odio que tienen Alexéi y Polina. Vemos cómo Alexéi no está seguro de lo que siente por Polina, porque cada vez que se pregunta si la ama, se responde a sí mismo que la odia y se anima a confesar que ha tenido deseos de hacerle daño, e incluso de matarla. Alexéi contrapone estos deseos con el hecho de que sería capaz de tirarse del Schlangenberg, una colina ubicada en el oeste de Alemania, si Polina se lo pidiera. Ya sea que piense en asesinar o en matarse, en todo caso se trata de experimentar emociones fuertes y desmedidas, como si Alexéi solo supiera amar y odiar de forma extrema. La relación entre Polina y Alexéi parece confirmar aquel dicho de que “los que se pelean, se aman”. Sin embargo, esta forma de concebir el amor tan cercana al odio se revela como falsa, puesto que Mr. Astley y la propia Polina ponen en duda que Alexéi la ame en verdad. Sea como fuere, su concepción del amor es tóxica y dañina, porque despierta sentimientos violentos.
Confieso que me latía el corazón y que no tenía sangre fría; sabía con seguridad y había decidido hace mucho que no me iría de Ruletenburgo así nada más; infaliblemente algo definitivo y radical va a suceder en mi destino. Así debe ser y así será. Por más ridículo que parezca que espere tanto de la ruleta, creo que más ridícula todavía es la opinión rutinaria, aceptada por todos, de que es tonto y absurdo esperar algo del juego. ¿Y por qué el juego sería un medio de conseguir plata peor que cualquier otro, por ejemplo, digamos, que el comercio? Es verdad que de cien gana solo uno. Pero ¿a mí eso qué me importa?
Alexéi cree firmemente que el juego le dará la oportunidad de cambiar su destino. Comprende que puede parecer absurdo esperar tanto de la ruleta, pero su convicción no se basa en principios coherentes o racionales. Él confía en el juego siguiendo lo que él describe como la manera de obtener riquezas a la rusa, sin cálculo y arriesgándolo todo, esperando el golpe de suerte. Por eso, cuando dice que no le importa que las probabilidades estén en su contra, está siguiendo la forma de ser del carácter nacional ruso. En el tema del juego se cruza el tema de la moralidad y la moralina, porque para Alexéi conseguir dinero por medio del juego no es menos digno que obtenerlo a través del cualquier otro medio, como el trabajo. Él no ve nada inmoral en querer ganar rápido y en cantidad. Más adelante dice que “el lucro y el beneficio” podrían ser de por sí “ruines” (p.18), pero eso no convierte en más o menos moral el modo de alcanzar ese fin material.
¡Directo del manual! Usted supone que yo quizás no sepa comportarme con dignidad. Es decir que yo sería un hombre digno, pero que no sé guardar la dignidad. ¿Sabe que quizás así sea? Todos los rusos son iguales, ¿y sabe por qué?: porque los rusos están demasiado rica y multifacéticamente dotados como para hallar pronto una forma decorosa. Es un problema de forma. La mayoría de nosotros los rusos estamos tan ricamente dotados que hay que ser un genio para encontrar una forma decorosa. […] Solo a los franceses y tal vez a algunos otros europeos les ha tocado una forma tan buena que pueden mostrar una dignidad extraordinaria y ser la persona más digna. Por eso la forma significa tanto para ellos.
Cuando Polina le dice a Alexéi que “en cualquier situación es posible comportarse con dignidad” (p.43), y que si hay luchas estas deben elevarnos y no rebajarnos, este le responde diciendo que sus frases son “de manual”, es decir, que sigue los protocolos que mantienen las apariencias, pero que son frases vacías. Es entonces que define la dignidad que cada persona conserva en relación con la posibilidad de conservar las formas del decoro. Alexéi sostiene que no puede mantener las formas porque él, como cualquier ruso, es una persona demasiado compleja, con muchas facetas, y que a los rusos se les dificulta hallar formas decorosas de comportarse. Contrapone el carácter ruso con el francés, a quienes reconoce como personas dignas porque saben preservar, mejor que cualquier otro, las formas. Esta contraposición pone en relación el tema de la lucha entre Rusia y Occidente con la crítica que realiza al narrador a esa forma falsa de ser cortés y digno que preserva el orden social, pero que él considera falsa o carente de sentido.
Ya pasaron dos días desde aquella estúpida jornada. ¡Y cuántos gritos, ruido, rumores y agitación! Y de todo este revuelo, desorden, estupidez y bajeza, yo soy la causa. Por otro lado, a veces es ridículo, para mí al menos. No logro explicarme lo que me pasó, si me encuentro en un estado frenético, en efecto, o sólo me descarrilé y hago escándalos hasta que me aten. A veces me parece que me falla la cabeza. Y otras me parece que todavía no estoy lejos de la niñez, del banco del colegial, y que sólo hago travesuras groseras.
Más allá de su filosofía en contra de preservar las apariencias que mantienen el orden social, Alexéi admite que su comportamiento es errático, infantil y difícil de explicar. Se reconoce a sí mismo como agente del caos, pero, al mismo tiempo, confiesa que no sabe qué fue lo que lo movió a generar tanto “desorden, estupidez y bajeza”. Tal vez es su latente adicción al juego lo que lo hace actuar como poseído por un frenesí que lo hace descarrilar. En todo caso, al manifestar sus dudas sobre su estado mental se revela como un narrador muy atravesado por su percepción subjetiva, de quien no debemos creer todo lo que piensa y percibe sin un poco de desconfianza.
Por supuesto, dije, me siento con razón ofendido; sin embargo, comprendiendo la diferencia de años, de posición en la sociedad, etc., etc. (apenas contuve la risa en este lugar), no quiero cargar con una nueva ligereza, es decir, exigirle directamente al barón o siquiera solo proponerle una satisfacción. Aun así, me considero con todo el derecho de ofrecerle, y sobre todo a la baronesa, mis disculpas, tanto más cuanto que efectivamente en el último tiempo me he sentido enfermo, abatido, y, por así decirlo, caprichoso, etc., etc. Sin embargo, el mismo barón con su, ofensiva para mí, apelación de ayer al general y con su pedido de que el general me privara de mi puesto, me ha puesto en una situación tal que él y la baronesa, y todo el mundo, van a pensar con seguridad que fui a disculparme por miedo, para recuperar mi trabajo. De esto se sigue que ahora me encuentro obligado a pedirle al barón que se disculpe él primero ante mí […]. Y cuando el barón diga esto, recién entonces le ofreceré, con los brazos abiertos […], mis disculpas.
Todo este razonamiento que Alexéi le expone a De Grieux pone de manifiesto su crítica al modo en que la nobleza preserva las formas, siguiendo un protocolo de disculpas y respetos que considera ridículo. Como nos revela que dijo todo esto conteniendo la risa, tenemos que leer sus palabras en clave irónica. Para la sociedad en la que se mueve Alexéi, es inconcebible que un simple maestro que ha ofendido a un barón pretenda que este le pida perdón por haber acudido a su jefe para que responda por él. No es extraño en absoluto que el barón haga su reclamo con alguien de mayor rango, siguiendo las jerarquías sociales. Por eso, que Alexéi le exija una satisfacción al barón –un resarcimiento del honor a través del duelo– sería para todos intensificar el escándalo, porque significa que Alexéi se cree a la misma altura que su contrincante. Alexéi entiende esto perfectamente, y si bien no le gusta que lo consideren una persona insignificante –algo que ya se había anticipado en el inicio de la novela, cuando cuenta la anécdota de que amenazó con escupirle el café a un monseñor (ver sección “Resumen y análisis Capítulos 1-3)– en rigor no le interesa hacerse respetar, sino ir en contra del sistema de valores que mantienen el orden social.
Perdimos también el segundo Federico de oro; apostamos un tercero. La abuela apenas se mantenía sentada de la fijeza con que miraba, con los ojos afiebrados, la bola que saltaba por las canaletas de la rueda al girar. Perdimos un tercero. La abuela estaba que se salía de sí, no se quedaba quieta, incluso golpeó con el puño en la mesa cuando el crupierito anunció “trente six” en vez del esperado zéro.
Las partes en las que Alexéi repone en su narración cómo fueron sus jugadas y las de la abuela en la ruleta son vertiginosas y atrapantes. Como lectores, experimentamos las emociones intensas del jugador mientras apuesta y podemos empatizar con esa sensación de intoxicación que tiene cuando gana, el miedo que lo posee cuando arriesga demasiado y la frustración que siente cuando pierde. En este pasaje, el narrador nos muestra la obsesión de la abuela por la ruleta, que apuesta una y otra vez siguiendo fijamente el recorrido de la bola con ojos afiebrados. Descripciones como estas nos revelan que el juego consume la energía de las personas, haciendo que se salgan de sí mismas.
Sí, a veces el pensamiento más loco, el pensamiento en apariencia más imposible, se mete tan profundo en la cabeza que uno termina por tomarlo como algo realizable… Además, si la idea se une a un deseo fuerte y apasionado, entonces uno termina a veces por tomarla por algo fatal, imprescindible, predestinado, ¡por algo que ya no puede sino ser y suceder! Tal vez, haya aquí algo, cierta combinación de presentimientos, cierto fortalecimiento inusual de la voluntad, una autointoxicación de la propia fantasía u otra cosa… no lo sé; pero conmigo pasó esa noche (que nunca en la vida voy a olvidar) un suceso maravilloso.
Estas palabras anticipan lo que será el “suceso maravilloso” de la vida de Alexéi, tal como él lo concibe, aunque, en realidad, fue el suceso que terminó por consolidar su adicción al juego. Alexéi se dirige al casino motivado por la idea de ganar dinero para dárselo a Polina; así esta podrá rechazar la plata que De Griuex le quería devolver, perdonando una parte de la deuda. Pero enseguida su amor por Polina pasa a un segundo plano, y lo que lo mueve es un pensamiento loco o imposible que, en su cabeza, se convierte en una convicción: la de que sin dudas ganará apostando en la ruleta. Alexéi tiene un golpe de suerte aquella noche, y gana una cantidad enorme de dinero. Ese resultado lo hace convencerse de que existe una conexión entre su presentimiento de que ganaría a toda costa y haber salido victorioso. Lo trágico es que este convencimiento lo arruina por completo, porque a partir de entonces Alexéi dedicará su vida a jugar, perdiendo interés en cualquier otra cosa o persona.
Pero yo, por algún extraño capricho, habiendo notado que había salido el rojo siete veces seguidas, me apegué a él a propósito. Estoy convencido de que esto se debía solo en parte al amor propio; quería asombrar a los espectadores con un riesgo insensato y –ay, qué extraña sensación– recuerdo con nitidez que, en efecto, un terrible deseo de riesgo se apoderó de pronto de mí sin ningún reto del amor propio. Quizás después de pasar por tantas sensaciones, el alma no se sacia, sino que se irrita con ellas y exige más sensaciones, y cada vez más y más fuertes hasta el agotamiento total. Y, en verdad no miento: si las reglas del juego hubieran permitido apostar cincuenta mil florines de una vez, sin duda los habría apostado. A mi alrededor gritaban que era una locura, ¡que el rojo ya había salido catorce veces!
Alexéi juega en contra de las probabilidades, siguiendo el impulso irracional de su ludopatía. Cree que lo hace para ganarse el respeto de los que lo rodean, pero también reconoce lo contrario; que su forma de apostar no se rige por el amor propio, sino que persigue una necesidad: aumentar las emociones. La reflexión sobre que el alma necesita sensaciones cada vez más fuertes describe muy bien el cuadro sintomático de la adicción, porque un adicto necesita intensificar las dosis de su droga, cualquiera que esta sea, para saciar sus ganas de consumir. Por eso llega al paroxismo de decir que sería capaz de apostar más de lo que permiten las reglas del juego.
Y ahora pasó más de un año y medio y, en mi opinión, ¡estoy mucho peor que un mendigo! ¡Qué mendigo! ¡Me importa un comino la mendicidad! ¡Simplemente me acabé a mí mismo! Por otro lado, ¡no hay comparación posible y a qué darse un sermón a uno mismo! ¡Nada más absurdo que la moral en este momento! Ah, gente presuntuosa: ¡con qué presunción orgullosa están listos esos charlatanes a predicar sus sentencias! Si supieran hasta qué punto yo mismo comprendo toda la repugnancia de mi presente estado, entonces, por supuesto, no se les movería la lengua para aleccionarme. ¿Y qué, qué me pueden decir de nuevo que yo no sepa? ¿Y acaso se trata de eso? El asunto aquí es que… un giro de la rueda y todo cambia, y esos mismos moralistas serían los primeros (estoy seguro de ello) en venir a felicitarme con sus amistosas bromas. Y no me darían la espalda, como ahora.
Alexéi es consciente de que, después de un año y ocho meses de vivir jugando a la ruleta, se encuentra en un estado deplorable. Pero cuestiona a quien le recrimine su situación basándose en el hecho de que todo sermón estaría sustentado por una moral falsa. Alexéi se compara con un mendigo, pero enseguida rechaza cualquier tipo de comparación, porque eso implica actuar como aquellos “charlatanes” a los que desprecia. Él está convencido de que los “moralistas” tienen una doble cara, puesto que, a la primera de cambio, en el momento en que la suerte –el “giro de la rueda”– esté de vuelta de su lado, lo felicitarían y dejarían de darle la espalda. Aunque tenga razón en criticar de esta manera a quienes quieren aleccionarlo, esta forma de razonar también lo convence de que solo hace falta hacer girar la rueda de la ruleta para dejar de estar en el lado malo de la vida.
Con sólo mantener la compostura una vez, ¡y en una hora puedo cambiar todo el destino! Lo principal es el carácter. Sólo recordar lo que me paso en Ruletenburgo hace siete meses antes de la pérdida final. Ah, fue un caso notable de resolución: había perdido todo, todo… Salgo del casino, miro: en el bolsillo del chaleco todavía se movía un gulden. “¡Ah, quiere decir que tengo con qué almorzar!”, pensé, pero a los cien pasos cambié de opinión y regresé. Aposté el gulden […] y, por cierto, hay algo especial en la sensación de estar solo, en un país extranjero, lejos de la patria, de los amigos y, sin saber qué vas a comer hoy, apostar el último gulden, ¡el último de los últimos! Gané y a los veinte minutos salí del casino en posesión de setenta gúldenes en el bolsillo. ¡Es un hecho! ¡Eso es lo que puede significar a veces el último gulden! ¿Y qué si en ese momento me hubiera desanimado, si no me hubiera atrevido a decidirme?
¡Mañana, mañana termina todo!
Esta cita corresponde a las palabras finales de El jugador. Alexéi piensa que necesita jugar una última vez, tal vez jugando mesuradamente, para revertir su situación, ganar dinero suficiente para “cambiar todo el destino” e ir en búsqueda de Polina. Pero su forma de ver el juego nos demuestra que Mr. Astley tiene razón al decir que, dentro de diez años, Alexéi seguirá viviendo solo para la ruleta. El narrador cuenta que una vez se animó a apostar la última moneda que tenía, aquella que iba a destinar a la necesidad básica de comer, y salió victorioso. Por esta razón, Alexéi cree que eso es lo que tiene que hacer para ganar de nuevo. Lo equivocado de su argumento es creer que la cuestión está en animarse, que con solo arriesgar es suficiente para ganar. Ese último gulden simboliza eso, la posibilidad de ganar y seguir atrapado por la ruleta. Si bien es cierto que el que no arriesga no gana, también es cierto que el que arriesga puede perder, y eso es algo que Alexéi no puede ver por su adicción. En este sentido, cuando dice que “mañana termina todo”, el lector se queda con la sensación de que mañana no será el último día de Alexéi en el casino, y que lo único que terminará es su vida, consumida por el juego.