Enrique V

Enrique V Resumen y Análisis Acto IV

Resumen

Coro

El coro le pide al público que se imagine a los dos ejércitos preparándose para entrar en combate: los franceses esperan con ansiedad la llegada de la luz del día, mientras que los ingleses están cansados y enfermos. Enrique V pasa por cada una de las tiendas de sus soldados para infundirles coraje.

Escena I

Enrique V conversa con sus hermanos Clarence y Gloucester acerca de las dificultades que se avecinan en la batalla y la necesidad de infundirle coraje a su ejército. Luego, se pone una capa para disfrazarse como un soldado raso.

Aparece Pistola en escena. No reconoce al rey. Le pregunta su nombre. Enrique le responde que se llama Harry Le Roi (que quiere decir “el rey” en francés). Pistola no comprende el juego de palabras.

Luego, el rey inglés se topa con tres soldados rasos: Bates, Court y Williams. Ellos tampoco lo reconocen. Afirman frente a él que preferirían no tener que ir a la batalla del día siguiente. Enrique les dice que lo que más quiere él es ir a luchar para defender a su rey. Afirma que este está dispuesto a morir en el campo de batalla. Williams le responde que el rey puede cambiar de parecer apenas se vea en problemas y pedir que lo rescaten. Discuten. El rey desafía a Williams a batirse a duelo al día siguiente. A causa de la oscuridad no logran distinguir sus rostros, por lo que intercambian un guante para poder reconocerse cuando se vuelvan a topar.

Los soldados se van. Enrique V se queda solo en escena. Afirma que los hombres comunes y corrientes siempre intentan echarle la culpa al rey de todo lo que les sucede. Se pregunta, luego, qué tienen acaso los reyes que los hombres comunes no tengan, excepto las constantes ceremonias.

Llega Erpingham. Le dice a Enrique V que los nobles están preocupados porque no saben dónde está. El rey le pide a Dios que perdone el hecho de que su padre, Enrique IV, haya usurpado el trono de Ricardo II y lo ayude en la batalla.

Escena II

Los nobles franceses hablan sobre la maravillosa mañana que se avecina. Un mensajero les informa que los ingleses ya están preparados para combatir. El condestable afirma que, apenas los franceses hagan su aparición, los ingleses huirán.

Escena III

Los nobles ingleses también hablan sobre la batalla. A diferencia de los franceses, están preocupados. Exeter afirma que los galos tienen un ejército cinco veces mayor que el de ellos y, además, están descansados.

Entra en escena Enrique V sin que lo vean. Tras escuchar a Warwick expresar su deseo de contar con diez mil hombres más, interviene y da un discurso en el que afirma que es mejor contar con pocos hombres, ya que mientras menos sean, más grande será el honor. Agrega que cualquier soldado que quiera irse es libre de hacerlo, pero que aquellos que luchen serán recordados por siempre.

Escena IV

Pistola y su servidor se encuentran con un soldado francés. Tras tener un diálogo infructuoso y cómico, Pistola le exige doscientas coronas a cambio de dejarlo con vida. El servidor afirma que si los franceses supieran que el botín inglés está custodiado por muchachos inútiles lo tomarían de inmediato.

Escena V

Los nobles franceses se encuentran en el campo de batalla. Están avergonzados porque el ejército inglés los ha diezmado.

Escena VI

Entra Enrique V con prisioneros franceses. Exeter le relata las heroicas muertes de York y Suffolk. El rey se entristece, pero advierte que no es momento de llorar. Los galos se han reagrupado en el campo de batalla. Enrique V les ordena a sus soldados que maten a los prisioneros y vuelvan a luchar.

Escena VII

El capitán Fluellen y el capitán Gower conversan acerca de las grandes decisiones militares que tomó el rey para afrontar la batalla. Fluellen lo compara con Alejandro Magno y menciona que este mató a un amigo suyo, llamado Clito, así como Enrique V mató a Falstaff al expulsarlo de la corte.

Entra el rey inglés con más prisioneros franceses. Le exige al mensajero del ejército galo que se rindan de inmediato o, caso contrario, matará a todos los prisioneros. El mensajero le pide permiso para que los franceses reconozcan a los muertos y puedan separar a los nobles de los soldados rasos. Luego, le dice que el castillo que está cerca de donde se encuentran se llama Azincourt. Enrique V afirma, entonces, que la batalla que acaban de ganar se llamará “la Batalla de Azincourt”.

Entra en escena el soldado Williams. Tiene el guante de Enrique V prendido en su gorro. Le explica al rey que tiene un duelo pendiente con el dueño de esa prenda. Cuando Williams se va, Enrique V le da el guante del soldado a Fluellen y le ordena que lo prenda en su gorro. Le dice que aquel que lo reclame es enemigo de los ingleses y debe ser arrestado de inmediato. Luego, el rey les cuenta a Warwick y a Gloucester la treta que acaba de armar. Les pide que sigan a Fluellen y que, si llegara a generarse alguna escaramuza, la detengan de inmediato.

Escena VIII

Williams se encuentra con Fluellen. Al ver que tiene su guante en el gorro, lo desafía a muerte. Fluellen lo llama “traidor” y se dispone a arrestarlo. Interceden Warwick y Gloucester y calman los ánimos. Entra en escena el rey. Le dice a Williams que él era el hombre con el que se desafió la noche previa a la batalla. Luego, le pide a Exeter que llene el guante con coronas y se lo entregue a Williams. El soldado, ofendido, rechaza el dinero.

Entra en escena un mensajero inglés. Le da a Enrique V una lista de los franceses que han muerto en la batalla. Son más de diez mil, y la mayor parte de ellos eran hombres de alto rango. Luego, el mensajero le entrega la lista de los ingleses que han muerto en la batalla: cuatro hombres de alto rango y veinticinco soldados rasos. Fluellen le pide permiso al rey para divulgar la noticia de que han abatido a más de diez mil franceses. Enrique V le da permiso, pero agrega que deberá aclarar que fue Dios quien combatió a favor de los ingleses.

Análisis

“¿Y qué tienen los reyes que los corrientes no tengan, salvo la ceremonia, la constante ceremonia?” (p. 88), se lamenta Enrique V de cara a los espectadores. Esta pregunta atraviesa todo el cuarto acto, generando posturas enfrentadas e irreconciliables.

El monarca inglés no solo cree ser igual a los hombres comunes y corrientes, sino que considera que estos gozan de una libertad y una serenidad de las que él carece. Está absolutamente convencido de que el esclavo que no debe hacerse cargo del bienestar de un reino duerme mucho mejor que él. Desde su óptica, lo único que tiene el rey que no tienen los hombres comunes es una vida llena de obligaciones y constantes, fastuosas y vacías ceremonias.

¿Y qué piensa al respecto los hombres comunes? ¿Están de acuerdo con Enrique V? El monarca inglés vive obsesionado con esta cuestión. Por un lado, le toca su orgullo que los demás lo consideren un privilegiado. Por otro lado, sabe que para motivar a su enfermo y diezmado ejército, de cara a la Batalla de Azincourt, debe hacerle sentir su cercanía, su empatía, su igualdad.

A través del coro, nos enteramos de que, en los días previos al enfrentamiento bélico, Enrique V “visita a todo su ejército, y a todos da los buenos días con una sonrisa modesta y los llama hermanos, amigos y compatriotas (…). [Al rey] se lo ve fresco; supera la fatiga con expresión alegre y dulce majestad, para que cada desdichado, antes pálido y lánguido, al contemplarlo, saque consuelo de su aspecto” (pp. 81-82). Sin embargo, esto no le alcanza. El rey inglés no solo quiere motivar a sus hombres haciéndolos sentir iguales a él; necesita saber si realmente se sienten iguales a él. Entonces, se disfraza de soldado raso y se mezcla entre ellos. No es la primera vez que Enrique V hace esto: en Enrique IV: segunda parte, el príncipe Hal se disfraza de mozo para escuchar, en la taberna, lo que Falstaff dice sobre él. Y aún más, hacerse pasar por un sujeto cualquiera es la estrategia de Hal para conocer al pueblo, entenderlo, ganarse su confianza y convertirse luego en un monarca popular. Pero, ¿realmente logra conocer al pueblo y ser uno más? ¿O para ser uno más debe vivir disfrazado?

Desde la perspectiva de los verdaderos soldados rasos, el rey no es y no será nunca un hombre cualquiera. Williams, Bates y Court consideran que los privilegios del monarca no se reducen a vivir en medio de ceremonias pomposas y vacías. Enrique V puede, por ejemplo, mandar a miles de hombres a una guerra y darse el lujo de no batallar o pedir ser rescatado si el enfrentamiento no es favorable. Al escuchar que sus soldados piensan eso, el rey se enfurece. Aun sin salir de su disfraz, argumenta que él oyó a Enrique V decir que no quiere ser rescatado. Entonces, Williams argumenta: “Sí, lo dijo, para hacernos luchar alegremente; pero cuando nos corten la garganta puede que a él lo rescaten, y nosotros no habremos sacado nada” (p. 87). El rey, al advertir que la palabra (el arma infalible con la que es capaz de derrotar ejércitos) no le alcanza para convencer a sus soldados de que son iguales a él, se frustra y desafía a duelo a Williams: hombre contra hombre, igual contra igual. Este duelo, en teoría, se llevaría a cabo al día siguiente, cuando la luz del día les permitiera reconocerse. El problema es que Williams, cuando salga el sol, descubrirá que el hombre con el que se debería batir no es un igual. Es el rey y, por supuesto, ningún soldado raso se quiere enfrentar en un duelo contra su monarca.

Enrique V, el omnipotente, encuentra aquí un límite infranqueable, un obstáculo que no puede vencer: no importa lo que haga para igualarse a su pueblo, nunca conseguirá que lo consideren un hombre común y corriente. ¿Qué hacer ante esta fatalidad? El monarca inglés, como siempre, encuentra la forma de convertir el problema en solución. En su famoso discurso previo a la Batalla de Azincourt, le dice a su ejército: “Porque quien hoy derrame su sangre conmigo será mi hermano; por muy ruin que sea, este día habrá de ennoblecerlo” (p. 94). El rey comprende que la mejor manera de motivar a sus soldados no es intentando rebajarse para ser como ellos, sino dándoles la oportunidad de que ellos asciendan hasta donde se encuentra él.

En este discurso, el monarca inglés se convierte en Jesucristo. Habla de tú a tú con los mortales y les posibilita ascender al cielo de los reyes. La cita referida tiene una gran semejanza con la frase que Cristo pronuncia en la última cena: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final” (2020, p. 989). Además, así como Jesús a sus discípulos, Enrique V también les ofrece la eternidad a sus soldados: “El buen hombre enseñará esta historia a su hijo, y de aquí hasta el fin del mundo el día de San Crispín [1] y Crispiniano nunca pasará sin que en esa historia seamos recordados nosotros, estos pocos, felices pocos, nuestra banda de hermanos” (p. 94).

En esta cita vemos además cómo el rey, utilizando su gran capacidad retórica, convierte otro problema en solución. Su ejército es cinco veces menor que el ejército francés. Enrique V, entonces, afirma que es mejor que sean pocos en el campo de batalla, ya que a todos y cada uno de ellos les tocará una porción mayor de honor. En ningún momento el rey habla sobre estrategia militar. Su discurso, nuevamente, se erige como la artillería más poderosa de los ingleses, que, contra todo pronóstico, vencerán en Azincourt [2].

Tras la victoria en la batalla, el monarca inglés mantiene el tono religioso con el que motivó a sus soldados. Les exige a sus capitanes que, al informar al pueblo de la hazaña, dejen en claro que fue Dios quien libró el combate a favor de Inglaterra. Cabe destacar que esta religiosidad de Enrique V no es impostada. El rey no habla emulando al hijo de Dios solo para motivar a sus hombres o para quedar como un hombre devoto frente a su pueblo. Su devoción cristiana es auténtica. Él realmente cree que la victoria en Azincourt se la deben a Dios. De hecho, en la primera escena de este acto, estando solo en el escenario, se dirige al cielo con estas palabras:

Oh, dios de las batallas, reviste de acero el corazón de mis soldados. No dejes que el miedo los posea. Quítales ya la facultad de contar, si el número de enemigos va a hacerles perder el ánimo. Hoy, oh, Señor, no te acuerdes, no, de la falta que cometió mi padre al ceñirse la corona. He enterrado de nuevo el cadáver de Ricardo, y sobre él he vertido más lágrimas contritas que las gotas de sangre que brotaron de él por la fuerza (p. 90).

Enrique V nunca comete el pecado capital de la soberbia. En ningún momento se cree un monarca infalible. Por el contrario, considera que todo lo que consigue se lo debe a Dios. Durante su juventud, ha sido testigo del costo que pagó su padre por haber transgredido las leyes divinas [3] al tomar el trono de Ricardo II por la fuerza. Enrique IV nunca pudo reinar en paz. Vivió toda su vida intentando purgar su pecado. Aquel joven príncipe Hal no quería heredar esa corona manchada de sangre, pero no le quedó otra opción [4]. Entonces, desde el principio de su reinado intentó purgar el pecado de su padre rindiéndole sus respetos a Ricardo II para conseguir, así, el perdón de Dios. La milagrosa victoria en Azincourt se presenta como la prueba definitiva de que el señor lo ha perdonado y, nuevamente, se encarga de cobijar al pueblo inglés en su seno.


[1] La Batalla de Azincourt se llevó a cabo el 25 de octubre de 1415. El santo patrono de ese día es San Crispín. De allí que Enrique mencione que los soldados ingleses que batallen en Azincourt serán recordados en cada día de San Crispín. Este discurso del monarca inglés ha sido citado y/o reformulado en numerosas producciones audiovisuales, como El señor de los anillos, El día de la independencia, Band of Brothers y X-Men.
[2] Se estima que en Azincourt se enfrentaron seis mil soldados ingleses contra treinta mil franceses. La gran labor de los arqueros británicos, sumada a una pésima estrategia militar (elaborada por Carlos VI, quien según algunos historiadores padecía de ataques de psicosis que le impedían pensar con claridad), le dieron la victoria al ejército británico.
[3] Recordemos que en la Edad Media se consideraba que el rey gobernaba por un derecho divino otorgado por Dios.
[4] De hecho, en el cuarto acto de Enrique IV: segunda parte, el príncipe Hal llega a acusar a la corona de haber matado a su padre. Le dice: “Por cuidarte perdió mi padre la salud; tu oro puro impuro me resulta, pues con menos quilates se fabrican las áureas medicinas curativas; en cambio tú, el oro más fino y apreciado, devoraste la vida de mi padre” (1952, p. 208).

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