Resumen
Champán y acordeones
En el verano de 1942, Molching, una pequeña ciudad a las afueras de Múnich, se prepara para los bombardeos. Hans encuentra en ello un beneficio para su negocio de pintor, dada la necesidad de la gente de pintar sus ventanas y persianas de color negro para ocultarse del enemigo. Liesel sale con él y queda impresionada por la astucia y el talento de Hans como pintor. La Muerte anticipa que cuando Liesel empiece a escribir su diario, destacará lo ocurrido aquel verano.
Una tarde, Hans acepta un poco de champán como pago y le da una copa a Liesel. La Muerte escribe que más adelante, cuando ella escriba su historia en el sótano, añorará volver a esa época, que fue la más feliz de su vida.
La trilogía
Rudy pasa el verano entrenando para el próximo carnaval de las Juventudes Hitlerianas, en el que pretende ganar cuatro competiciones de atletismo y darle así una lección a Franz Deutscher. Rudy gana las tres primeras pruebas, pero es descalificado de la cuarta por hacer dos salidas en falso. Más tarde, Rudy le cuenta a Liesel que se descalificó a propósito y le deja sus medallas de oro.
Liesel roba otra novela de la casa del alcalde, pero esta vez sin la ayuda de Rudy: un libro verde titulado Una canción en la oscuridad. Una semana después, Rudy lleva a Liesel a la casa del alcalde y le señala un libro que aparentemente ha sido colocado intencionalmente sobre el cristal de una ventana cerrada. Liesel roba el libro, El diccionario de definiciones y sinónimos. Cuando los dos se van en bicicleta, Liesel se da vuelta y ve a Ilsa Hermann, de pie en la ventana, saludándola con la mano. Más tarde, Liesel ve que dentro del libro hay una carta dirigida a ella, en la que Ilsa revela que desde el primer libro supo que Liesel estaba robando, pero nunca la detuvo porque eso la divertía. Agrega que la próxima vez espera que Liesel se atreva a entrar por la puerta principal en lugar de forzar su entrada a la biblioteca. Liesel vuelve a la casa del alcalde e intenta llamar a la puerta, pero aparentemente no se atreve a hacerlo.
El aullido de las sirenas
Hans compra una radio para saber cuándo se acercan los bombardeos antes de que empiecen las sirenas. Pero una noche de septiembre no la oyen y solo escuchan las sirenas, que anuncian un ataque aéreo. Rosa, Hans y Liesel deben abandonar su casa y se dirigen a un refugio antibombas. Max se queda solo en el sótano de los Hubermann, ya que ha sido considerado poco profundo para servir de refugio. En la calle, todo el mundo se lleva sus posesiones más preciadas: Liesel se lleva sus libros.
El refugio está en el sótano de los Fielder y se refugian allí veintidós personas, incluidos los Steiner, Frau Holtzapfel y Pfiffikus. Todos están profundamente asustados, aunque algunos lo ocultan mejor. La Muerte se pregunta si estas personas merecen algo mejor, cuántos han participado activamente en la persecución de Hitler contra otros, y si los que esconden a judíos o incluso los niños allí ocultos merecen morir. La Muerte se compadece de ellos, especialmente luego de leer lo que Liesel escribe sobre ellos, pero siente más pena aún por las víctimas del Holocausto: en los sótanos los hombres aún podían salvarse, pero en las cámaras de gas no.
Pronto escuchan las sirenas de paz transitoria y todos vuelven a casa. Max les confiesa a los Hubermann que durante su ausencia subió al piso superior de la casa y miró por la ventana durante unos segundos: era la primera vez que veía el mundo exterior en casi dos años. Con gran pesar, admite que las estrellas le quemaron los ojos.
El ladrón de cielos
Finalmente, resulta ser que el primer bombardeo fue una falsa alarma. Pero el 19 de septiembre se produce uno real. En el refugio, todos se muestran mucho más nerviosos, y los más pequeños lloran al ver a sus padres preocupados. Entonces Liesel comienza a leer El hombre que silbaba en voz alta y todos los demás escuchan en silencio. Incluso una vez que termina el bombardeo, se quedan hasta que Liesel lee los dos últimos párrafos del capítulo. Fuera, la calle Himmel está intacta, pero hay una nube de polvo en el aire. Hans se pregunta si debería salir a ayudar en los sitios donde cayeron las bombas, pero Rosa le ordena que se quede, y le cuenta a Max, con orgullo, cómo Liesel leyó para todos en el refugio.
La oferta de frau Holtzapfel
Frau Holtzapfel, la vecina enemistada con Rosa, les ofrece a los Hubermann su ración de café y dejar de escupir su puerta a cambio de que Liesel vaya a su casa y le lea El hombre que silbaba dos veces por semana. La Muerte explica que Holtzapfel tiene dos hijos luchando en Rusia y teme por ellos. Finalmente, la Muerte anticipa que queda poco tiempo para que hagan desfilar a los judíos por Molching, rumbo al campo de concentración de Dachau.
El largo camino hasta Dachau
Un convoy de camiones que transporta a los judíos al campo de concentración de Dachau se detiene en las afueras de Molching. La Muerte saca un alma de uno de los camiones. Los soldados deciden sádicamente hacer desfilar a los judíos por el pueblo. La Muerte señala que los campos de exterminio solían ocultarse, pero a veces se buscaba mostrar a la gente la gloria de los campos de trabajo, como el de Dachau. Liesel y Rudy están jugando al fútbol en la calle cuando ven la procesión; Hans les sale al encuentro e intenta convencer a Liesel de que se vaya, pero ella está decidida a quedarse.
Todos los judíos llevan estrellas amarillas de David como marca, y están desnutridos y en condiciones muy miserables. Un hombre mayor se desploma varias veces y se levanta con dificultad, amenazado por un soldado. Repentinamente, abriéndose entre la multitud, Hans le ofrece al hombre un trozo de pan, y el hombre cae a sus pies, llorando y dándole las gracias. Pero entonces un soldado se acerca, azota al judío seis veces, llamándolo “basura”, y luego azotan a Hans cuatro veces. La Muerte comenta que el hombre judío al menos ahora podría morir como un humano, aunque agrega que no sabe si eso es algo tan bueno. Otros tres judíos se pelean luego por el trozo de pan.
Luego del episodio, algunos vecinos maltratan a Hans y vuelcan su tarro de pintura, pero otros lo ayudan en silencio a ponerse a salvo. Hans entra en pánico, preocupado por que los nazis vayan a su casa y encuentren a Max.
Paz
Esa noche, Max se va de la casa de los Hubermann y deja un regalo para entregar a Liesel cuando esté preparada. Acuerda con Hans que se encontrarán a la orilla del Amper dentro de cuatro días. Pero cuando acude al punto de encuentro, Hans solo encuentra una nota que dice "Ya habéis hecho bastante".
El imbécil y los hombres con abrigos largos
Más tarde, esa noche, Hans espera ansiosamente a la Gestapo y Liesel reza por la seguridad de Max. A la mañana siguiente, Hans se pregunta por qué no ha venido nadie y le preocupa que hayan hecho irse a Max sin motivo. Hans se castiga por haberle dado un trozo de pan al judío, pero Liesel trata de tranquilizarlo diciéndole que no ha hecho nada malo. Tres semanas después, Liesel ve a dos hombres con abrigos negros en la calle y le anuncia a Hans que la Gestapo ha llegado. Hans sale de la casa a su encuentro, y cuando los ve pasar de largo les grita que es a él a quien buscan. Pero los hombres revisan su libreta y le dicen que él es demasiado viejo para lo que buscan. Los hombres tocan a la puerta de los Steiner y preguntan por Rudy.
Análisis
Por fin, en esta séptima parte se desencadenan algunos de los sucesos violentos que la Muerte venía anticipando. Ocurren los primeros bombardeos, la huida de las familias alemanas a los refugios, el desfile de judíos por Molching y el reclutamiento de Rudy por los alemanes. De hecho, la sección se abre con esa inminente llegada de la guerra: “En el verano de 1942, la ciudad de Molching se preparaba para lo inevitable” (349). Las familias se preparan para la guerra cegando sus ventanas e impidiendo que entre la luz a sus casas, para evitar ser vistos por los enemigos, con lo cual la gente se prepara simbólicamente para una época de oscuridad y violencia.
Resulta significativo que, al comienzo de esta parte, Rudy se prepare para lucirse en el carnaval de las Juventudes Hitlerianas, otro de los actos cívicos nazis. El chico toma esa hazaña como un modo de vengarse de Franz Detuscher, el cruel líder de las Juventudes Hitlerianas. Irónicamente, esa misión se le vuelve en contra: los nazis parecen valorar sus logros deportivos y deciden reclutarlo para el ejército nazi, tal como sugiere el final de la séptima parte.
La Muerte aprovecha el relato de estos violentos sucesos para, nuevamente, dejar en claro sus opiniones y reflexiones. A raíz del miedo de los alemanes refugiados durante los bombardeos, ella se pregunta por las singularidades del ser humano y su responsabilidad en todo lo que acontece, sugiriendo que muchos de ellos han contribuido a que prospere la violencia nazi: “¿Cuántos de ellos habían perseguido a otros de forma activa, ebrios de la mirada penetrante de Hitler, repitiendo sus frases, sus párrafos, su obra?”, y enseguida se pregunta por los otros: “¿Rosa Hubermann era responsable de algo? ¿La mujer que ocultaba a un judío? ¿O Hans? ¿Merecían morir? ¿Y los niños?” (371). Asimismo, la Muerte vuelve a romper con su estereotipo de crueldad e insensibilidad, y se muestra empática con el sufrimiento de los seres humanos; contribuye a ello lo que Liesel escribe al respecto: “(…) cuando leo lo que la ladrona de libros escribió sobre ellos, los compadezco, aunque no tanto como a los que en aquella época recogí a paletadas en varias campos” (371). Así, la Muerte matiza el sufrimiento de estos hombres que padecen los embates del nazismo desde las ciudades, y pone la atención sobre el destino siniestro que sufrieron tantos hombres y mujeres en los campos de concentración: “(...) al menos ellos tenían una oportunidad de salvarse. Ese sótano no era una ducha de gas” (372).
Este anticipo de la Muerte se complementa con la escena del desfile de judíos. La Muerte expone y denuncia la estrategia cínica de los nazis, que argumentan que los camiones en los que llevan a los judíos están averiados, y por eso los obligan a bajarse y caminar. En cambio, la narradora confirma que los camiones están en perfecto estado. Más adelante, insiste en que es una exhibición intencional, sádica, morbosa: los nazis, que llaman a los judíos “estas ratas” (383), quieren exponerlos como trofeos: “Puede que los campos de exterminio se mantuvieran en secreto, pero a veces se mostraba a la gente la gloria de un campo de trabajo como Dachau” (385).
El desfile de judíos aparece como otro de los tantos actos que el nazismo despliega para hacer propaganda de sus ideales y del triunfo de ellos; un acto macabro para ostentar sus logros, pero también para amedrentar a la población, que observa pasivamente. De hecho, una multitud de vecinos se agolpa para mirar pasar a los judíos; observan el desfile “con orgullo, impudor o vergüenza” (386), pero nadie se atreve a hacer nada.
La imagen de los judíos devastados y deshumanizados es de alto impacto: “Los enormes ojos sobresalían en los escuálidos cráneos. Y la suciedad. La suciedad florecía en ellos como el moho. Sus piernas flaqueaban cuando los soldados los empujaban: una forzada carrerita incontrolada antes del lento retorno a un paso famélico” (385). La Muerte no escatima en detalles, como si quisiera exponer realmente el horror de aquello que el ser humano inflige a sus pares. Son personas que han sido arrebatadas de los rasgos que hacen a su humanidad, se acercan más a animales (se los compara con ratas y con un rebaño), en estado de inanición, abandono y suciedad. La Muerte muestra su humillación y el modo violento en que se los marca –como si se tratara de ganado–, para diferenciarlos, para discriminarlos: “Llevaban estrellas de David cosidas en las camisas, en las que se inscribía la desdicha como si de una tarea se tratara. «No olvide su desdicha»” (386). De este modo, la estrella de David, símbolo identitario del judaísmo, es resignificado por los nazis y reutilizado como símbolo de criminalidad y monstruosidad; para los judíos, el sentido de la estrella también se transforma, y pasa a simbolizar toda su desdicha. Liesel comparte la misma visión apenada: “eran las almas vivientes más desgraciadas que había visto” (386).
El único alemán que quiebra la actitud pasiva y naturalizada es Hans, que entrega a un judío desfalleciente un trozo de pan. Pero lo hace casi instintivamente, sin pensarlo, lo cual acentúa la condición solidaria y empática inherente al personaje. Liesel está profundamente impresionada por el valiente y desinteresado gesto de Hans, pero su padre se arrepiente de su acción, pues comprende que con ello ha puesto en peligro a su familia. Max tampoco puede permanecer seguro en su casa, porque ahora los Hubermann pueden ser objeto de persecución.
Hans tomó una decisión ilógica y tonta que perjudicó a muchas personas sin ayudar a nadie. Sin embargo, las dimensiones morales de su pequeño acto de bondad deben considerarse a la luz de la atmósfera política de la Alemania nazi. La ideología nazi consideraba a los judíos infrahumanos; al separarse de la multitud abusiva y ofrecer públicamente al anciano judío un poco de comida, Hans lo trata como un ser humano. De ahí que la Muerte asegure: “Al menos el anciano moriría como un humano. O, al menos, con la convicción de serlo” (388). Aquí también la Muerte aprovecha para emitir un juicio respecto del ser humano. A pesar de que el gesto de Hans restituye al judío su condición de humano, la Muerte duda de que esa condición sea un valor: “¿Que qué creo yo? No estoy muy segura de que eso sea algo tan bueno” (388). Ante los horrores que la Muerte atestigua, su confianza en la bondad del ser humano flaquea.
Sin embargo, no todos los miembros de la multitud condenan después a Hans; algunos lo ayudan en silencio, quizá porque también están horrorizados ante la crueldad de los nazis. Aunque aparentemente ineficaz o incluso contraproducente, la acción de Hans es revolucionaria en la medida en que se enfrenta a los nazis en un momento en que todos los demás alemanes, incluso los que estaban en contra de los nazis o simpatizaban con los judíos, acataban en silencio la conducción de Hitler. Antes de la guerra, Hans pintó las casas de los judíos y se negó a unirse al Partido Nazi; sus acciones por sí solas no pudieron detener ni la deportación de los judíos ni la guerra, pero demostró su valentía y su determinación a desafiar a los nazis y el mundo injusto que promulgaban.
Por último, en esta parte Ilsa le regala un diccionario a Liesel, perdonándola implícitamente por los robos de libros de la niña. Incluso la insta a que regrese a su biblioteca a buscar libros, pero de manera honesta, sin robar. La carta de Ilsa deja en claro que se preocupa por Liesel y quiere que siga leyendo y aprendiendo. Además, al no denunciar a Liesel ante las autoridades por robar un libro prohibido en la quema de libros, Ilsa también está desafiando la ley y se convierte en cómplice de la muchacha, lo cual es muy significativo para el rol político que la mujer desempeña, en tanto esposa del alcalde.