El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra Argentina, el que las ordena y pule, “yo”, no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Ese vagar sin rumbo por nuestra “Mayúscula América” me ha cambiado más de lo que creí.
Diarios de motocicleta llega al público, en gran medida, a causa de la popularidad y particularidad que cobró tiempo después de escribirlos la figura de su autor. Ernesto Guevara busca, con frases como la citada, advertir al lector antes de dejarlo a solas con lo que escribió aquel joven de veintitrés años en 1951, algunos años antes de convertirse en líder revolucionario. El "personaje que escribió estas notas" es entonces un joven de familia acaudalada, en pareja con una muchacha de clase alta, estudiante pronto a recibirse de médico, con ansias de aventura y sin sospechas del destino que le espera.
A lo que asiste el lector de Diarios de motocicleta es justamente a un momento, o más bien un proceso, de iniciación: en este viaje que Ernesto Guevara hace por Latinoamérica, en eso que al principio era un "vagar sin rumbo", el joven toma conciencia de las injusticias a las que se condena a gran parte de la población en ese territorio, lo cual será la base de todo el carácter revolucionario que desarrollará después.
Todo lo trascendente de nuestra empresa se nos escapaba en ese momento, sólo veíamos el polvo del camino y nosotros sobre la moto devorando kilómetros en la fuga hacia el norte.
Tal como admite Guevara en los primeros pasajes de los Diarios, ningún fin político ni social determinaba su viaje por Latinoamérica. Incluso, la idea misma de recorrer esa región que más tarde cifraría el destino del Che aparece en realidad por azar en la mente de los jóvenes, que después de soñar con Asia y los mares tropicales, deciden llegar a Norteamérica en motocicleta.
Con frases como la citada, Ernesto deja en claro que el carácter del protagonista de los Diarios no está determinado, en principio, por ningún pensamiento político concreto. Este “yo” del cual el autor quería desligarse en su pasaje de apertura se construye de una manera más bien despolitizada; el joven que narra estos pasajes no parece tener mayor interés que el de vivir en carne propia la aventura, y sin ataduras conocer el éxtasis del peligro y lo desconocido, concretando así sus sueños de joven explorador. Este detalle es relevante en tanto deja en claro que la posterior toma de conciencia que dará pie a la transformación del protagonista se dará enteramente a causa de las injusticias y miserias que reinan el territorio latinoamericano, evidentemente visibles incluso para los ojos de quien no se disponía a encontrarlas, de quien se las cruzó por azar.
Ya no éramos un par de vagos más o menos simpáticos con una moto a la rastra, no; éramos LOS EXPERTOS, y como a tales se nos trataba.
En Chile, los jóvenes son recibidos con suma amabilidad debido a una nota que sale en un diario refiriéndose a ellos como dos maravillosos doctores argentinos "expertos" en lepra, una enfermedad hasta entonces poco conocida en esa nación. A Ernesto y Alberto les divierte tal nombramiento, que consideran por supuesto exagerado, pero que les permite sobrevivir a varias adversidades: este nuevo título del cual gozan los jóvenes viajeros, y gracias al cual pueden acceder a generosas atenciones por parte de los locales, llega en buen momento, en tanto coincide con la definitiva destrucción de la Poderosa. Sin siquiera medio de transporte, los hombres dependen aún más que antes de la generosidad de las personas a las que se cruzan en su camino.
Allí, en estos últimos momentos de gente cuyo horizonte más lejano fue siempre el día de mañana, es donde se capta la profunda tragedia que encierra la vida del proletariado de todo el mundo.
En los Diarios aparecen algunos pasajes que bien pueden considerarse como forjadores del espíritu revolucionario de Guevara. La frase citada pertenece a una escena que tiene lugar en Valparaíso, cuando el joven recurre a atender a una señora que padece un estado asmático y una fuerte descompensación cardíaca. La mujer es pobre y Guevara se siente angustiado por su propia impotencia y seguro de la necesidad de una transformación económica y social, algo que impida que una mujer de esa edad deba trabajar aun a costa de su propia salud.
Ernesto tiene los conocimientos de medicina suficientes como para entender que ningún tratamiento alcanzará para resolver el penoso estado de salud de la señora, víctima de la injusticia que somete a la clase trabajadora, explotada hasta el punto de contraer enfermedades incurables. Guevara cree captar en la situación de esa mujer la tragedia que azota al proletariado mundial: estamos frente a un narrador ya capaz de leer en una situación particular un problema de orden político y social, y de reflexionar acerca de las limitaciones de su vocación por la medicina en lo que respecta a salvar las vidas de las personas pertenecientes al proletariado.
Se respira la evocación de los tiempos anteriores a la conquista española; pero esto que tenemos enfrente no es la misma raza orgullosa que se alzara continuamente contra la autoridad del lnca y lo obligara a tener permanentemente un ejército sobre esas fronteras, es una raza vencida la que nos mira pasar por las calles del pueblo. Sus miradas son mansas, casi temerosas y completamente indiferentes al mundo externo. Dan algunos la impresión de que viven porque eso es una costumbre que no se pueden quitar de encima.
Entrando al pueblo boliviano de Tarata, Alberto y Ernesto suben a un camión donde sienten las miradas temerosas de los aymaras que allí viajan. Ya una vez en el pueblo, Ernesto confirma una sensación de que todo evoca los tiempos anteriores a la conquista española, salvo por el hecho de que los pueblos originarios no dan la sensación de ser la raza orgullosa que alguna vez fue, que luchó contra la opresión de los Incas; ahora parece una raza vencida.
La conquista del Imperio Inca por Francisco Pizarro abrió el camino para el sometimiento de la Bolivia actual en el año 1535, y el territorio hoy boliviano fue parte del Virreinato del Perú. A los pueblos originarios que habitaban la zona se les arrancó, por tanto, la soberanía sobre el territorio, soberanía que solo pudieron recuperar casi trescientos años después, en una de las guerras de la independencia que se libraron en territorio latinoamericano en antagonismo con la corona española.
Sin embargo, dicha soberanía nunca se recuperó del todo, en tanto la inevitable “mezcla” de población producto de los años de colonia resultó, siglos después, en una sociedad donde el poder se identifica con el origen europeo y discrimina a los pueblos originarios. Dicho resultado es el que observa Ernesto, en tanto se trasluce en las miradas temerosas y avergonzadas de los aymaras y los collas, quienes caminan como si esa tierra ya no les perteneciera.
Cuando las tropas blancas entraron a saco sobre la ya vencida ciudad, atacaron sus templos con saña y unieron a la avidez por el oro que adornaban los muros en exacto símbolo del dios Sol, el placer sádico de cambiar por el ídolo doliente de un pueblo alegre, el alegre y vivificante símbolo de un pueblo triste. Los templos de Inti cayeron hasta sus cimientos o sus paredes sirvieron para el asiento de las iglesias de la nueva religión.
Al recorrer Cuzco, Guevara no deja de sorprenderse por la sensación de civilización vencida que despiertan las ruinas de las construcciones incas, civilización que reinaba en el Perú antes de la llegada de los españoles en el siglo XVI. Esto lo lleva a sumergirse en la historia, evocada por las consecuencias visibles tanto en las personas como en el paisaje peruano.
En el comentario de Guevara sobre la catedral de Cuzco, al cual pertenece el fragmento citado, puede leerse una suerte de síntesis de la conquista española en el continente. Ernesto explica que, en un claro gesto de “escarmiento y reto del conquistador orgulloso” (p.102), los españoles (las tropas blancas, en oposición a las de los pueblos originarios), apenas vencieron a sus contrincantes, construyeron la Iglesia de Santo Domingo sobre las ruinas del Templo del Sol. A Guevara se le vuelve evidente el proceder sádico de los conquistadores: la voluntad de imponer a la fuerza la propia fe se suma a la codicia, y los españoles no dudan en destruir el templo Inca, hacerse del oro de su símbolo y poner en su lugar a su “ídolo doliente”, el Cristo en la Cruz, símbolo de la Iglesia Católica.
Nos contaba el señor Montejo que cuando se fundó ese centro antileproso por iniciativa del doctor Pesce, eminente leprólogo, él fue el encargado (...) de organizar todo lo relativo al nuevo servicio. Cuando llegó al pueblo de Huancarama no se le permitió pernoctar en ninguna posada, uno o dos amigos que tenía le negaron la habitación y en vista de la lluvia que se avecinaba, tuvo que refugiarse en un chiquero, donde pasó la noche. La enferma de que hablé anteriormente, ya después de años fundado el leprocomio, debió llegar a pie, pues no hubo quien facilitara dos caballos para ella y su acompañante.
Ernesto y Alberto son dos jóvenes médicos con especial interés por la lepra: esta enfermedad convierte a quienes la padecen en dobles víctimas, puesto que además de sufrir lesiones en la piel y los nervios del cuerpo, sufren la discriminación e indiferencia del resto de las personas. En el momento en que Alberto y Ernesto viajan por Latinoamérica, son comunes los leprocomios, lugares donde se aísla a los enfermos leprosos.
Los jóvenes acuden al leprocomio de San Pablo, a orillas del Amazonas, y conocen el calvario que viven las más de seiscientas personas que padecen una enfermedad sobre la cual hay mucha ignorancia. En ese entonces, la información es mucho menor y, tal como se explica en el fragmento citado, la población de la aldea en que se ubica el leprocomio vuelca toda su discriminación sobre los enfermos y el personal de salud que entra en contacto con ellos.
La bóveda inmensa que mis ojos dibujaban en el cielo estrellado titilaba alegremente, como contestando en forma afirmativa a la interrogación que asomaba desde mis pulmones: ¿vale la pena esto?
En un trayecto complejo del viaje, entre la incomodidad de la mala salud y el mal dormir, Guevara recuerda a su novia y su vida pasada. El joven que logró dejar todo para emprender la experiencia del despojo y la libertad se permite, sin embargo, un momento de fragilidad para recordar a la muchacha y hasta para preguntarse si lo que está haciendo vale la pena.
La libertad y la aventura se enfrentan para el protagonista a las comodidades de la estable vida burguesa. Es por esto, quizás, que la pregunta por la validez de la bohemia vida elegida surge en un momento de extrema incomodidad (Guevara está sufriendo ataques de asma y de mosquitos).
También aparece una asociación, presente en otros momentos de los Diarios, entre la libertad y la naturaleza. Así como el mar empujaba a Ernesto de aquel “paréntesis amoroso” en Miramar, ahora es un cielo estrellado el que titila “alegremente, como contestando en forma afirmativa” a la pregunta por si tiene o no sentido el estilo de vida elegido.
La ausencia de Alberto se siente extraordinariamente. Parece como si mis flancos estuvieran desguarnecidos frente a cualquier hipotético ataque (...). Es que son muchos meses que en las buenas y malas hemos marchado juntos y la costumbre de soñar cosas parecidas en situaciones similares nos ha unido aún más.
Luego de haber compartido tanto, Alberto y Ernesto siguen caminos separados. Guevara no repone la escena de la separación, pero no es difícil asumir que se trata de un momento triste, doloroso. A lo que accedemos en el pasaje “Este extraño siglo XX” es a un Ernesto que ya está solo hace unos días, y que toca por primera vez el tema confesando sus sentimientos producto de la ausencia de su amigo. Dicha sensación no parece limitarse a la soledad: Guevara expresa un sentimiento de indefensión. Tras atravesar tantas adversidades y sufrir juntos padecimientos que nunca habían sufrido, la amistad trabada entre los hombres se siente más bien como la unidad de un ejército, una dupla de soldados que saldan una relación íntima mientras se enfrentan en el campo de batalla. La amistad, tema presente en el Diario como algo asociado al compañerismo incondicional, es más grande en tanto los jóvenes, además de aventuras, comparten creencias, sueños, convicciones.
Ahora sabía... sabía que en el momento en que el gran espíritu rector dé el tajo enorme que divida toda la humanidad en sólo dos fracciones antagónicas, estaré con el pueblo (...). Ya crispo mi cuerpo, listo a la pelea y preparo mi ser como un sagrado recinto para que en él resuene con vibraciones nuevas y nuevas esperanzas el aullido bestial del proletariado triunfante.
Todo Diarios de motocicleta parece preparado para este momento, para esta conclusión final que cierra el último pasaje del libro. Todas las cavilaciones de Guevara sobre las injusticias de clase, la pobreza indignante del proletariado, la brutal explotación del colonialismo y el imperialismo preparan al lector para este pasaje final, esta “Acotación al margen” en la que el narrador sentencia su propio destino. Quien escribe estas palabras parece ya un joven comprometido, despojado de todo lo que no se corresponde con la inminente revolución que reparará por fin las injusticias que azotan a los pueblos de Latinoamérica.
El joven que andaba errante, solo empujado por el deseo de aventura, ya "sabe" ahora el rol que ocupará cuando llegue el momento, cuando los mundos en pugna sean capitalismo y comunismo, orden establecido o revolución. La afirmación final de Ernesto se inscribe en tiempo presente, dando así cuenta de que el compromiso se hizo carne en él, que él ya es el “Che” y que ahora solo queda esperar, no mucho, el momento en que la tempestad se desate definitivamente, exigiendo su sacrificio.