La sangre menstrual
A lo largo de todo el libro, son recurrentes las imágenes visuales de la menstruación. La autora asegura que la adolescente "se ve a ella misma en el flujo rojo que se escapa entre sus muslos" (p. 421) y reitera la imagen en otras oportunidades al mencionar la menstruación usando expresiones como "fluido rojo" (p. 642). La manifestación visual del proceso fisiológico también va acompañada de imágenes olfativas: se describe poéticamente el "olor dulzón y podrido que sube de ella misma -olor de marisma, de violetas pasadas-" (p. 418) para destacar las sensaciones de asco y repugnancia que la menstruación provoca en las adolescentes.
Las confituras
En el capítulo titulado "La mujer casada", Beauvoir analiza, entre otras cosas, las tareas domésticas principales de las esposas. Aunque la limpieza le parece un verdadero hastío, ve de un modo más positivo la cocina. De hecho, afirma que preparar comidas es un trabajo más alegre para la mujer: debe salir de la casa para hacer las compras y al cocinar maneja ciertos procesos químicos, sintiéndose una especie de bruja. Se trata de pequeñas liberaciones para la mujer. Esta visión positiva coincide con algunos pasajes de escritura estética, como la descripción de las confituras, llena de imágenes visuales y táctiles muy bellas, inspirado en los textos de otras autoras: "Las escritoras han cantado especialmente la poesía de las confituras: es una empresa de envergadura combinar, en pucheros de cobre, el azúcar sólido y puro con la blanda pulpa de la fruta; espumosa, viscosa, ardiente, la sustancia que se elabora es peligrosa: es una lava en ebullición que el ama de casa doma y vierte orgullosamente en los tarros" (p. 585).
Las visiones de las místicas
Al describir la alienación de las místicas que se entregan por completo a la devoción religiosa, Beauvoir retoma los modos en que las mujeres tienen visiones de Jesucristo, de santos u otras divinidades. Estos pasajes se caracterizan por una escritura muy estética y abundan las imágenes sensoriales. Por ejemplo, muchas de ellas contemplan obsesivamente a Jesús crucificado y se imaginan a sí mismas en esa situación para santificarse: "su frente sangra bajo la corona de espinas, sus manos, sus pies, su costado están atravesados por un hierro invisible" (p. 846). En la misma línea se presentan las visiones de Catalina Emmerich, una joven cuyos estigmas son reconocidos por la iglesia católica:
A la edad de veinticuatro años, después de desear los sufrimientos de la corona de espinas, vio llegar a ella a un joven deslumbrante que le clavó la corona en la cabeza. A la mañana siguiente, sus sienes y su frente se hincharon, se puso a manar sangre. Cuatro años más tarde, en éxtasis, vio a Cristo con sus llagas de las que salían unos rayos puntiagudos como finos cuchillos que hicieron brotar gotas de sangre de las manos, los pies, el costado de la santa. Sudaba sangre, escupía sangre (p. 846).
Las imágenes remiten al contraste entre el aspecto carnal de Jesucristo (su cuerpo, su sangre) y su aspecto divino (la luminosidad, el brillo).
Las lágrimas femeninas
En el capítulo "Situación y carácter de la mujer", la filósofa retoma todo lo planteado hasta el momento para ratificar su propuesta central: la mujer vive en una situación que la limita como ser humano, y las características negativas típicas asociadas a lo femenino surgen de esa limitación. En ese marco, Beauvoir analiza el llanto de la mujer y asegura que es una manifestación de su rebeldía impotente. Quiere liberarse, pero le resulta imposible porque su opresión es demasiado eficiente. Como vive atormentada, las pequeñas dificultades pueden llevarla a llorar. Este fenómeno es presentado de manera poética por la autora:
... basta una contrariedad para descubrir de nuevo a la mujer la hostilidad del universo y la injusticia de su suerte; entonces se precipita a su refugio más seguro: ella misma; esta huella tibia sobre sus mejillas, esta quemazón en sus ojos es la presencia sensible de su alma dolorida; dulces para la piel, apenas saladas en la lengua, las lágrimas son también una caricia tierna y amarga; el rostro arde bajo un torrente de agua clemente; las lágrimas son queja y consuelo, fiebre y frescor calmante. También son la justificación suprema; bruscas como la tormenta, escapándose de forma entrecortada, ciclón, chubasco, aguacero, transforman a la mujer en fuente quejosa, en cielo atormentado; sus ojos ya no ven, una niebla los vela; ya no son ni siquiera una mirada, se disuelven en lluvia; ciega, la mujer vuelve a la pasividad de las cosas naturales (p. 768).
Como puede notarse, el pasaje está cargado de imágenes visuales, táctiles y gustativas.