"Y el peral, alto y esbelto, cargado de flores, seguía inmóvil como la llama de una vela que alargándose estuviera casi a punto de tocar el borde plateado de la luna".
La frase final del cuento rescata la imagen del elemento simbólico más importante del cuento, el peral. El árbol simbolizaba la felicidad explosiva que siente la protagonista durante todo el relato y, de hecho, las imágenes empleadas para describir el peral coinciden con el campo léxico del fuego con el que se ilustra el sentimiento interno de Berta. Pero además, la frase es significativa en tanto destaca que el final del cuento evidencia una superación del momento anterior, en el que Berta descubre un amorío entre Perla y su marido. Berta sentía por Perla una atracción particular; las mujeres han establecido una conexión especial que se ha concretado en la escena en que ambas contemplaban el peral. De algún modo, esta frase final rescata esa emoción: el narrador describe lo que Berta ve, y señala que aquello que la ha maravillado sigue "inmóvil", como intacto se mantiene el sentimiento al interior de la protagonista.
"Allí yacía un hombre joven, profundamente dormido, durmiendo tan apacible y profundamente que se hallaba lejos, muy lejos (...) tenía los ojos cerrados; bajo sus párpados ya no verían nunca más. Su sueño se lo había llevado. ¿Qué le importaban ya la fiestas, las canastillas de emparedados o los vestidos bordados? Se hallaba muy lejos de todas esas cosas. Y era espléndido, hermosísimo. Mientras ellos reían y la orquesta desgranaba sus melodías, aquella maravilla había llegado a aquel cajón. Feliz... feliz".
Laura transita una suerte de epifanía al observar la paz en el rostro del señor Scott en su lecho de muerte. Ella ve a un hombre que duerme y ya no despertará de su sueño, y se lo imagina elevado, lejos ya de todo lo que representaban, hasta hace un instante, sus preocupaciones diarias. La muerte se muestra como algo capaz de vencerlo todo, una suerte de superación del ruido de lo cotidiano, de lo mundano. A su vez, es una suerte de cataclismo que fuerza al personaje de Laura a revisar su propia vida. De algún modo, el rostro del señor Scott, elevado por encima de cualquier padecimiento terrenal, le ofrece un reflejo brutal de la vida que está llevando: frívola, ingenua, casi ridícula. Las imágenes que cruzan la mente de Laura sugieren, de un modo poético, que la muchacha llega a sentir una suerte de envidia por el hombre que, por muerto, ha superado todo.
"Pero Laurie… -se detuvo y miró a su hermano-. ¿No es la vida… -balbuceó-, no es la vida…? -Pero se sentía incapaz de explicar lo que la vida era. No importaba. Laurie la había comprendido. -Lo es, querida- dijo él”.
Después de contemplar el rostro del difunto, Laura no tiene palabras para nombrar eso que siente; aquello que experimentó nunca fue parte de su educación. No hay lenguaje que represente su emoción, y eso mismo es lo que su hermano Laurie capta: para darle a entender que la comprende, no precisa completar la frase, sino justamente respetar ese silencio. “Lo es”, dice Laurie, conservando lo innombrable de la emoción que están compartiendo. La verdadera emoción se plantea para la protagonista como lo innombrable, aquello que solo puede ser comprendido por alguien que comparte una sensibilidad particular. La vida se le aparece a Laura como una revelación que no puede encauzarse en una mera frase, recurriendo a los signos usados comúnmente, sino más bien como una emoción arrolladora que deja en ridículo las otras experiencias.
"Camino de la estación William recordó con una nueva punzada de desilusión que no le llevaba nada a los niños. ¡Pobrecillos! Siempre eran los que salían recibiendo. Cuando corrían a abrazarle lo primero que siempre decían era: «¿qué me has comprado, papá?» y ahora no les llevaba nada”.
La primera frase del cuento describe la situación emocional del protagonista. Después de trabajar toda la semana, William viaja para ir a ver a su familia. En el tren oscila entre el deseo de encontrar a sus seres queridos tal como los recuerda en el pasado, cuando eran felices, y la angustia al recordar que el presente es muy diferente. El narrador apunta una “nueva punzada de desilusión”, lo que ilustra el conflicto interno del personaje, constantemente debatido entre una ilusión que construye en su mente y una realidad que no deja de desconcertarlo. Los niños, cuando lo reciban, no le preguntarán al padre cómo está ni le dirán cuánto lo han extrañado; le preguntarán qué les ha comprado. El rol que William cumple en la familia, en el presente, se limita al de proveedor financiero. Él sostiene económicamente la nueva vida de su mujer, que prefiere mantenerse lejos de él y compartir su tiempo con sus nuevos amigos, a los que hospeda en la casa y da todos los gustos.
"Vamos, mes amis, empecemos con unas sardinas.
-Ya he encontrado las sardinas -dijo Moira, apareciendo a toda prisa en el vestíbulo y sosteniendo en alto una lata.
-Dama con lata de sardinas -exclamó seriamente Dennis.
-¿Qué, William, qué tal por Londres? -preguntó Bill Hunt, descorchando una botella de whisky.
-Oh, Londres siempre está igual -respondió él.
-Ah el viejo Londres -dijo Bobby, muy animado, mientras ensartaba una sardina.
Pero al cabo de poco se olvidaron de él. Moira Morrison empezó a preguntarse de qué color tenía uno realmente las piernas debajo del agua".
William, para pasar tiempo con su familia, debe compartir el fin de semana con los nuevos amigos de Isabel, su mujer. Moira, Denis, Bill y Bobby son artistas que viven una vida bohemia financiada prácticamente por William, quien sostiene la casa de campo en que se hospeda su mujer y, ahora, los amigos de esta. En el cuento tienen lugar situaciones como la citada, en la que William se ve excluido en las conversaciones, ya que su vida de abogado resulta francamente muy poco atractiva para los demás. El narrador describe con ironía el snobismo de los comentarios de los amigos bohemios de Isabel, que oscilan entre el idioma francés, las frases poéticas y las observaciones metafísicas. Ante la mirada de William, estos otros personajes se configuran como irrisorios, de carácter infantil y caprichoso.
"Pero hoy pasó por la pastelería sin entrar y subió la escalera de su casa, entró en el cuartucho oscuro -su aposento, que parecía un armario- y se sentó en el edredón rojo. Estuvo allí sentada durante largo rato. La caja de la que había sacado la piel todavía estaba sobre la cama. Desató rápidamente la tapa; y rápidamente, sin mirar, volvió a guardarla. Pero cuando volvió a colocar la tapa le pareció oír un ligero sollozo”.
La protagonista, en su momento de felicidad en el parque, ha pensado en los demás como seres que habían estado encerrados en un armario hasta antes de salir. La imagen del armario para describir el cuarto oscuro de la señorita Brill, aquí, llama la atención sobre la costumbre de la protagonista -quizás un mecanismo de defensa- de proyectar su propio ánimo en algo externo a ella. A su vez, enfatiza en esta faceta de la protagonista, que habita en una realidad dolorosa y oscura, y solo encuentra felicidad en la fantasía que enarbola los domingos en el parque. Esa felicidad es la que parece haber terminado para siempre, en la medida en que un comentario pudo destruir su delicada ilusión. Cuando la señorita Brill vuelve a envolver en su caja su piel de zorro, de algún modo está, metafóricamente, poniendo a descansar también su mundo de ensueño interior, su fantasía en la que ella es una gran actriz y comparte con mucha gente un gran espectáculo. El sollozo que la señorita Brill cree proveniente de la caja es representativo, en la misma línea, de su propio dolor, y de una muerte simbólica de su universo imaginario.
"Las únicas que quedaron fuera del corro fueron las dos de siempre, las pequeñas Kelvey. Sabían que no tenían que acercase a las Burnell. Y es que la escuela a la que iban las niñas Burnell no era justamente la que sus padres hubieran escogido, de haber podido escoger. Era la única escuela en varias millas a la redonda. Y, por consiguiente, era forzoso que se juntaran allí todas las chiquillas de la vecindad, las hijas del juez, del médico, del frutero. (...) Pero todo tenía un límite. El límite se trazó en las Kelvey. Muchas niñas, entre ellas las Burnell, tenía prohibido hasta hablarles".
La familia Burnell, de clase acomodada, debe enviar a sus hijas al mismo colegio que las familias humildes. Debido que no se puede elegir, la línea que diferencia a las personas por la clase social a la que pertenecen debe trazarse de algún modo, así que hay niñas que no pueden juntarse con otras en los recreos. El narrador presenta con un tinte irónico la situación, utilizando expresiones que podrían ser propias de los padres de clases adineradas, como "Todo tenía un límite", evidenciando el modo en que la discriminación de clase se impone incluso en la infancia.
"-Señora -balbuceó la voz-, ¿podría darme lo que cuesta una taza de té?
-¿Una taza de té?- (...) -¿Pero usted no tiene nada, ni un céntimo?
-Nada- contestó.
-¡Qué raro!
Rosemary la escudriñó en la penumbra y la muchacha también la miró. ¡El caso aún era más extraño! Y de repente aquello le pareció a Rosemary una aventura. Era como un fragmento de una novela de Dostoievski ese encuentro en la penumbra. ¿Y si se llevara la muchacha a su casa? Y si tuviera uno de aquellos gestos que tantas veces había leído en los libros o visto en el teatro, ¿qué pasaría? Sería muy emocionante. Y se veía a sí misma, más tarde, asombrando a sus amigos, diciéndoles: "Me la llevé tranquilamente a casa".
Rosemary, una mujer de clase alta, es sorprendida en la calle por una mendiga que le pide dinero para una taza de té. El gesto de la protagonista de invitar a la muchacha a su propia casa no obedece, como se trasluce en el relato que hace el narrador del proceso interno de Rosemary, a una simple y honesta generosidad. Rosemary ve en ello una aventura, una oportunidad para sentirse especial. En el fragmento se ve cómo, además, la única referencia que Rosemary tiene acerca de la vida humilde es literaria. La alusión al autor ruso Fiódor Dostoievski se da precisamente porque en las obras de este abundan las historias de seres que sufren la pobreza y el desamparo en la helada Rusia zarista del siglo XIX. Son esas lecturas las que empujan a Rosemary a invitar a aquella muchacha a su casa. Y en su asociación parecería haber algo que la entusiasma particularmente: quizás la ilusión de que, si imita las acciones de un personaje de una novela, ella misma será parte de una fantasía literaria. En Rosemary, el acto de generosidad es un gesto de vanidad; a ella le entusiasma, más que en la acción en sí misma, cómo será esta leída desde afuera.
"-No tenga miedo. ¿Por qué no iba usted a poder venir conmigo? ¿Qué hay de raro en este asunto? Las dos somos mujeres. Si yo he tenido más suerte, no por eso tiene usted que pensar...
Pero afortunadamente, pues no sabía cómo iba a terminar la frase, el coche se paró delante de la casa. Abrieron la puerta, y con ademán cariñoso y protector, casi abrazándola, Rosemary hizo entrar a la muchacha en el vestíbulo. El calor, el ambiente suave, la luz, el tenue perfume, todo aquello que, por serle tan familiar a Rosemary no había notado nunca, ahora observaba el efecto que producía en la muchacha. Era muy interesante. Le parecía que era la niña rica que en su cuarto de jugar puede abrir muchos armarios y destapar muchas cajas".
En el discurso que Rosemary comienza a darle a la muchacha se trasluce una intención: más que hacerle un favor a la mendiga, la protagonista del relato pareciera querer probarse a sí misma que, a pesar de sus riquezas, tiene corazón. Que no pueda terminar la frase evidencia, a su vez, que quizás nunca ha cuestionado realmente sus privilegios, que no tiene elementos para pensar por qué ella es rica mientras otra mujer de su misma edad no tiene dinero ni para un té. De la misma manera, al entrar a su lujosa casa percibe por primera vez la excepcionalidad de su riqueza, justamente porque está acompañada de una muchacha que no ha estado nunca en un lugar así. Además, si hasta hace unos instantes su vida de lujos no lograba apaciguar la inminente tristeza que habita al interior de toda persona, ahora todo cobra, para Rosemary, una perspectiva que la favorece. A través de los ojos de la mendiga, la vida de la protagonista parece perfecta. El símil con que culmina la frase evidencia en la protagonista un resquicio de sensibilidad infantil, según la cual el dinero es algo que se mide en la posibilidad de abrir muchas cajitas en el cuarto de juego. A la manera de una niña, no concibe el dinero ni piensa en su proveniencia, sino que simplemente adora los objetos que este puede regalarle.
"La mesa estaba puesta. Como de costumbre, aquella mesa para dos, preparada solo para dos personas y, sin embargo, tan bien preparada, tan perfecta, en la que no quedaba sitio para una tercera persona, me dio una impresión extraña y repentina, como si me hubiese herido aquel fulgor de plata que temblaba encima del mantel blanco, en los vasos brillantes, en las fresias del jarrón".
En "El veneno" la autora logra ilustrar la completitud de un vínculo amoroso en toda su complejidad. Por medio de esta primera imagen, el narrador protagonista del relato deja ver una perturbación que bien puede asociarse al sentimiento de los celos: aunque está a solas con la mujer que ama, tal como lo señala la mesa para dos, no logra confiar del todo en la ilusión que representa para él la exclusividad de ese amor. En esa "impresión extraña" que lo hiere y de la cual responsabiliza al "fulgor de plata" se evidencia una sutil sospecha de que esa perfección puede no ser tal, que la mujer que él adora no lo ame solamente a él: aunque no parezca haber espacio para otro en la mesa, el fantasma de un "tercero" no abandona su mente, imposibilitándole la paz.