Resumen
Una amiga de la familia Burnell envía a las niñas una casa de muñecas de regalo. Las niñas, Isabel, Kezia y Lottie, no saben cómo reaccionar ante la maravilla que ahora les pertenece. La casita está recién pintada, sus paredes internas empapeladas; tiene dos pequeñas chimeneas, pisos alfombrados, ventanas. Todo es fabuloso, pero lo que más llama la atención de Kezia es una pequeña lámpara, de extremo realismo, con su globo blanco.
Las niñas ansían mostrar su maravillosa posesión a sus compañeras de escuela. La mayor, Isabel, toma el mando y decide quién irá primero a ver la casita. Los padres les han permitido invitar a dos niñas por día para ese fin.
La familia Burnell pertenece a una clase acomodada y los padres no están demasiado contentos con la idea de enviar a sus chicas a una escuela pública. Tanto ellos como otros padres de familias similares, de haber podido elegir, habrían enviado a sus niñas a un colegio más acorde a su clase, pero esa es la única escuela cercana. Esta insatisfacción no deja de reflejarse en el colegio, donde las niñas más pobres son destratadas no solo por los padres de las familias adineradas, sino también por las maestras y por sus propias compañeras.
De este modo, termina resultando que todas las niñas del colegio tienen permitido ir a ver la casa de muñecas excepto Lil y Else Kelvey, hijas de una empleada doméstica y cuyo padre está ausente de la escena familiar. Mientras Isabel se pasea por el patio rodeada de niñas que pelean por ser sus amigas a causa de la admiración que produce la fabulosa posesión, las niñas Kelvey se limitan a escuchar los rumores y a soñar en soledad con aquella maravilla que no tienen permitido ver. Isabel y sus amigas, en un recreo, se burlan de Lil Kelvey, asegurando que, cuando crezca, será una empleada doméstica como su madre. Otra niña le grita que su padre seguramente esté preso. Lil no contesta; se limita a mirarlas, avergonzada.
La pequeña Kezia Burnell, sin embargo, no comulga con este injusto tratamiento al que se condena a las Kelvey. De hecho, cuando todas las otras niñas ya han visto la casita, Kezia le pregunta a su madre si puede invitar a las Kelvey. La señora Burnell le contesta que no.
Un día, Kezia está columpiándose sola en su patio cuando ve a las niñas Kelvey caminando cerca de la casa. Las invita a entrar para que vean la casita. Las niñas se quedan trastabillando antes de aceptar, sabiendo que la familia Burnell no les permite a sus hijas siquiera hablar con ellas. Finalmente acceden, y por unos instantes Lil y Else Kelvey admiran el maravilloso juguete. Pero la diversión dura muy poco: aparece la tía de Kezia y les grita a las niñas que se vayan de la casa y no se atrevan a volver. Las niñas obedecen, muertas de vergüenza, y se escabullen rápidamente fuera de la propiedad.
Ya habiéndose alejado de la casa de los Burnell, las niñas Kelvey se sientan al costado de un camino a mirar el paisaje, en silencio. En un momento, la pequeña Else le sonríe a su hermana, se arrima a su oído y le dice: “he visto la lamparita” (p.535). Luego vuelve a callar.
Análisis
El cuento problematiza el tema de la diferencia de clases a través del efecto que esa división social ejerce, incluso, en la esfera de la niñez. Lil y Else Kelvey son discriminadas por un único motivo, que es no tener dinero en un ámbito en el cual muchas otras niñas gozan de mejor suerte, como las hijas de la familia Burnell: "Y es que la escuela a la que iban las niñas Burnell no era justamente la que sus padres hubieran escogido, de haber podido escoger. Era la única escuela en varias millas a la redonda. Y, por consiguiente, era forzoso que se juntaran allí todas las chiquillas de la vecindad, las hijas del juez, del médico, del frutero, las del lechero" (p.529). A tal punto es explícita esta discriminación que las pequeñas Kelvey "Sabían que no tenían que acercarse a las Burnell" (p.529).
El conflicto principal del cuento se da, entonces, por la coexistencia en un mismo espacio, el colegio, de niñas de distinto estrato social, en tanto los padres adinerados creen inconveniente que sus hijas compartan con niñas pobres. La coexistencia de dos mundos en conflicto es recurrente en la literatura de Mansfield, y en este cuento se encarna en el problema de la diferencia de clases. Hay un “límite” entre esos dos mundos, que en este caso son dos peldaños opuestos de la jerarquía social. Ese límite impuesto por el prejuicio clasista de los padres se traslada a muchas de las niñas, que se apropian de esa idiosincracia y la manifiestan con crueldad infantil: “¿Es cierto que cuando seas mayor serás una criada?” (p.532), le grita a Lil Kelvey una de las niñas adineradas. En su intento de herir con esa inquisición, se trasluce además el prejuicio clasista: no solamente la niña es discriminada porque las otras consideran indigno el trabajo de su madre, que es empleada doméstica, sino que además deja suponer una lógica de “sangre”, como si la pequeña no tuviera otro futuro posible, aún yendo al mismo colegio que las demás.
La pobreza adquiere para estas familias adineradas un tinte de enfermedad incurable y contagiosa: sus hijas deben mantenerse lejos de ellas. Las niñas, convencidas por sus padres, gozan de ejercer un poder sobre las Kelvey, y descargan sobre ellas una crueldad que parece avalada, incluso, por la institución: “incluso la maestra tenía una voz distinta para ellas, y una sonrisa especial para las otras niñas, cuando Lil Kelvey se acercaba a su mesa con un ramo de flores terriblemente cursi” (p.530).
La discriminación a la que son condenadas las niñas incluso se presenta, en el cuento, asociada a un imaginario animal. La voz narrativa se tiñe de la percepción de los personajes y de los prejuicios sociales que gobiernan la atmósfera. En alusión a la familia Kelvey, tiene lugar un uso considerable de imágenes animales. El padre de esas niñas, a quien todo el mundo cree preso, es llamado “pájaro de presidio” (p.530). La pequeña Else, a causa de su extraña apariencia, es descrita como “pequeño mochuelo” (p.530) y ambas hermanas son aludidas como “dos gatitos perdidos” (p.534) o incluso “dos ratoncitos” (p.535). Todas estas imágenes animales son utilizadas para enfatizar la humillación que sufren las niñas, y la deshumanización que padecen las personas de bajo estrato en la sociedad.
Lo que el cuento instala como novedad en esta dinámica es la llegada de la casa de muñecas a la casa de las Burnell. “Cuando la buena señora Hay volvió a la ciudad después de haber pasado una buena temporada con los Burnell, mandó a las niñas una casa de muñecas” (p.527). De por sí, la casita es un símbolo de alto estrato social: la buena señora Hay, amiga de los Burnell, se las envía como una atención, una retribución a la familia, y el objeto representa el poderío económico de quienes pueden -y al parecer, acostumbran a- hacer regalos caros. Esto sitúa a los Burnell como una familia acomodada desde el principio del relato, y la ostentación de poderío económico se trasluce en las niñas, sobre todo en Isabel, ansiosa por utilizar este objeto para provocar envidia en sus compañeras. La casa de muñecas es un objeto especial, símbolo de un estatus social, y en el comportamiento de Isabel se evidencia la voluntad de las clases pudientes de exhibir sus bienes y utilizarlos como objetos de poder. No solamente la mayor de las Burnell hace gala de su posesión frente a las niñas del mismo estrato social, sino que además funciona para agudizar la brecha existente entre ella y las niñas humildes, encarnadas en las Kelvey, quienes ni siquiera gozan del beneficio de observar la casita.
Es importante relevar que la simbología del objeto no se limita al hecho de que constituye un elemento caro, sino que además se trata de una pequeña representación de una casa lujosa, es decir, de la propiedad privada en su máxima expresión. En una casa reside el valor económico de una familia, así como su idiosincrasia y sus valores. La reproducción de la casa en menor escala guarda la particularidad de que logra reproducir, a su vez, los valores de la propiedad en sus dueñas, las niñas. La dinámica de poder que ya gobernaba el ambiente escolar se intensifica, entonces, con la llegada del objeto, e Isabel reproduce, siendo una niña, la lógica incentivada por sus padres de que el valor de una persona se mide en los bienes materiales que posee.
Pero, a su vez, la casa de muñecas funciona para evidenciar una diferenciación entre Isabel y su hermana menor, Kezia Burnell. Kezia se maravilla con un elemento particular de la casita: “la lámpara era perfecta. Parecía sonreír a Kezia, parecía que le dijera: «Yo vivo aquí». La lámpara era una auténtica lámpara” (p.528). Mientras que Isabel ve en la casa un símbolo de poder que la vuelve envidiable frente a las otras niñas, Kezia nunca deja de pensar en la lamparita. Isabel cuenta orgullosa sobre las alfombras y la estufa, mientras Kezia le recuerda la lámpara, inquieta, considerando que su hermana no le da la suficiente importancia a ese elemento: “Te has olvidado de la lámpara, Isabel” (p.531).
Esta diferencia en la apreciación de elementos funciona como metáfora de una diferencia esencial entre las hermanas: Isabel goza del poder que le da el objeto y lo utiliza para continuar discriminando a las Kelvey, mientras que Kezia no comprende por qué estas niñas no pueden ir a ver la casita. De hecho, insiste ante su madre, que le dice que no, y aún así invita a Else y Lil a su casa para que puedan admirar ellas también el maravilloso regalo. En la oposición entre Isabel y Kezia pueden verse dos caras de la niñez, en la cual puede habitar tanto la crueldad como la inocencia: Kezia no está gobernada por los prejuicios sociales que los adultos quieren inculcarle.
En la escena final que se da entre las hermanas Kelvey, una vez echadas de la casa de los Burnell, Else rescata con una sonrisa lo mismo que ha destacado Kezia: “He visto la lamparita” (p.535), dice la niña. La lámpara bien puede entonces, debido a su asociación inevitable a la luz, estar simbolizando un destello de esperanza -aunque pequeño, como el objeto-, una esperanza de igualdad. Kezia puede notar la belleza del objeto, no así su hermana, aunque provengan de la misma cuna. Y es Else Kelvey quien también puede captar el valor de la lámpara: es la sensibilidad, y no la posesión, lo que comparten y aquello que las iguala.
A pesar de que Kezia sea dueña de la casita y Else solo haya podido admirarla durante un instante, han visto lo mismo. En eso que han visto y cuyo valor han captado, en esa lámpara, en esa coincidencia, hay un destello de esperanza, una pequeña ilusión de que las diferencias sociales pierdan su fuerza y dejen lugar a otro tipo de relaciones, no basadas en la posesión de bienes sino en la capacidad sensible de apreciar lo bello sin necesidad de adueñarse de ello por medio del dinero. Esa sensibilidad es la que une a Kezia con Else más que con su hermana Isabel, echando por tierra la importancia supuesta en la pertenencia a un mismo estrato social o incluso a los lazos de sangre. En relación a este carácter del personaje de Kezia, además, su nombre puede estar funcionando como una alusión bíblica. En el Antiguo Testamento, Job es un hombre puesto a prueba y sometido entre otras cosas a renunciar a sus bienes materiales, para demostrar su lealtad a Dios. "Kezia" se llama la segunda de las tres hijas de Job, y es quien que simboliza la igualdad.