Resumen
Un día, mientras observa de cerca a uno de los axolotes, el narrador nota sin sorpresa que se está viendo a sí mismo a través del vidrio de la pecera. En ese momento, explica, su conciencia se traslada de su cuerpo humano al cuerpo del animal. Dentro de la pecera, y conviviendo con los otros axolotes, comprende todo sobre su especie, por lo que ya no siente curiosidad ni se realiza ninguna pregunta, y tan solo se limita a observar al humano del otro lado del vidrio.
El narrador explica que, con el paso del tiempo, el hombre disminuye considerablemente sus visitas al acuario. Si bien al principio sintió una profunda conexión con él, ahora le parece un visitante más. Sin embargo, sospecha que en esos primeros días logró comunicarse con el humano para lograr que este, creyendo que imagina una ficción, escriba un día sobre los axolotes.
Análisis
En la sección anterior hemos indicado que el cuento plantea una cadena de acciones que va desde el encuentro y el reconocimiento de los axolotes hasta la identificación, la interpretación y la comunicación con ellos. En esta sección, veremos cómo esa comunicación que se establece entre el humano y el anfibio da paso a la fusión de ambas criaturas.
Sin embargo, antes de abordar el final del relato, es importante volver sobre algunas cuestiones que se desprenden de la interpretación y la comunicación entre el animal y el humano. Tras su primer encuentro con los axolotes, el narrador se dirige a la biblioteca para informarse sobre ellos, como se ha mencionado en el resumen de la primera sección; esa investigación revela la especie y el género, y es el primer paso para enraizarlos con un origen y una cultura, la azteca. Tan antigua como misteriosa y rica en relatos mitológicos, la cultura azteca otorga todo un universo de sentidos que complejiza el relato.
En primer lugar, el narrador asocia a los axolotes por sus caras: “Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas” (p. 517). Luego, también indica que aquellas caras chatas e inexpresivas son guardianas de un terrible secreto, y encuentra que algo se esconde en el estado larval en el que estas criaturas pasan toda su vida: “Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?” (p. 520). El misterio de los axolotes, la idea de que algo se oculta tras su peculiar apariencia, obsesiona al narrador y lo empuja a “caer en la mitología” (p. 520). Uno de los mitos de creación de los aztecas refiere que, cuando los dioses quisieron sacrificarse en el fuego para crear el sol de la quinta humanidad, Xólotl -el patrón de los brujos- no quiso morir y trató de escapar. Para ello, primero se ocultó entre los maizales, pero lo descubrieron, y entonces volvió a ocultarse, esta vez en la planta conocida como maguey. Tras ser descubierto otra vez, se arrojó al agua y se convirtió en un pez, que desde ese momento se llamó axólotl.
Como se comprende del relato mitológico, el axolote es aquel que se transforma y que, en su continuo huir, se traslada entre elementos típicamente mexicanos hasta convertirse definitivamente en la criatura anfibia que lleva su nombre. Así, la idea de metamorfosis está en la base del mito de estas criaturas y prefigura, en cierto sentido, la metamorfosis que el narrador del cuento va a experimentar.
Existe aún otra relación entre los axolotes del cuento, la mitología y la religión: en numerosas ocasiones, dada la quietud en la que se encuentran estas criaturas, el narrador las compara con estatuillas milenarias. Indica: “pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso” (p. 518). Estas menciones establecen cierta relación con el budismo zen, por el que Cortázar se sentía particularmente atraído. Para el budismo zen, la quietud total del cuerpo y la mente permiten acceder a nuevas formas de mirar la realidad, algo que, en el cuento, los ojos del axolote revelan al narrador: “Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar” (p. 519). Con todo esto, los axolotes se presentan como criaturas cargadas de sentidos que absorben la atención del narrador y le enseñan una nueva forma de contemplar el mundo. Esa forma de mirar, luego, se traduce en la intercomunicación entre humano y anfibio, y propicia la fusión o la metamorfosis de uno en otro.
El clímax del relato se alcanza cuando el narrador, “sin transición y sin sorpresa”, ve al humano fuera de la pecera, con su cara contra el vidrio, y comprende que él es el axolote. Esta situación está precedida por una marca temporal en la enunciación, cuando el narrador indica: “Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir” (p. 521). Dicho ahora, coloca al lector en un presente indefinido, que es el presente del inicio del relato, cuando ya se le avisa que el narrador es el axolote. Así, todo el relato del proceso se termina de comprender como retrospectivo, y la fusión de las voces narradoras queda clara: el narrador-axolote del tiempo presente (del “ahora” del relato) coincide con el narrador-humano del tiempo pasado. Como hemos dicho al inicio del análisis, la conversión del humano en axolote no puede pensarse como anulación de uno o de otro, sino como fusión, como superposición de ambos al mismo tiempo. Los roles se funden y se confunden, y todo el proceso de reconocimiento, identificación y comunicación se repite: ahora es el axolote, al final del relato, quien observa al humano, interpreta sus conductas, se identifica con él y termina logrando -indica que al menos por un tiempo- comunicarse con él. Así, la circularidad es completa, y solo le resuelve al lector la duda sobre la identidad del narrador mediante la incertidumbre: son ambas criaturas, superpuestas o solapadas, las que narran su proceso de intercomunicación.