Resumen
Delante de ellos, los protagonistas ven a un hombre arrastrando los pies lentamente por la carretera. Lo siguen para determinar si es un señuelo para una emboscada. Finalmente lo alcanzan: es un anciano débil, sucio, casi ciego. El chico convence a su padre de darle algo de comer; le entregan una lata de fruta. Agrega que no pueden viajar con él, pero ante la insistencia del chico termina aceptando invitarlo a acampar esa noche y compartirles su cena.
El viejo dice llamarse Ely, aunque luego aclara que ese no es su verdadero nombre. Afirma tener noventa años, pero el hombre no le cree y entonces Ely admite que es lo que dice para que no le hagan daño, aunque no siempre funciona. Ambos conversan sobre el estado del mundo. “Nadie quiere estar aquí y nadie quiere marcharse", dice el viejo, y luego agrega: "Dios no existe y nosotros somos sus profetas” (126-127). Ely admite haberse sorprendido al ver al niño: "creí que me había muerto" (128). El hombre le pregunta si es porque pensó que el chico era un ángel, y luego agrega: "¿Y si le dijera que es un dios?" (128). Ely rechaza la idea, y agrega: "Las cosas mejorarán cuando todo el mundo haya desaparecido" (129).
A la mañana siguiente, el hombre y el chico, tras una discusión, le dan a Ely algo de comida y se separan de él. La tos del hombre empeora. Caminan casi hasta que se hace de noche. Entonces se da cuenta de que la bombona de gas está vacía, porque quedó la válvula abierta. El chico reconoce que fue él quien se olvidó de cerrarla, pero el padre insiste en que no es su culpa.
Siguen caminando durante semanas, "esqueléticos e inmundos como adictos callejeros" (132), por "Una tierra destripada y erosionada y árida" (132). Un día, el chico descubre un tren abandonado y se acercan a ver. "Si vieron mundos diferentes sus conclusiones fueron las mismas. Que el tren se iría descomponiendo a perpetuidad y que ningún tren volvería a funcionar jamás" (134).
El hombre calcula que faltan dos o tres semanas para llegar al mar. Una noche, el niño tiene una pesadilla y despierta a su padre. Soñaba que estaba llorando y su padre no se despertaba. El hombre le pide disculpas y se justifica: "Es que estoy muy cansado" (136). El chico le aclara que hablaba del sueño. En otra conversación, el chico le hace preguntas al padre y, luego de responderlas, este afirma: "No me crees" (137). El chico le asegura que sí lo hace: "Tengo que creerte" (138).
Más tarde se cruzan con tres hombres harapientos armados con trozos de tubería, quienes les preguntan qué tienen en el carrito. El padre les apunta con la pistola y ambos continúan su camino. Hace mucho frío, pero no encuentran refugio ni pueden hacer fuego, por lo que se duermen tiritando y extenuados. El hombre se despierta enfermo, con mucha fiebre. El chico se asusta. Permanecen varios días en un lugar mientras el hombre espera que le baje la fiebre. Sueña con su vida antes de la catástrofe. Finalmente, puede levantarse y observa sus alrededores desde la cima de la colina. No ve señales de humo.
Análisis
Ante el viejo y débil Ely, el hombre finalmente sucumbe a la compasión del chico y a su deseo de ayudar a los demás. Son dos las circunstancias que favorecen este cambio en el protagonista: por un lado, el viejo no representa una amenaza; por el otro, ellos dos están bien alimentados y todavía tienen una gran cantidad de recursos de su paso por el búnker. Esto último, además, supone tiempo libre, pues no tienen que apurarse por encontrar alimento en su carrera contra el hambre, y nuevas esperanzas, dado que el futuro próximo no se ve tan negro como en otros momentos. De alguna forma, se vislumbra aquí cierta piedad en la oscura concepción de la humanidad que sugiere la novela a lo largo de sus páginas: al menos en el caso del protagonista, parece confirmarse que son las duras circunstancias y la desesperación por sobrevivir las que lo vuelven insensible al sufrimiento de los otros, dado que, cuando el contexto en general y el otro en particular no son tan amenazantes, el hombre cede y es capaz de mostrar solidaridad y compasión.
Es importante detenerse en el único personaje que tiene nombre en La carretera. Varias pistas apuntan a la conclusión de que el personaje de Ely es una alusión al profeta Elías. Además de la similitud de los nombres, la novela ofrece otra pista para establecer esta asociación: Elías se presenta por primera vez en la Biblia en 1 Reyes 17-1, y, en la novela, luego de la catástrofe, los relojes se detienen a la 1:17. Así, es posible reconocer en Ely, un viejo harapiento en el camino, a un profeta.
Ahora bien según referencias bíblicas, y particularmente en la tradición judía, Elías regresará el Día del Juicio, predicción que le da el estatus de símbolo del Mesías, es decir, del salvador que sacará a la gente de su sufrimiento. En la novela, esta figura es más bien asociada al chico, sobre todo por su padre, y es de hecho Ely quien rechaza de cuajo esta idea. El viejo niega la existencia de Dios y muestra un pesimismo feroz respecto a la humanidad, afirmando que el mundo estará mejor cuando ya no haya nadie. Si a este hecho le sumamos que el viejo no tarda en admitir que Ely no es su verdadero nombre, y que no quiere develar el real porque prefiere que nadie hable de él, podemos reconocer que la asociación entre Ely y el profeta presenta un carácter amargamente irónico. Aún más, el viejo personifica la muerte en su profecía del apocalipsis: "Cuando todos hayamos desaparecido entonces al menos no quedará nadie aquí salvo la muerte y sus días también estarán contados. En medio de la carretera sin nada que hacer y nadie a quien hacérselo. Dirá la muerte: ¿Adónde se han ido todos? Y así es como será. ¿Qué hay de malo?" (129). Si es un profeta, Ely es uno digno de los tiempos en que vive: nihilista y mentiroso, ni siquiera cree en el Dios que, se supone, representa, y no profetiza sino el acto final de destrucción total. Y podemos agregar: si es un profeta de la muerte, la verdad es que no se lo necesita, por lo que parece natural que los protagonistas lo abandonen a la mañana siguiente.
El tren abandonado que encuentran los protagonistas en el camino funciona como un símbolo de la destrucción de la civilización y de la inutilidad de los esfuerzos de la humanidad y de la tecnología frente a la indiferencia de la naturaleza -y del universo-: "Si vieron mundos diferentes sus conclusiones fueron las mismas. Que el tren se iría descomponiendo a perpetuidad y que ningún tren volvería a funcionar jamás" (134). Además, el narrador, que suele meterse en los pensamientos del hombre, parece conocer aquí también los del niño, develando, en ambos personajes, el reconocimiento del estado irreversible del mundo.
Finalmente, es interesante detenerse en la escena en la que el chico tiene una pesadilla y se la cuenta a su padre. Esta escena presagia el final de la novela en al menos dos sentidos. Por un lado, el sueño en sí mismo se adelanta a lo que efectivamente sucederá más adelante. De hecho, la muerte del protagonista se relatará así: "Durmió aquella noche pegado a su padre y lo abrazó pero al despertar por la mañana su padre estaba frío y tieso. Se quedó allí sentado llorando mucho rato y luego se levantó y atravesó el bosque hasta la carretera" (206). Por otro lado, la confusión mental del padre, que no distingue entre el sueño relatado y la realidad, es una evidencia de su deterioro, además de reafirmar el carácter premonitorio del sueño, al sugerir que puede volverse real.