La agonía
Desde su cama, con los sentidos embotados, Cruz percibe los olores que llegan por la ventana:
... puedo respirar lo que guste, entretenerme escogiendo los olores que el viento trae: sí bosques otoñales, sí hojas quemadas, ah, sí, ciruelos maduros, sí sí trópicos podridos, sí salinas duras, piñas abiertas con un tajo de machete, tabaco tendido a la sombra, humo de locomotoras, olas del mar abierto, pinos cubiertos de nieve, ah metal y guano, cuántos sabores trae y lleva ese movimiento eterno. (p. 74)
Las imágenes sensoriales dan una idea de la agonía de Cruz y de la fragmentación de sus pensamientos y sus percepciones. En general, las secciones en primera persona comienzan con imágenes sensoriales que ubican al lector en el mundo sensible de Cruz, como en el siguiente pasaje:
Yo huelo ese óleo viejo que me embarran en los ojos, la nariz, los labios, los pies fríos, las manos azules, los muslos, cerca del sexo y pido que abran la ventana: quiero respirar. Lanzo este sonido hueco por las ventanillas de la nariz y los dejo hacer y cruzo los brazos sobre el estomágo. El lino de la sábana, su frescura. Eso sí es importante. (p. 172)
El cuerpo de Artemio Cruz
El color de la piel y la tirantez de los músculos son dos rasgos físicos de Artemio que se repiten en las descripciones. Así se presentan, por ejemplo, en un pasaje correspondiente al capítulo 1919:
Guapo no, hermoso no era. Pero esa piel oliva del rostro, desparramada por el cuerpo con la misma fuerza linear, sinuosa, de los labios gruesos y los nervios saltones de las sienes, prometía un tacto deseable pero desconocido. (p. 52)
En la plenitud de su vida, Cruz se contempla y descubre en la firmeza de su cuerpo la dureza de su carácter:
Vio al hombre fuerte, de brazos fuertes, estómago liso y sin grasa, de músculos firmes plegados en torno al ombligo oscuro donde moría el vello del sexo y del estómago. Se pasó una mano por los pómulos, por la nariz quebrada y volvió a oler el incienso. (p. 159)
Más adelante, cuando Cruz recuerda los últimos años de su vida, su aspecto físico delata su edad y su decadencia:
A medida que le solicitaban nuevas poses, él insistía en alisarse el pelo y recorrer con los dedos las dos bolsas pesadas que le colgaban de las aletas de la nariz y se perdían en el cuello. Solo los pómulos altos mantenían la dureza de siempre, aunque los recorrieron las redecillas de arrugas nacidas en los párpados cada día más hundidos, como si quisieran proteger esa mirada entre divertida y amarga, esos iris verdosos escondidos entre los pliegues de carne suelta. (p. 313)
El lujo
Las imágenes del lujo atraviesan todos los recuerdos de la vida adulta de Cruz. El lujo no solo evidencia su posición social y su riqueza, sino que también se convierte en un signo de sus logros personales. El joven Cruz, pelado durante la Revolución mexicana, logra convertirse en un empresario y político multimillonario de gran importancia en el país. La ostentación de los lujos se hace muy patente cuando Cruz recuerda sus casas, en particular la de Coyoacán:
Allá podría deleitarme viendo esas cosas que tanto amo. Estaría abriendo los ojos para mirar un techo de vigas antiguas y cálidas; tendría al alcance de la mano la casulla de oro que adorna mi cabecera, los candelabros de la mesa de noche, el terciopelo de los respaldos, el cristal de bohemia de mis vasos. (p. 39)
Más adelante, en los últimos capítulos, Cruz comienza a enumerar los elementos lujosos que constituyen su residencia, y las imágenes visuales de la fastuosidad se repiten:
... las tallas suntuosas, las taraceas opulentas, las molduras de yeso y oro, los cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, los olorosos escaños de ayacahuite, las sillerías de coro, los copetes y faldones barrocos, los respaldos combados, los travesaños torneados, los mascarones policromos, los tachones de bronce, los cueros labrados (...) los tableros biselados, las camas de baldaquín y lienzo, los postes estriados, los escudos y las orlas (...) las sedas y las cachemiras, las lanas y las tafetas, los cristales y los candiles, las vajillas pintadas a mano, las vigas calurosas. (p. 310)
Otro momento en el que se suceden las imágenes del lujo y la fastuosidad es en la fiesta de fin de año de 1955; en dicha ocasión, Cruz sirve un festín a sus invitados:
Sobre la mesa de patas de delfín, bajo los candiles de bronce, perdices enriquecidas en salsa de tocino y vino rancio, merluzas envueltas en hojas de mostaza tarraconense, patos silvestres cubiertos por cáscaras de naranja, carpas flanqueadas por huevecillos de marisco, bullinada catalana espesa con el olor de aceituna, coq-au-vin inflamado nadando en macon, palomas rellenas con puré de alcachofa, platones de esquinado sobre masas de hielo, brochetas de langosta rosada en una espiral de limón rebanado, champiñones y rajas de tomate, jamón de Bayona, estofados de res rociados de Armagnac, cuellos de oca rellenos de paté de puerco, puré de castaña y piel de manzanas fritas con nueces, salsas de cebolla y naranja, ajo y pistache, de almendra y caracoles. (p. 320)
La Revolución mexicana
Muchos capítulos del libro se sitúan durante la Revolución. En ellos, Cruz describe escenas de batallas o de los ejércitos acampando. En el capítulo dedicado a Regina, 1913, Cruz presenta el campamento del batallón al que pertenece y da una descripción visual del soldado revolucionario que conviene destacar:
La tropa de caballería amarraba riendas, descolgaba bolsas de pienso, se aseguraba de la firmeza de las monturas, acariciaba las crines hirsutas de estos caballos de guerra (…) la infantería aceitaba los rifles y pasaba en fila frente al enano risueño que distribuía los cartuchos. Sombreros del norte: sombreros de fieltro gris, de ala doblada. Pañoletas amarradas al cuello. Cananas amarradas a la cintura. Pocas botas: pantalón de mezclilla y zapato de cuero amarillo, cuando no huaraches. Camisa a rayas, sin cuello. (p. 90)
A las imágenes del campamento las suceden las imágenes de una batalla contra los federales, en la que Cruz pierde el ánimo y se refugia en un bosque:
El caballo relinchó y se encabritó; el jinete cayó sobre el terreno duro (...) Las granadas de los federales llovieron sobre la caballería y él, al levantarse, solo pudo distinguir, entre el humo, el pecho ardiente de su caballo, la coraza que detuvo el fuego. Alrededor del cuerpo caído caracolearon sin sentido más de cincuenta caballos: más arriba, no había luz: el cielo descendió un peldaño y era un cielo de pólvora, no más alto que los hombres. Corrió hacia uno de los árboles bajos: las ráfagas de humo escondían más que esas ramas pelonas. A treinta metros, comenzaba un bosque bajo, pero tupido. Una gritería sin sentido llegó a sus oídos. (p. 93)
La Revolución mexicana es un conflicto sangriento y brutal, y además de las imágenes de la batalla, Cruz recuerda episodios de crueldad y violencia, como el ahorcamiento ejemplar de civiles y la muerte de Regina:
Las sogas de henequén, mal hechas, crudas, arrancaban, todavía, sangre a los cuellos; pero los ojos abiertos, las lenguas moradas, los cuerpos inánimes apenas mecidos por el viento que soplaba de la sierra, estaban muertos. A la altura de las miradas -perdidas unas, enfurecidas otras, la mayoría dulces, incomprensivas, llenas de un dolor quieto- solo los huaraches enlodados, los pies desnudos de un niño, las zapatillas negras de una mujer. Él descendió del caballo. Se acercó. Abrazó la falda almidonada de Regina con un grito roto, flemoso: con su primer llanto de hombre. (p. 101)