Resumen
Mientras en la naturaleza de la primavera se muestra en todo su esplendor, en Buenos Aires empieza a ver indicios del comienzo de “la primavera de sangre de los argentinos” (p.533). El 6 de septiembre, un día después del incidente en la Casa Sola, un grupo de jóvenes va llegando a un largo almacén sobre la calle de la universidad, en el que ingresan después de llamar de un modo especial a la puerta. Cuando ya hay diez hombres allí, empiezan a conversar sobre la posibilidad de que Belgrano y Bello hayan reunido a otros hombres en otros puntos de encuentro. Un instante después, llegan Daniel y Eduardo con una expresión de dolor y de despecho en sus semblantes. Uno de los que allí están infieren que Lavalle ha sido derrotado, pero Daniel dice que la noticia es aún peor: Lavalle ha emprendido la retirada, lo que significa la derrota de su causa.
Daniel ha convocado a cuarenta hombres, pero solo asistieron los diez que están presentes; no hay otro punto de reunión. Esto manifiesta los “hábitos de desunión, en la parte más culta de la sociedad” (p.537) que explican, para Bello, la conservación de Rosas en el poder. Hasta ese momento Daniel quiso disuadirlos de optar por la emigración, pero a partir de ahora no queda otra alternativa que impulsar la asociación y luchar por la libertad de la patria desde el exilio. Las lágrimas corren por el semblante de todos. Poco tiempo después, la reunión se disuelve.
Rosas no se demora en poner en marcha su plan de venganza contra los unitarios. En menos de ocho días “la ciudad entera de Buenos Aires [queda] pintada de colorado” (p.540). La Mazorca entra a las casas brutalmente, rompiendo todo, cortando el cabello a las mujeres, y tomando a los hombres para asesinarlos en la calle. El 16 de septiembre se implementa el decreto que confisca todos los muebles, inmuebles y acciones de los unitarios. La llegada de Mackau reanuda las esperanzas de los exiliados en Montevideo, pero el plenipotenciario francés da a entender que la Francia no ha reconocido por aliados ni a la República Oriental ni a las tropas a las órdenes de Lavalle.
El 5 de octubre vemos a Amalia en su casa de Barracas, eligiendo un vestido para un evento muy especial: su boda. Luisa quiere que se ponga un vestido de encaje que es el más lindo, pero Amalia elige otro, diciendo que es la primera y la única vez que quiere tener la vanidad de verse muy bien. Se siente feliz, a pesar de todo, y quiere que aquel día le baste para todos los demás vividos y por vivir. Elige una rosa blanca para su vestido, que luego cae casualmente al piso. Eso le recuerda que lo mismo ocurrió cuando le entregó su corazón a quien ahora le entrega su mano.
Volviendo unos días atrás, más cerca de aquel 6 de septiembre en que se conoció la derrota, un carruaje llega a la casa del señor Mandeville, del que descienden Daniel y Eduardo. En el coche se queda Don Cándido, a quien Daniel le pide que recuerde su encargo y que vuelva a buscarlos dentro de una hora. Mandeville recibe a sus visitas, que le comunican la llegada de Mackau a Montevideo. Luego Daniel menciona que los unitarios creen que Rosas, como gobernador de Buenos Aires, no tiene poder para realizar acuerdos con el exterior en nombre de las demás provincias, porque varias de estas provincias recusaron el poder que se le había dado cuando fue electo. Después, insinúa que si Francia abandona la República Oriental y a la numerosa emigración argentina que se encuentra allí, Inglaterra se vería en una situación provechosa para hacer acuerdos con quienes detenten el poder en el futuro. Mandeville no comprende cabalmente las intenciones de Daniel, pero le dice que podría ser un embajador peligroso para Rosas. Eduardo respalda a su amigo diciendo que no está emitiendo ideas suyas, sino las que llegan de Montevideo.
Daniel le pregunta a Mandeville si ha refugiado gente en su casa, pero este jura que no hay nadie allí. Para evitar sospecha, Daniel dice que comprende que son tiempos difíciles y que es mejor evitar conflictos diplomáticos. Eduardo señala que ha sentido parar un coche a la puerta. Un minuto después se despiden en la sala, sin que el señor Mandeville comprenda qué quieren aquellos jóvenes. En el coche, Don Cándido les cuenta que su misión ha fracasado. El plan es en conseguir asilo para Eduardo, cuya casa y posesiones fueron tomadas por los federales. Don Cándido fue a dos conventos en donde dijo que un pariente suyo estaba siendo injustamente perseguido y que necesitaba refugio, pero en ninguno quisieron recibirlo para no comprometerse.
El coche llega a la casa del cónsul de los Estados Unidos, el señor Slade. Aquel hombre los recibe sin formalidades y dice que sabe a qué han venido: a refugiarse en la legación de su país. Slade dice que allí se protege a todos los hombres, y que si Rosas intenta sacarlos a la fuerza, él tiene armas y la bandera de Estados Unidos para evitar que esto ocurra. Luego les cuenta que ya ha refugiado a veinte hombres y que recibirá a cualquiera que pida asilo. Don Cándido está tan maravillado con el cónsul que quiere quedarse allí él también, pero Daniel le recuerda que todavía tiene asuntos pendientes. El maestro de primeras letras acepta irse a regañadientes, pero promete que volverá pronto. Los dos amigos se despiden, y maestro y discípulo salen de la casa.
Cinco días después, Daniel se encuentra en su despacho con Don Cándido. Son las ocho de la mañana y ambos muestran señales de haber pasado en vela toda la noche. Juntos leen la lista de los hombres que han entrado en la cárcel desde el 15 de septiembre y registran que son cincuenta y ocho las personas que murieron en los últimos 22 días. Daniel escribe a Eduardo sobre la situación de la casa de Amalia y sobre el rumor de que pronto la atacarán. Como Eduardo no quiere irse a Montevideo sin antes casarse con Amalia, han concertado que el casamiento ocurra el mismo día de la partida, el 5 de octubre. Amalia lo seguirá 15 días después, cuando Mackau haya acordado la paz y se pueda salir de forma segura de Buenos Aires. También le dice a su amigo que ya ha hecho todos sus arreglos y que espera la llegada de su padre en cualquier momento. Daniel concluye la carta y se le entrega a Don Cándido para que se la dé a Eduardo en el consulado norteamericano.
Daniel recibe la visita del comandante Cuitiño. Este le cuenta cuáles son las personas que acaban de “degollar” (p.571), y señala que habrá muchas más muertes. Para evitar ser una de esas víctimas, el temeroso Don Cándido dice que él y Cuitiño son parientes, por una prima de su madre que se casó con un tío de aquel. Cuitiño dice que María Josefa sigue insistiendo con la casa de Barracas, y que cuenta con una “negrita de por ahí” (p.572) como espía. Daniel dice que eso de espiar mujeres no es un verdadero servicio a la Federación, como el que realiza Cuitiño.
Luego hablan sobre la casa del cónsul Slade, donde se sabe que se esconden unitarios. Daniel le dice a Cuitiño que es mejor esperar a que haya más personas para atacar la casa, y que él debe participar en la pesquisa para asegurarse de que no se toquen los papeles del consulado. También le dice que esperen a que llegue una orden oficial y que, mientras tanto, no deben detener a las personas que lleguen al consulado en coche, porque lo más probable es que se trate de personas de la casa. Cuitiño parte para comunicar esto a sus compañeros. Don Cándido cree que Daniel los ha traicionado, pero el joven le explica cómo envuelve a sus enemigos en sus propias redes. Para que entienda mejor, le permite leer una segunda carta que acaba de escribir, en la que le aclara a Eduardo que nadie que quiera asilarse debe llegar a pie a la embajada.
La noche del 5 de octubre la vemos a Amalia con su vestido de bodas. Cuando el reloj da las 8, Amalia siente un sacudimiento que la hace empalidecer. Le cuenta a Luisa que desde las seis de la tarde, cada vez que el reloj da la hora, sufre horriblemente. A continuación, llama a Pedro, que llega bien vestido para la ocasión. Amalia le dice que quiere que él siempre la cuide como a una hija, y le pide que emigre con ella a Montevideo. También le regala un anillo hecho con sus cabellos que perteneció a su padre y le pide que sea testigo de su casamiento. Pedro se conmueve profundamente y acepta besando la mano de Amalia. La joven pregunta si está todo cerrado y Pedro le dice que sí, pero que ya van dos mañanas en las que encuentra la puerta de fierro abierta, cuando él la cierra siempre por las noches. Amalia dice que mejor no hablen de eso ahora.
Llegan Daniel y Eduardo a Barracas, junto con un sacerdote. Daniel le explica a su prima que el sacerdote no puede estar ni diez minutos, porque el coche lo espera en la puerta y esto puede llamar la atención. Se realiza la ceremonia y Eduardo y Amalia sienten la felicidad de verse unidos para la eternidad. Cuando termina el oficio, Daniel explica que debe irse una hora para terminar de coordinar la salida con Mr. Douglas; volverá a las diez. Apenas sale suena la campana del reloj que da las nueve, produciendo un golpe eléctrico en Amalia, que se desprende de los brazos de Eduardo y se va a rezarle al crucifijo de su dormitorio. Eduardo teme que Amalia se haya arrepentido de casarse, pero ella le explica que está sufriendo por la superstición.
Cuando el reloj da las diez, Daniel entra de nuevo a la casa, a la par que Amalia vuelve a estremecerse con más violencia. Ella anhela irse con Eduardo, pero este le explica que no es seguro para ella escapar ahora. Daniel se reúne con ellos y les dice que todo está listo para partir dentro de dos horas. Pasan al gabinete de lectura y mientras toman el té, Daniel los anima con su conversación alegre. Pero “un grito agudo, horrible y estridente” (p.589) de Luisa, seguido de una “tormenta de gritos y de pasos precipitados” (ibid.) interrumpe la escena como un rayo. Desde el fondo de las habitaciones se precipitan unas figuras siniestras. Rápidamente, Eduardo toma las pistolas y Daniel empieza a tumbar muebles haciendo una barricada para frenar el paso de los forajidos. Empiezan los disparos y los golpes, mientras Amalia se aferra a Eduardo, que en un momento la arrastra hasta la sala para que se resguarde allí mientras él lucha. Pedro recibe un fuerte hachazo en la cabeza, pero logra llegar hasta donde está Amalia y la sujeta de las piernas para que no se mueva.
Eduardo le pide a Daniel que salve a Amalia y que él intentará alcanzarlos. Daniel pasa como un relámpago a la sala, al mismo tiempo que salta un pestillo de la puerta y entra en tropel una banda de “aquellos demonios, de que se [ha rodeado] un gobierno nacido del infierno y maldito para siempre jamás en la historia de las generaciones argentinas” (p.592). Amalia se desprende de Pedro y va a escudar con su cuerpo a Eduardo. Daniel vuelve al gabinete y recibe una cuchillada en su brazo derecho. Eduardo recibe una herida mortal por la espalda, pero resiste todavía amedrentando a sus asesinos. Dos bandidos cortan la cabeza de Pedro. Luisa oye la voz de Fermín y abre la puerta. En la casa irrumpe una voz imponente que pide alto en nombre del Restaurador, logrando que se suspenda el combate. Daniel reconoce la voz de su padre y le pide que salve a Amalia, antes de caer en sus brazos herido de muerte.
En el epílogo, se cuenta que al día siguiente los vecinos de Barracas hallaron el cadáver de Pedro y de tres miembros de la Sociedad Popular Restauradora. También se cuenta que Don Cándido, después de la muerte del señor Slade, fue obligado por un juez de paz a salir del consulado, porque se resistía a dejar lo que para él era el territorio de Estados Unidos. Un día Doña Marcelina le ofreció su mano a Don Cándido como un vivo recuerdo de los peligros que vivieron juntos, pero Don Cándido rechazó la propuesta de matrimonio horrorizado.
Análisis
El capítulo 10 de la parte quinta, titulado “Primavera de sangre”, inicia con un conjunto de imágenes bellas sobre la naturaleza en primavera (“El duraznero ostentaba todo el lujo de sus estrellas color de rosas y violetas…”, p.528), que generan un contraste con la descripción de aquel tiempo histórico, que el narrador asocia con
el crimen, el vicio, la relajación de todas las nociones del cristianismo, la subversión de todos los principios conservadores de la sociedad, el atraso, la estagnación y la indolencia, la inacción y la impotencia del pensamiento, el olvido de la tradición, y una índole acomodaticia al nuevo orden de vida (p.530).
Este es el “cuadro de la tiranía de Rosas” (ibid.) al que luego le seguirán las imágenes del terror de los meses de septiembre y octubre de 1840, tiempo en el que después de la retirada de Lavalle, el gobierno federal, asistido por la Mazorca, extremó los métodos de persecución, con la imposición de los símbolos federales, el saqueo de bienes y el asesinato. Estas imágenes aparecen en el capítulo 12, en el que Buenos Aires se presenta como “una especie de cementerio de vivos” (p.540), una ciudad en la que “el terror ya no tenía límites. El espíritu estaba postrado, enfermo, muerto” (p.541).
El tema del individualismo y de la asociación vuelve a aparecer en el capítulo 11, cuando Daniel comunica la retirada de Lavalle, que para él es lo mismo que “la derrota de nuestra causa por muchos años” (p.536). Daniel cree que el individualismo, la apatía, el abandono y el egoísmo son “la filosofía de la dictadura de Rosas” (p.537), lo que explica el fracaso de aquella tentativa frustrada que hará que Rosas permanezca en el poder por doce años más. Sobre la reunión clandestina, el narrador explicita que “la novela ha sido una verdadera historia, pues tal reunión tuvo lugar en efecto en la noche del 6 de septiembre de 1840, con algunos de los incidentes que se han referido” (p.538). A continuación, sostiene: “Queremos apoyar las palabras del héroe del romance sobre su gran tema de asociación” (ibid.). Esto le permite al autor de la novela, Mármol, indicar qué fue lo que falló de aquella tentativa real –la de Lavalle, pero también la de jóvenes conspiradores como el que representa el ficticio Daniel Bello– y remarcar que las condiciones en 1851 han cambiado: en ese momento se podrá vencer a Rosas con un Ejército Grande que une a los unitarios con federales como el que lidera el ejército, Justo José de Urquiza.
Las conspiraciones de Daniel vuelven a mostrarse ingeniosas y funcionales al entretejido de la trama, pero insuficientes para salvar a los personajes. Don Cándido es el personaje que ocupa en la novela el rol del lector ingenuo, al que hace falta explicarle las intrigas que elucubra el protagonista: “Esto, Señor Don Cándido, es trabajar sobre el trabajo ajeno, es envolver a los hombres en sus propias redes, es hacerlos perder dentro de sus propios planes, es hacerse servir de sus propios enemigos…” (p.575). Así le explica Daniel a su maestro de primeras letras cómo ha conseguido demorar que Cuitiño ingrese en el consulado norteamericano. Pero en esta misma escena vemos también que Cuitiño menciona a la espía de la casa de Barracas, la que tiene una llave de la verja de fierro que Pedro nota abierta por las mañanas. En este aspecto, el lector tiene más información que los personajes, y comprende que por más ingenioso que Daniel sea, el sistema de delación de Rosas es más eficiente.
A medida que nos acercamos a la escena de terror que pone fin a la novela, la descripción del ambiente se torna más espeluznante y sobrenatural. La calle larga de Barracas es un desierto que parece “uno de esos parajes que escogen los espíritus de otro mundo, para bajar al nuestro, envueltos en sus chales de sombra” (p.577). Esta imagen se asocia con las supersticiones de Amalia, que no puede evitar presentir el desenlace trágico de su historia. Si hasta ahora el reloj había sido un símbolo del espíritu conspirador de Daniel, en los últimos capítulos se convierte en el objeto que anuncia el destino fatal. Eduardo intenta calmar a Amalia diciéndole que lo que siente es imaginación suya y que “es el aire, la luz de Buenos Aires, lo que enferma el espíritu y el cuerpo” (p.586). La ironía de esta frase es que Amalia quiere escapar de su mala estrella, pero el problema es que su felicidad está estrechamente ligada a la fortuna de su país. Por eso, para ella no existe otro final que el que le depara a su patria en el tiempo en el que le ha tocado vivir.
Amalia es una novela que busca transmitir una imagen muy concreta del terror del rosismo, pero a lo largo de sus seiscientas páginas casi no tiene episodios de violencia explícita, con excepción del que abre la historia y el que la cierra. De esta manera, Mármol enmarca su relato entre dos escenas de sangre y muerte que condensan en dos momentos clave de la novela, el principio y el fin, lo que funciona como elemento de suspenso en el resto de la trama. El recurso es efectivo porque va acumulando tensión a medida que nos acercamos al desenlace final, que tiene como escenario la casa de Barracas, espacio de contención y de amor al que ingresan figuras malignas que terminan acorralando a los personajes.
La última ironía de la historia es que la única palabra que logra frenar el puñal de los criminales es la misma que encarna el terror, el nombre de Rosas en boca del padre de Daniel, el renombrado federal que permitió que su hijo pasara como favorito del gobierno en todo ese tiempo. Pero llega tarde: su “voz de trueno” (p.592) –similar a la “voz fuerte” (p.10) con la que Daniel impide la muerte de Eduardo en el primer capítulo de la novela– ya no puede salvar la vida de estos jóvenes. Las únicas que permanecen con vida son las mujeres unitarias, a las que Amalia representa de forma superlativa, por su belleza y su valentía, a la hora de defender a su amado, como quien defiende su propia vida y la de su patria.