Francia, un jardín abandonado
La jardinería es un motivo frecuente dentro de la obra, y se apela a imágenes, sobre todo visuales, asociadas a ella. Así, a menudo, Francia es comparada con un jardín abandonado que debe volver a florecer. Por ejemplo, en el último acto, el duque de Borgoña describe al país galo a través de las siguientes imágenes visuales:
Todos nuestros cultivos yacen amontonados, corrompiéndose en su propia fertilidad. Las viñas, alegres consoladoras del corazón, mueren sin ser podadas: los parejos setos dejan escapar desordenadas ramas como prisioneros que se han dejado crecer salvajemente el pelo; en los campos en barbecho, arraigan la cizaña, la cicuta y la fumaria tenaz, mientras se oxidan los arados que debieran arrancar semejante salvajismo. El prado llano, que antes producía dulcemente la prímula pecosa, la pimpinela y el verde trébol, al faltar la guadaña, sin ser corregido, ruinoso, concibe por ocio, y no engendra otra cosa que odiosas bardanas, cardos espinosos, y lampazos, y pierde así tanta belleza como utilidad. Y todas nuestras viñas, barbechos, prados y setos, defectuosos en su naturaleza, vuelven a ser páramos (pp. 114-115).
El padre de Eduardo
Eduardo, el Príncipe Negro de Gales, es un antepasado de Enrique V que en el siglo XIV venció a los franceses en dos batallas que se llevaron a cabo en suelo galo. Según la cultura popular, en la Batalla de Crécy (1346), el Príncipe Negro destrozó al ejército francés mientras su padre, el rey Eduardo III, disfrutaba del espectáculo desde una montaña. Carlos VI, temeroso de que Enrique V repita aquella fatídica historia, les recuerda a los nobles franceses este suceso a través de las siguientes imágenes visuales:
La mano de aquel de negro nombre, Eduardo el Príncipe Negro de Gales, capturó a todos nuestros príncipes mientras su padre montado en la cumbre de la montaña, erguido en el aire, coronado por el sol de oro, miraba a su vástago heroico y sonreía al verlo destruir la obra de la naturaleza y borrar las formas que Dios y los padres franceses habían hecho en veinte años (p. 56).
Las tropas inglesas rumbo a Francia
A lo largo de la obra, el coro se encarga de situar a los espectadores en diferentes escenarios y narrar hechos importantes para la historia que no se representan sobre las tablas. Al comienzo del tercer acto, a través de las siguientes imágenes visuales y auditivas, el coro nos invita a imaginarnos a las tropas inglesas subiendo a las embarcaciones para ir rumbo a Francia a combatir:
Supongan que han visto al bien equipado rey en el muelle de Dover embarcar su real persona, y a su valiente flota con gallardetes de seda que abanican al joven Febo. Jueguen con la fantasía, y miren trepar a los grumetes por las jarcias de cáñamo; oigan el agudo silbato, que ordena los sonidos confusos; contemplen las velas cosidas, hinchadas por el viento que avanza, empujar los enormes cascos por el mar rugoso, afrontando el alto oleaje. Ah, traten de pensar que están de pie en la orilla y contemplan una ciudad bailando sobre las olas inconstantes: porque eso parece la majestuosa flota que ha puesto rumbo a Harfleur. ¡Síganla, síganla! (p. 60).
La matanza en Harfleur
Enrique V tiene un carácter sumamente versátil. Puede ser bondadoso y misericordioso, pero también puede ser cruel y despiadado si la situación así lo requiere. Cuando los ingleses sitian Harfleur, el monarca, sin compasión alguna, exige la rendición inmediata y amenaza a los franceses a través de las siguientes imágenes visuales:
Hombres de Harfleur, apiádense de su ciudad y de su gente mientras mis soldados obedecen mis órdenes, mientras el viento fresco y moderado de la clemencia rechaza aún los vahos contagiosos y mugrientos del crimen impetuoso, el saqueo y la villanía. Si no: bien, en un momento esperen ver al soldado ciego y ensangrentado deshacer con turbia mano los rizos de sus hijas entre agudos chillidos; a vuestros padres agarrados por la plateada barba y sus venerables cabezas machacadas contra los muros; a sus niños desnudos ensartados en picas, mientras las madres enloquecidas rasgan las nubes con sus alaridos, como las mujeres de Judea ante los asesinos cazadores de sangre de Herodes (p. 66).