Amalia

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La ciudad sitiada por el terror

Amalia describe a través de imágenes sensoriales una Buenos Aires envuelta en un ambiente de terror, en la que predomina el silencio lúgubre y la desolación, por el sometimiento a un poder totalitario que se va extendiendo hasta modificar la fisonomía de la ciudad. En la novela, esta caracterización se intensifica cuando se retratan los meses posteriores a la retirada de Lavalle, cuando el uso político de la violencia escaló con los saqueos, los asesinatos, la eliminación de los símbolos unitarios y la imposición del color rojo de la Federación. La Parte Quinta se abre con una descripción que anticipa el horror de los meses de septiembre y octubre de 1840: “El primer día de septiembre de 1840 se extendió sobre el cielo de Buenos Aires oscuro, triste, cargado de vapores…” (p.459), y más adelante, en el capítulo 12, se describe cómo “la ciudad entera de Buenos Aires quedó pintada de colorado”, por la mano de “hombres, mujeres, niños” que pintaban “las puertas, las ventanas, las rejas, los frisos exteriores, de día, y muchas veces de noche” (p.541). Así la ciudad se convertía “en una especie de cementerio de vivos”, en el que “La Naturaleza se había divorciado de la Naturaleza. La humanidad, la sociedad, la familia, todo se había desolado y roto” (ibid.).

Los espacios interiores

Amalia contiene varias descripciones de los interiores de las casas porteñas, tanto de federales como de unitarios, pero se detiene particularmente a describir la casa de Barracas, que se presenta en la historia como un oasis de civilización, que le hace frente a la barbarie que domina las calles y que terminará ingresando, también, en el refugio de los personajes. La narración se detiene a describir con lujo de detalles los objetos que componen los espacios íntimos de Amalia:

Toda la alcoba estaba tapizada con papel aterciopelado de fondo blanco, matizado con estambres dorados, que representaban caprichos de luz entre nubes ligeramente azuladas. Las dos ventanas que daban al patio de la casa, estaban cubiertas por dobles colgaduras, unas de batista hacia la parte interior, y otras de raso azul muy bajo, hacia los vidrios de la ventana, suspendidas sobre lazos de metal dorado, y atravesadas con cintas corredizas que las separaban, o las juntaban con rapidez. El piso estaba cubierto por un tapiz de Italia, cuyo tejido verde y blanco era tan espeso que el pie parecía acolchonarse sobre algodones al pisar sobre él. Una cama francesa de caoba labrada, de cuatro pies de ancho, y dos de alto, se veía en la extremidad del aposento, en aquella parte que se comunicaba con el tocador, cubierta con una colcha de raso color jacinto, sobre cuya relumbrante seda caían los albos encajes de un riquísimo tapafundas de cambray (p.24).

Esta es solo una parte de la extensa descripción de los accesorios, los muebles y los objetos decorativos que embellecen este espacio ameno, que es también indicio de posición social y económica, en una novela que pone del lado de los malos a los estratos más bajos de la pirámide social, y del lado de los buenos a las mujeres y a los hombres que pertenecen a una elite que, hasta el gobierno de Rosas, había tenido el control político de la ciudad.

La belleza unitaria

Esta elite unitaria, representada en los cuatro jóvenes protagonistas de la historia, posee también una apariencia bella, en sus rasgos físicos, en las expresiones de sus semblantes y en sus ademanes románticos. A Eduardo se lo describe por primera vez observando el cielo con “unos grandes y rasgados ojos negros, cuya expresión melancólica convenía perfectamente con la palidez de su semblante” (p.4). Daniel es descrito como un joven “de mediana estatura, pero perfectamente bien formado; de tez morena y habitualmente sonrosada; de cabello castaño, y ojos pardos; frente espaciosa, nariz aguileña”, fisonomía en la que se expresa, sostiene el narrador, “el sello elocuente de la inteligencia, como en sus ojos la expresión de la sensibilidad de su alma” (p.33). Para las descripciones de Florencia y Amalia, ver la sección Resumen y Análisis ("Primera parte, capítulos 8-13" y "Segunda parte, capítulos 1-6").

La vulgaridad federal

En contraste con los personajes unitarios o antirrosistas, los personajes federales –con excepción de Manuela y Agustina Rosas, que se las presenta como mujeres bellas y agraciadas– son caracterizados con imágenes asociadas con lo grotesco, lo bajo y lo sanguinario de la barbarie. Cuitiño es descrito de “cara redonda y carnuda” y facciones de “propensiones criminales” (p.55), María Josefa Ezcurra es una “mujer de pequeña estatura, flaca, de fisonomía enjuta, de ojos pequeños, de cabello desaliñado y canoso […] y cuyos cincuenta y ocho años de vida estaban notablemente aumentados en su rostro por la acción de las pasiones ardientes” (p.90), y Salomón es

un hombre como de cincuenta y ocho a sesenta años de edad, alto y de un volumen que podría muy bien poner en celos al más gordo buey de los que se presentan en las exposiciones anuales de los Estados Unidos: cada brazo era un muslo, cada muslo un cuerpo y su cuerpo diez cuerpos (p.125).

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