Las líneas negras del mapa son nuestras carreteras, las carreteras estatales.
¿Por qué son estatales?
Porque antes pertenecían a los estados.
¿Es que ya no existen los estados?
No.
¿Qué pasó?
No lo sé exactamente.
Este pasaje es elocuente respecto a varios aspectos de la novela. Por un lado, es un buen ejemplo del estilo seco, minimalista de la narración: el narrador ni siquiera apela a marcadores textuales para introducir las voces de los personajes, distinguidas porque se disponen una línea debajo de la otra. Por otra parte, de este breve diálogo se desprende que el chico no ha conocido el mundo previo a la catástrofe, y que el padre poca información tiene acerca de aquello que provocó el desastre natural cuyas consecuencias sufren.
En aquellos primeros años había despertado una vez en mitad de un bosque pelado y se había quedado escuchando las bandadas de aves migratorias que pasaban en aquella penetrante oscuridad. Sus chirridos en sordina a varios kilómetros de altura, volando en círculo alrededor de la tierra con la insensatez de un tropel de insectos sobre el borde de un tazón. Les deseó una rápida travesía hasta que se perdieron de vista. No volvió a oírlas nunca más.
Pocos son los pasajes que nos dan información sobre el mundo previo a la catástrofe. Este es uno de ellos, en el que se da a entender que la desolación total del paisaje fue un proceso más o menos paulatino: solo después de algunos años dejaron de verse las aves. En todo caso, en el páramo por el que se mueven los protagonistas, la presencia de otros animales parece remitir a un pasado ya lejano, casi idílico.
Intentó pensar en algo que decir pero no pudo. No era la primera vez que tenía esta sensación, más allá del entumecimiento y la sorda desesperación. Como si el mundo se encogiera en torno a un núcleo no procesado de entidades desglosables. Las cosas cayendo en el olvido y con ellas sus nombres. Los colores. Los nombres de los pájaros. Alimentos. Por último los nombres de cosas que uno creía verdaderas. Más frágiles de lo que él habría pensado. ¿Cuánto de ese mundo había desaparecido ya? El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad. Rebajado como algo que intenta preservar el calor. A tiempo para desaparecer para siempre en un abrir y cerrar de ojos.
El narrador se detiene a reflexionar aquí sobre el lenguaje y su rol en la conversación de un mundo, de una cultura. El narrador, focalizando en los pensamientos del protagonista, destaca que la reducción del mundo, la desaparición de los seres y las cosas que lo habitan, es seguida necesariamente de las palabras que se usaban para nombrar esos seres y esas cosas. Así, una reducción del mundo supone una reducción del lenguaje y, con ella, la imposibilidad de la memoria.
Salió a la luz gris y se quedó allí de pie y fugazmente vio la verdad absoluta del mundo. El frío y el despiadado girar de la tierra intestada. Oscuridad implacable. Los perros ciegos del sol en su carrera. El aplastante vacío negro del universo. Y en alguna parte dos animales perseguidos temblando como zorros escondidos en su madriguera. Tiempo prestado y mundo prestado y ojos prestados con que llorarlo.
Este pasaje da cuenta de lo desolador del mundo que rodea a los protagonistas, y la mirada sobre ese mundo que esa desolación provoca: el narrador da cuenta de que el protagonista percibe la indiferencia del universo frente al sufrimiento de las personas en general y de ellos dos en particular. Esta mirada será puesta en cuestión en el final de la novela, donde se presentará la posibilidad de una perspectiva más benevolente sobre el mundo, de cierta fe en el orden divino del cosmos.
Dormían cada vez más. En más de una ocasión se despertaron estirados en la carretera como víctimas de un accidente de tráfico. El sueño de los muertos.
Esta imagen condensa en buena medida la desolación de los protagonistas: hambrientos, andrajosos, débiles, es fácil confundirlos con un par de muertos cuando están dormidos. El símil que los asocia a víctimas de un accidente de tránsito superpone al relato la imagen de un pasado ya imposible, aquel en el que las máquinas de la civilización aún funcionaban.
Allí estaba la playa gris y las olas encrespadas rompiendo opacas y plomizas y su sonido en la distancia. Como la desolación de un mar extraño rompiendo en las playas de un mundo inaudito (...). Más allá el vasto océano frío, meciéndose pesadamente como una tinta de lava esponjosa en lenta respiración y luego la línea de turbonada de ceniza gris. Miró al chico. Detectó la decepción en su cara. Siento que no sea azul, dijo. No pasa nada, dijo el chico.
Así se describe el paisaje cuando los protagonistas llegan finalmente a la costa, que era el gran objetivo que los mantenía esperanzados hasta este momento del relato. De este modo, la playa gris y el mar oscuro y helado se presentan como una gran desilusión: nada cambia; el mundo es igual de desolador aquí que tierra adentro, y ya no les queda un destino claro que perseguir. Pocas líneas más abajo, el chico va a llorar en brazos de su padre sin decir palabra.
Cada día es una mentira, dijo. Pero tú te estás muriendo. Eso no es una mentira.
Tras toser sangre frente al fuego, mientras el chico duerme, el hombre contrapone a la ficción que se construye cada día, y que le da un sentido al camino sin rumbo que siguen, la contundente verdad de que se está muriendo. Aunque se viene presagiando a lo largo del relato, esta es la primera vez que se manifiesta como una sentencia inevitable.
Regresó y se sentó junto al chico y volvió a doblar el paño y le limpió la cara y luego extendió el paño sobre su frente. Tienes que quedarte cerca, dijo. Tienes que ser rápido. Para poder estar a su lado. Abrazarlo. El último día de la Tierra.
En este fragmento, el hombre se recuerda a sí mismo que debe estar cerca del chico y cuidarlo, como si fuera esa fuera su misión en la Tierra. Aunque su mención es en cierto punto críptica, el último día en la Tierra parecería remitir al de la muerte del chico: el hombre tiene que asegurarse estar a su lado si alguna vez le pasa algo, que de ninguna forma muera solo. El de su muerte sería el último día de la Tierra porque, según su credo personal, el chico es una suerte de mesías que justifica su propia permanencia en el mundo.
Cuando llegaron a la curva el hombre seguía allí de pie. No tenía adónde ir. El chico no dejaba de volver la cabeza y cuando ya no pudo verle más se detuvo y simplemente se sentó en la calzada sollozando otra vez. El hombre paró y se lo quedó mirando.
Esto es lo que pasa luego de que el padre deje desnudo e indefenso, en medio de la carretera, al hombre que intentó robarles el carrito. La imagen del ladrón, parado, asustado y consiente de su muerte inminente por congelamiento, es ciertamente desoladora, y el chico no deja de mirarla hasta que la curva de la carretera ya no le permite hacerlo más. Entonces, se sienta y llora.
Esta escena da cuenta de que las terribles experiencias vividas por el chico no terminan de endurecerlo: su sensibilidad y su empatía se mantienen intactas, y el chico sigue viendo en aquel ladrón, cuyas acciones podrían haberlo matado a él mismo, una víctima del miedo y el hambre.
Algunas noches despertaba en medio del negro páramo saliendo de mundos de amor humano suavemente coloreados, cantos de pájaros, el sol.
Para el hombre, los sueños son instancias recurrentes de evasión, donde vive todavía el mundo del pasado. En el relato, la descripción de estos sueños en el contexto de la desolación general que caracteriza el presente de los protagonistas transforma imágenes simples de la naturaleza, cotidianas para los lectores, en escenas idílicas, de ensueño.