El liderazgo
En cada una de sus obras históricas, Shakespeare pone bajo la lupa la capacidad de los personajes para liderar. En Enrique V, los hombres que tienen la responsabilidad de guiar a sus pueblos son el delfín, Carlos VI y, por supuesto, Enrique V.
A las claras, el monarca inglés es el único de estos tres personajes que es verdaderamente capaz de liderar. ¿Por qué? ¿Qué cualidades tiene Enrique V que los demás no tienen? ¿Qué convierte a un hombre en un gran líder? En primer lugar, el rey inglés es racional. No se deja arrastrar por sus pasiones. Esto le permite tomar decisiones sabias en diferentes escenarios y, por supuesto, la sabiduría inspira respeto en los demás. En segundo lugar, Enrique V es justo. Sus medidas no dependen de la afinidad o la antipatía que sienta por el prójimo. Esta cualidad inspira confianza en los demás. En tercer lugar, el rey es comprensivo y compasivo, pero también severo, e incluso despiadado. Los hombres, entonces, lo quieren y le temen. En cuarto lugar, Enrique V es político. Teje alianzas con la iglesia y con las naciones vecinas, fortaleciendo y legitimando su poder. Los demás saben que rebelarse contra él implica rebelarse contra todo el reino y los reinos vecinos. En quinto lugar, el monarca inglés tiene una retórica extraordinaria, capaz de ganar batallas. Los hombres, entonces, lo escuchan. Y, en sexto y último lugar, Enrique V conoce a su pueblo de cerca. Estuvo entre los hombres de baja calaña, pasó noches en tabernas, y sabe cómo piensan y qué los mueve. Así, sabe reinar para todos, y no solo para los nobles.
Carlos VI y el delfín no le llegan a los talones a Enrique V. Su capacidad de liderar es prácticamente nula. El rey francés es lento para tomar decisiones y temeroso. El delfín, por su parte, es inmaduro y pasional. Ninguno de los dos tiene una gran retórica ni conoce a su pueblo. Este liderazgo trunco tiene como consecuencia la derrota en una batalla que, desde el punto de vista material, estaba prácticamente ganada, y la pérdida del futuro de la corona gala a manos del rey inglés.
La guerra
La Guerra de los Cien Años entre Inglaterra y Francia es el escenario central en el que se sitúa la obra. La complejidad del texto de Shakespeare no permite una única lectura acerca de cómo es concebida la guerra. Por un lado, el enfrentamiento bélico entre ambas naciones parece motivado por oscuras intenciones, como las de Canterbury y Ely, líderes de la Iglesia católica, que pretenden que Enrique V se distraiga y no sancione una ley que les haría perder terrenos. Por otro lado, el monarca inglés le exige a Francia ducados que, desde una perspectiva histórica, le pertenecen a Inglaterra. Los franceses no solo no entregan lo que se les exige, sino que se burlan de Enrique V, cerrando la puerta a una resolución diplomática del conflicto y propiciando el enfrentamiento bélico.
Ahora bien, ¿es justo que el rey inglés tenga el poder de enviar a miles de hombres a una guerra motivada por una causa que no sienten propia? Esta pregunta no tiene una sola respuesta. En el cuarto acto, Enrique V se disfraza y se mezcla entre los soldados rasos de su ejército. Descubre entonces que estos preferirían no batallar en Azincourt. Les dice: “Creo que yo no podría morir en ninguna parte tan satisfecho como junto al rey, porque su causa es justa y su lucha, honrosa” (p. 86), y Williams le responde: “Eso es más de lo que sabemos” (p. 86). Es decir, los soldados no tienen ni idea de por qué están allí. ¿Deberían saberlo? ¿O el rey debe decidir lo que es mejor para ellos, así sea dejar la vida en una batalla?
La maestría de Shakespeare no permite resoluciones fáciles para estas cuestiones. Queda en el lector/espectador elaborar su propia reflexión y juzgar desde su óptica si la guerra es o no es justa, si es el único camino posible, si es un mal necesario, o si es un error que miles de inocentes pagan con sus vidas.
La inmadurez vs. la madurez
A lo largo de la obra hay varias conversaciones acerca del carácter de Enrique V. Los ingleses no pueden creer que aquel príncipe Hal que aparece en Enrique IV, aquel inmaduro que vivía de fechoría en fechoría, se haya convertido en el severo y racional rey Enrique V. Algunos de los franceses, como el delfín, no creen, de hecho, que este cambio se haya producido, y consideran que el rey inglés sigue siendo aquel joven descarriado e incapaz de tomarse la vida en serio (este error le costará al delfín muy caro).
Estas dos percepciones, que a primera vista parecen opuestas, comparten un mismo error: ambas dan por sentado que entre la inmadurez y la madurez hay un corte, una contraposición definitiva. Ni los ingleses ni los franceses comprenden que aquel Hal, en sus fechorías de adolescente, no solo se estaba divirtiendo, sino que también estaba adquiriendo conocimientos. No comprenden que, gracias a esa vida licenciosa, Hal aprendió el lenguaje popular, el modo de pensar de los hombres comunes y corrientes, estrategias retóricas para llegar a ellos, tretas ingeniosas que le servirían posteriormente en el campo de batalla y mucho más. De hecho, en Enrique IV: primera parte, Hal deja en claro que su comportamiento inmaduro es, en realidad, una performance para deslumbrar al pueblo cuando se convierta en un rey recto.
Ahora bien, así como en la inmadurez del príncipe estaba presente el germen de su madurez, en su adultez sigue presente aquella inmadurez. Lo demuestran a la perfección los constantes juegos que lleva a cabo Enrique V, como, por ejemplo, el engaño a los traidores de Southampton o el desafío a duelo que le realiza al soldado Williams.
En definitiva, la oposición entre madurez e inmadurez se plantea como una disyuntiva errada, una división que conduce a falsos juicios y a una incomprensión de la complejidad del carácter del sabio, severo, juguetón y pícaro rey de Inglaterra.
La diversidad
Una de las características distintivas de Enrique V es su representación de una enorme diversidad de personajes. En la obra hay ingleses, galeses, irlandeses, escoceses y franceses. Además, Shakespeare pone en escena tanto a nobles como a plebeyos.
¿Qué tienen en común todos estos personajes? La respuesta es simple y clave: todos son regidos por Enrique V. Shakespeare construye al monarca inglés como un rey universal que, gracias a sus dotes políticas, humanas y religiosas, puede unir a las naciones británicas (que históricamente fueron enemigas); puede unir a Inglaterra con su archienemiga, Francia, y puede unir a nobles y plebeyos.
Por supuesto, en la diversidad no hay una armonía simple e inmediata. A lo largo de la obra, aparecen conflictos entre ingleses y galeses (como el de Pistola con Fluellen), entre galeses e irlandeses (como el de Fluellen con MacMorris), entre nobles y plebeyos (como el de Enrique V con Williams) y, por supuesto, entre ingleses y franceses. Sin embargo, en cada una de las instancias, Enrique V consigue que prevalezca la unión. A veces lo logra a través de la acción directa (él es quien consigue que las naciones británicas se unan al ejército inglés, y quien une a Inglaterra con Francia a través de su casamiento con Catalina); otras veces, lo logra a través de acciones ejemplares (él exige que los ingleses, pese a la enemistad con los franceses, no les roben a los galos ni sean irrespetuosos con ellos o, caso contrario, serán condenados a pena de muerte).
Cabe destacar que Shakespeare estrenó esta obra a fines del siglo XVI, momento en el que Inglaterra se proponía conquistar Irlanda y los Países Bajos. La construcción de Enrique V como un monarca capaz de regir y construir unidad en la diversidad responde al espíritu expansionista de la época.
La nación
“¿Mi nación? ¿Qué es mi nación? ¿Qué pasa con mi nación? ¿Quién habla de mi nación?” (p. 60), pregunta el capitán irlandés MacMorris. En Enrique V, los criterios que separan las naciones se ponen en tela de juicio, generando que el concepto mismo de “nación” se convierta en un gran interrogante.
De acuerdo a la definición tradicional, aquellas personas que comparten una misma historia, una misma lengua, una misma cultura, un mismo territorio y un mismo gobierno forman parte de una misma nación. En esta obra, sin embargo, no es tan fácil determinar qué comparten entre sí los ingleses, los irlandeses, los galeses, los escoceses y, mucho menos, los franceses.
A priori, la historia de cada uno de los países británicos no es la misma, pero está íntimamente relacionada. En relación con el lenguaje, todos hablan inglés, pero cada cual tiene sus variantes. La cultura, a grandes rasgos, es similar, pero a un inglés nunca se le ocurriría llevar un puerro en el sombrero como a un galés. El territorio tampoco es el mismo, aunque, a veces, ciertas zonas limítrofes se comparten por ciudadanos de uno y de otro país. ¿Y el gobierno? He aquí el punto neurálgico de la cuestión: tal como lo demuestra lo que sucede en Harfleur y Azincourt, todos los británicos responden a un mismo monarca, el indiscutido Enrique V. Antes de que este asumiera la corona, muy difícilmente se podía considerar que los diferentes países británicos formaban parte de la misma nación. La división era tajante y se reforzaba constantemente con guerras civiles. Enrique V, sin embargo, logra unir a los británicos. Esa diversa unión no es armónica ni simple. Es confusa y, por momentos, contradictoria, pero impera.
Más compleja aún es la situación que se plantea con Francia. En este caso, la cultura, el idioma y la historia de los británicos y los galos son muy diferentes entre sí. Pero, por otro lado, los límites territoriales no son claros (como lo demuestra la disputa por los ducados) y tampoco es del todo simple determinar quién debe regir a los franceses. “La princesa es la mejor mujer inglesa” (p. 117), le dice Enrique V a Catalina de Valois, una mujer que ni siquiera habla el idioma inglés. ¿Acaso está equivocado el rey?
En esta obra, Shakespeare expone la complejidad de este tema, que históricamente ha sido objeto de debate. De hecho, al día de hoy, más de seiscientos años después de los acontecimientos que se representan en la obra, el conflicto por la "cuestión nacional" en Gran Bretaña continúa (Ver link para más información sobre este tema)
El amor
En las obras históricas de Shakespeare, el amor no suele tener un espacio preponderante. Enrique V no es una excepción, pero tampoco se puede afirmar que el tema no esté presente. De hecho, el amor es decisivo para comprender el complejo carácter del monarca inglés.
Tal como lo demuestra la última escena de la obra, Enrique V está enamorado de Catalina de Valois, y desea fervientemente casarse con ella. Ahora bien, al comienzo del tercer acto, el coro les cuenta a los espectadores que Carlos VI le ofreció la mano de su hija al rey inglés y que este la rechazó. ¿Por qué Enrique V rechazó casarse con la mujer que ama? El monarca inglés es, ante todo, un ser racional. Ama a Catalina pero no se deja arrastrar por la pasión ni por sus voluntades individuales. Se propone aunar el bien de la nación con su propio bien y, para ello, debe conseguir no solo la mano de la princesa francesa, sino los ducados franceses que reclama y, sobre todo, el derecho a que su hijo herede la corona gala.
A diferencia de lo que suele suceder en sus comedias y tragedias, en esta obra, Shakespeare construye al amor como un sentimiento importante pero controlable. A diferencia de Romeo y Julieta, que pierden la razón y mueren por amor, Enrique V, práctico y racional (... y moderno, podríamos agregar), le dirige estas palabras a su amada: “Te hablo con franqueza de soldado: si puedes amarme por esto, tómame. Si no, decirte que me moriré es cierto: pero no por tu amor, por Dios que no. Sin embargo te amo, es cierto” (p. 117).
El poder y la libertad
Enrique V es, sin dudas, el personaje más poderoso de la obra. Domina desde el primer momento el reino inglés, y luego se hace con parte del control del reino francés. Las naciones vecinas, la Iglesia católica y el pueblo lo respetan. Su poder es incuestionable y, sin embargo, Enrique V considera que cualquier hombre común y corriente, un esclavo incluso, tiene más libertad que él. Desde su perspectiva, tener la responsabilidad de regir a su pueblo es una condena. Él no puede dormir en paz porque debe estar constantemente buscando la paz para bienestar de los hombres de su pueblo. Encima, estos creen que el rey es un hombre afortunado: “El esclavo, integrante de la paz del país, la disfruta, pero a su opaco cerebro poco le importa qué vigilia ha mantenido el rey para conservar la paz cuyas horas aprovecha mejor el aldeano”, (p. 89) se lamenta Enrique V en el cuarto acto.
Esta idea de que el poder se opone a la libertad no es compartida por todos. Los soldados rasos, Williams, Bates y Court, no se sienten libres, ni mucho menos. Se consideran sometidos a luchar en una guerra de la que desconocen sus motivos. Para ellos, la libertad solo está en manos de los poderosos. El rey es quien decide librar una guerra y enviarlos a batallar. Es cierto que Enrique V decide estar junto a ellos en el campo de batalla, pero esa también es una decisión tomada libremente. De hecho, el rey puede darse el lujo de pedir ser rescatado en medio de la batalla en caso de que el combate sea desfavorable. Ellos, por supuesto, no pueden hacer eso.
Entonces, ¿libertad y poder o libertad vs. poder? Con gran maestría, Shakespeare postula dos posiciones enfrentadas sin dar ningún veredicto. Queda en el espectador y el lector decidir, entonces, si poder y libertad van de la mano, o si son dos enemigos irreconciliables.