En Argentina, el movimiento romántico de la Generación del 37 estuvo estrechamente vinculado a la lucha contra Rosas. Escritores románticos como Esteban Echeverría y Domingo F. Sarmiento confiaban en el poder de la escritura para combatir la política del rosismo y abogaban por una doctrina política que superase el conflicto de facciones entre unitarios y federales. En esta coyuntura, el romanticismo argentino se propuso fomentar la creación de una literatura nacional que pudiese articular las aspiraciones de progreso del antirrosismo y que también fuera orgánica a las condiciones culturales del territorio argentino. En otras palabras, los románticos buscaron realizar una literatura original que pudiera integrar lo americano con lo europeo, lo bárbaro con lo civilizado.
En principio, podríamos decir que Amalia es una novela representativa de esta literatura fundacional. En sus páginas la narración configura espacios y personajes portadores de los ideales de civilización y espacios y personajes que encarnan la concebida barbarie americana. Pero es evidente que esa interacción entre civilización y barbarie no está articulada en términos de integración, sino de oposición. De acuerdo con David Viñas, en Amalia “la teoría inicial de la Generación del 37, la síntesis entre lo americano y lo europeo […] se va polarizando en sus contenidos y significaciones hasta desequilibrarse en impugnación e ideal” (p.114). En este sentido, la novela plantea un maniqueísmo en la dicotomía civilización y barbarie, porque a los fines del combate ideológico no puede dejar nada bueno o rescatable en el bando de la Federación, mientras exime a los personajes antirrosistas de cualquier aspecto inmoral o maligno.
No obstante, lo interesante de esta oposición antinómica, siguiendo a Viñas, es que las caracterizaciones de los personajes y los espacios civilizados sufren de afectación, al punto de frustrarse estéticamente, porque son demasiado estereotípicos. Tomemos, por caso, la descripción de una escena en la que Eduardo y Amalia comparten la lectura de un reconocido poeta romántico inglés:
Eran las cinco de una tarde fría y nebulosa, y al lado de la chimenea, sentado en un pequeño taburete a los pies de Amalia, Eduardo le traducía uno de los más bellos pasajes del Manfredo de Byron; y Amalia, reclinado su brazo sobre el hombro de Eduardo y rozando con sus rizos de seda su alta y pálida frente, le oía, enajenada, más por la voz que llegaba hasta su corazón que por los bellos raptos de la imaginación del poeta; y de cuando en cuando Eduardo levantaba su cabeza a buscar, en los ojos de su Amalia, un raudal mayor de poesía que el que brotaban los pensamientos del águila de los poetas del siglo XIX (p.279).
Esta descripción cargada de adjetivos idealiza el amor de los personajes, pero es tan convencional –en sus asociaciones con lo típicamente bello y espiritual– que se aleja del todo de lo específicamente americano o argentino.
En cambio, del lado de la barbarie, el intento de Mármol de reconstruir una realidad social y política aporta descripciones más cercanas y concretas, como la que realiza el narrador sobre la reunión de la Sociedad Popular Restauradora en la casa de Salomón:
Sentados unos en las sillas de madera y de paja que había desordenadamente colocadas en la sala, otros en el banco de las ventanas, y otros en fin sobre la mesa de pino cubierta con una bayeta punzó, donde solía echar su firma el señor presidente Salomón, haciendo traer antes un tarrico de pomada que servía de tintero en la heredada pulpería, cada uno de esos señores era un incensario de tabaco que estaba despidiendo una densa nube, a través de cuyos celajes se descubrían sus tostados y repulsivos semblantes (p.127).
En comparación con la anterior, es una escena más sórdida pero más interesante por su economía narrativa, porque enumera y organiza algunos objetos y contiene una sola metáfora, la de los hombres como incensarios. De esta manera, condensa en pocos elementos la descripción literaria, dejando para lo último la adjetivación asociada con lo bárbaro (los “tostados y repulsivos semblantes”). Esto es lo que Viñas reconoce como el ojo romántico que mira hacia lo propio, el ojo “que quiere conocer y saber; con una tensa voluntad de realidad, de ponerse en situación antes de elucidarla” (p.113).
En cierto punto, podemos decir que Amalia nos invita a reflexionar sobre qué elemento de la dicotomía es más atractivo estéticamente, si la civilización o la barbarie. A simple vista, la posición política de Mármol y su generación inclina la balanza a favor de lo lejano, lo etéreo o europeo. Pero estas descripciones se alejan demasiado de lo que buscaba hacer el romanticismo argentino: representar lo local. Ese interés literario por la barbarie es el que impulsó las mejores obras de la literatura romántica argentina, como el Facundo de Sarmiento, El matadero de Echeverría o la propia Amalia. En este sentido, la novela de Mármol sugiere que la Generación del 37 estuvo lejos de resolver por integración y síntesis la antinomia civilización-barbarie, pero también abrió un espacio para darle valor poético a lo americano y para revisar los ideales estéticos del romanticismo.