Resumen
1955: 31 de diciembre
La narración en tercera persona se enfoca en la lujosa fiesta de fin de año organizada por Artemio Cruz en su residencia de Coyoacán. Artemio recuerda con lujo de detalles la fastuosidad de su casa: los tapetes, los espejos, los cofres y hasta los pomos de bronce de las enormes puertas de madera labrada. Antes de comenzar la velada, una multitud de fotógrafos lo retrata, sentado sobre su sillón de damasco verde y sosteniendo por las correas a sus dos mastines grises.
Cuando los fotógrafos se retiran, Cruz enciende un cigarro y se pone a pensar en su casa: la residencia de Coyoacán, con sus viejos muros de tezontle y adobe, le gusta mucho más que la casa de millonario que tiene en Las Lomas, donde vive su esposa, Catalina. La presencia de Lilia en la sala lo aleja de sus cavilaciones, aunque no desea ser molestado. Lilia se queja de que en esa casa se siente encerrada y que él ni siquiera la deja tomar una copa de alcohol. Tampoco tiene amigas ni puede salir a divertirse. Claro que está bien con todo ese lujo, y que lo ama, pero un poco de diversión no le vendría mal a su vida. Cruz está acostumbrado a dominar por la fuerza y someter a todo el mundo a su voluntad, pero comprende que su poder actual es solo el residuo que queda de su juventud, y se sostiene en lo que alguna vez supo ser. El paso del tiempo se le hace evidente, y sabe que Lilia lo sufrirá igual que él.
Como cruz no parece escucharla, Lilia abandona la sala. Al poco tiempo se presenta la primera familia en llegar a la fiesta, los Régules. Mientras Cruz los recibe y habla con ellos, Lilia se presenta en la sala otra vez, borracha, y se burla de Artemio, llamándolo “viejito” (p. 319). Cruz se acerca a ella, le da una gran bofetada y Lilia abandona la sala. Luego, el hombre sostiene la mirada de los invitados, como desafiándolos a que digan algo sobre lo que acaba de pasar, pero ninguno hace comentarios.
La fiesta comienza; los criados de la casa sirven un plato tras otro de preparaciones exquisitas y los más de 100 invitados comen y beben profusamente. Mientras se desarrolla la fiesta, Cruz permanece sentado en su sillón, junto a sus mastines, apartado de la muchedumbre; la regla implícita de la reunión indica que los invitados pueden hacer lo que deseen, salvo acercarse a Artemio. Cruz observa a sus invitados y escucha las charlas que llegan fragmentadas a sus oídos. Los conoce a todos y conoce bien la falsedad de cada uno de ellos y de sus fortunas construidas sobre la rapiña de la Revolución y la corrupción gubernamental; sabe también que con unas palabras suyas en su periódico puede hacer caer a cualquiera de ellos, o elevarlo sobre sus posibilidades.
Una bailarina entra en escena y se contorsiona entre los hombres. En un momento, se sube a caballito de un invitado y alienta a las mujeres a hacer lo mismo sobre sus parejas de baile. Así, cabalgando sobre las espaldas de los hombres, se libera una batalla de justas que divierte por un breve lapso a los presentes. Pasado ese momento de descontrol y dicha, la muchedumbre olvida a la bailarina y continúa con sus charlas banales y preocupadas.
Cruz imagina a aquellos hombres que se llenan con su comida en el baño, orinando y defecando todo lo que han ingerido, para luego regresar y seguir llenándose hasta el hartazgo. Desde su sitio, las conversaciones se entremezclan y le dan una clara imagen de cómo son sus huéspedes. Algunos hablan sobre las obras de arte que acumula en su casa, otros sobre el sermón del padre Martínez, el voto otorgado a los indios, la evasión de impuestos y las ciudades más famosas de Europa. A sus oídos llegan también los fragmentos de charla sobre su vida: la gente lo conoce como la momia de Coyoacán y hablan de Laura Riviere, su amante, y de Catalina, su pobre esposa abandonada en Las Moras. Lilia está en la sala, absorta en sus pensamientos, con una actitud que demuestra su arrepentimiento por la escena que montó cuando llegaron los primeros invitados.
Un joven, Jaime Ceballos, se acerca a Cruz y comienza a hablarle, aunque Artemio ni siquiera gira su cabeza para mirarlo. El joven ignora la prohibición tácita de acercarse a su anfitrión y le habla sobre su familia y su posición, pero Artemio apenas lo escucha, y sus palabras se le mezclan con las de su hijo, Lorenzo, aquel día en que le manifestó su deseo de irse a Europa. Las charlas se fragmentan y se yuxtaponen, y es difícil comprender de qué habla Jaime Ceballos, hasta que se comprende que el muchacho quiere pasar a ver a Cruz para pedirle trabajo en sus grandes empresas. Cruz le dice escuetamente que hable con Padilla, su secretario, y le da las buenas noches. Luego, Lilia se acerca y le toma las manos, un gesto que Cruz aprecia. Juntos, recorren todo el salón, y Cruz vuelve a recordar cada uno de los objetos que componen la fastuosidad de su casa. Junto a Lilia salen del salón y dan por terminada la fiesta.
La narración regresa a la primera persona y al presente de Cruz, quien se encuentra en el umbral de la muerte, y parece ser que la voz narradora es su subconsciente. Cruz se siente morir, y recuerda a todos aquellos que ya están muertos: Regina, Tobías, Páez, Gonzalo, Zagal, Laura y Lorenzo. Él desea seguir viviendo a toda costa. El recuerdo de Regina lo invade y lo llena de amor, pero de pronto un dolor físico terrible le devuelve la conciencia y comprende que está en el hospital y que están a punto de operarlo.
La narración pasa a la segunda persona y se enuncia en futuro. Cruz piensa en México y en su gran diversidad geográfica y cultural que lo convierte en mil países juntos. Recuerda sus mesetas, sus ríos y montañas, la selva y las voces de tantos grupos indígenas. También recuerda la herencia de la conquista española, la influencia de los soldados y los frailes castellanos, y de allí salta al recuerdo que su familia tendrá de él. Qué justificación usarán ellos, se pregunta, así como él usó la justificación de la Revolución para enriquecerse personalmente. También se pregunta cuál es su legado, si no una clase descastada y un poder sin ninguna grandeza. Ante la muerte, le parece que solo lega su egoísmo y su ambición inútil.
El pensamiento fragmentado de Artemio vuelve sobre México y la conformación de su país. Piensa otra vez en la conquista y en todas esas generaciones que intentaron dominar y someter la tierra. Finalmente, la tierra termina ganándole a todos, esa es su última certeza. Él mismo ha salido de la tierra, ha encontrado su destino y la muerte iguala su destino y su origen: es hora de volver a la tierra.
1903: 18 de enero
La narración en tercera persona se enfoca en la vida de Cruz a sus 13 años, en Cocuya. Cruz ha sido criado por Lunero, un mulato que está al servicio de Pedrito y su madre, Ludivinia. Hasta sus 13 años, el niño solo ha vivido para trabajar y mantener a sus patrones: pedrito es un borracho que se la pasa bebiendo de las damajuanas que Cruz y Lunero le compran en el poblado, y Ludivinia es una vieja trastornada que desde hace muchos años vive encerrada en su casa, con la única compañía de Pedro y de Baracoa, una criada a su servicio. Fuera del trabajo diario, la vida transcurre sin sobresaltos: Lunero y Cruz viven a la sombra de la casa de los patrones -a la que tienen prohibido entrar- y pasan el tiempo bañándose en el río, comiendo frutas que recogen de los árboles y tendidos al sol. Lunero le ha enseñado al joven todo lo que sabe: un poco sobre el cultivo de la tierra, un poco sobre el trueque de mercancías y la confección de velas que suelen vender el día de la purificación.
El relato se fragmenta y se alterna entre el 18 de enero de 1903 y el pasado de los personajes. Ese día, Lunero prepara a Cruz para que viva solo, puesto que a él se lo llevarán a trabajar a las estancias del nuevo patrón de la tierra, después de catorce años de haber escapado a la nueva administración. Mientras Lunero espera, el narrador presenta la historia de Pedrito y Ludivinia: Ludivinia es la esposa del viejo coronel Menchaca, compañero del general Santa Anna, quien fue presidente del México independiente en más de una ocasión durante el siglo XIX, y madre de Atanasio y de Pedro Manchaca. Tras la muerte del coronel Manchaca, Ludivinia se encerró en su casa y no volvió a salir. De la estancia se hizo cargo su hijo mayor, Atanasio Manchaca, un joven brioso que no pudo salvar su tierra del asedio constante de sus enemigos. Atanasio Manchaca es el padre de Artemio Cruz, hijo natural producto de la violación de Isabel Cruz, una trabajadora de su hacienda, hermana de Lunero.
Atanasio es asesinado por el nuevo cacique que se ha quedado con todas las tierras que antes pertenecían a los Manchaca, por lo que Pedro queda a cargo de su madre y del casco de Cocuya, que es lo único que ha conservado de sus antiguas posesiones. Isabel Cruz también debe abandonar la hacienda, por lo que el pequeño Artemio, recién nacido, queda a cargo de su tío, Lunero, quien a su vez responde a Pedro.
El día en que el agiotista viene a buscar a Lunero, Pedro sostiene un diálogo con su madre, Ludivinia, y trata de explicarle que perderán al único peón que tienen, y gracias a quien pueden comer y conseguir las provisiones que necesitan para sobrevivir. Ludivinia, extraviada en su pasado, apenas lo escucha, y de pronto pide que le traigan a aquel niño que siempre anda por afuera.
Cruz, por su parte, comprende que alguien quiere llevarse a Lunero y le pide por favor que no se vaya, aunque este le dice que no puede hacer nada al respecto, y que así son las cosas. Movido por la ira, Cruz viola la prohibición y se aproxima a la casa de los patrones. En la entrada hay una escopeta que Pedro dejó cargada desde el día que mataron a su hermano, y el joven la agarra y se la lleva. Luego, se ubica en el cruce de caminos que une la casa con la choza y espera. Cuando ve llegar a un hombre de zapatos y levita, presume que se trata del hombre que viene a buscar a Lunero y a toda prisa descarga los dos disparos de su escopeta directo contra su cara.
Lunero se acerca ante la descarga y encuentra el cuerpo de Pedrito, con la cara totalmente desfigurada por los disparos. Ludivinia también sale de su casa, dispuesta a encontrarse con el muchacho de 13 años que ha estado contemplando desde su entierro, pero afuera la recibe un hombre a caballo, que le grita y le da un golpe en la espalda mientras le pregunta a los gritos a dónde se fueron el mulato y el muchacho que siempre anda con él. Ludivinia maldice a aquel hombre que la deja allí tendida y sale en busca de Lunero y de Cruz.
La narración regresa a la primera persona. Cruz está siendo operado, y su subconsciente le indica que está a punto de morir. Mientras siente que lo llevan por un corredor, recuerda la fastuosidad de su residencia de Coyoacán y comienza a enumerar sus muebles, hasta que las luces que pasan frente a sus párpados se le confunden con las luces de las estrellas.
El relato pasa a la segunda persona y se enuncia en futuro. Cruz habla del movimiento de los astros en el espacio y de la luz que recorre todo el universo. Las estrellas nacen y mueren, y esa luz que llega a sus ojos ya no tiene origen y es lo último que queda de lo que alguna vez fue. Cruz también piensa en la tierra y la contempla, desprendido de toda realidad, mientras siente que la noche cae sobre él y el movimiento del universo lo envuelve. El paso del tiempo se iguala con su memoria y solo existe en la reconstrucción que hace de lo que ha vivido. En ese movimiento caótico de imágenes, el fin se le superpone al origen, piensa en su nacimiento y en el destino que encontrará después de la muerte. Siente de nuevo el grito de Lunero y la noche entra a su vida y a su corazón.
1889: 9 de abril
La narración en tercera persona se enfoca en el nacimiento de Cruz. Isabel Cruz pare con esfuerzo, y Lunero está junto a ella para traer al niño al mundo. Luego la narración retoma la primera persona, y se mezcla con la segunda y la tercera: Cruz se siente morir, y expresa que los tres narradores mueren junto a él.
Finalmente, la narración pasa a la segunda persona. Las imágenes y los sonidos se suceden confusas en su mente, pero logra percibir que los médicos hablan de la operación, de un infarto que le está dando, de su pulso totalmente detenido y de la sangre que ya no corre por su cuerpo. Al final, Cruz se dice que todos sus narradores morirán con él, que él muere, ha muerto y morirá.
Análisis
1955 muestra a Cruz en el apogeo de su poder político y económico, durante una fiesta de fin de año que se celebra en su casa de Coyoacán. Cruz está viejo y se mantiene apartado del festejo; durante la noche, se contenta con observar a sus invitados y despreciarlos en silencio.
1903, uno de los capítulos finales, revela la ascendencia de Cruz: el muchacho tiene 13 años y vive junto a Lunero, un criado mulato que es su tío, aunque Cruz no lo sabe. El capítulo revela que Artemio es hijo de Atanasio Manchaca y, como tal, pertenece a una gran familia de la oligarquía mexicana caída en desgracia en los tiempos de Porfirio Díaz.
1889 es un capítulo breve dedicado al nacimiento y a la muerte de Cruz.
El capítulo dedicado a 1955 es un capítulo en el que Cruz se contempla a sí mismo en la cumbre de su poder pero, al mismo tiempo, disminuido y limitado por la vejez y la decadencia de su cuerpo. Si bien hay una ambivalencia en esta situación de poderío y, a la vez, impotencia, la vejez de Cruz es, como él mismo lo dice, “poderosa” (p. 323). Cruz contempla a sus más de 100 invitados y se siente superior; sabe que en algún punto, todos ellos están en deuda con él, y bastaría un gesto o una palabra suya para destruir sus reputaciones y sus fortunas, puesto que él conoce el secreto de cómo han llegado a ostentar sus posiciones.
Hay un cinismo subyacente al despilfarro de la fiesta: Cruz se regodea en la impostura de sus invitados, los imagina comiendo y defecando en sus baños para poder comer todavía más, los escucha hablar de banalidades y se imagina qué pasaría con todos ellos si de pronto los encerrara en su residencia y los dejara sin alimentos. Cruz también escucha fragmentos de conversaciones de esa gente que a él lo llama “la momia de Coyoacán” (p. 329), que se burlan de Laura y se compadecen de Catalina, pero nada de eso le interesa realmente. Cruz aparece en esta escena como una figura monolítica a la que no se le puede hacer mella, y que está separada del resto de los mortales, como una suerte de ídolo o dios al que se le rinde culto, pero cuya presencia es, al mismo tiempo, temible. Como última imagen del poderío, la escena de la fiesta despliega a Cruz en su faceta final, devenido el "Gran Chingón" que reina sobre un sinfín de chingados menores que deben tolerar su presencia y sonreírle, puesto que siempre es mejor estar del lado de los que chingan, como se ha dicho en la sección anterior.
El anteúltimo capítulo se retrotrae a 1903 y revela al lector la ascendencia de Cruz, aunque él mismo la ignora. Este capítulo plantea un problema desde la construcción de la figura del narrador en tercera persona, puesto que hasta el momento se comprendía que ésta se correspondía con un Cruz testigo que revisaba, con cierta objetividad, algunos aspectos de su vida. Sin embargo, cuando se fija en su adolescencia (en este capítulo Cruz tiene 14 años), presenta una serie de informaciones que, al mismo tiempo, parece desconocer: que la vieja Ludivinia es madre de Atanasio y Pedro Manchaca, y que él es hijo de Isabel Cruz y de Atanasio, y que Lunero, el mulato que lo ha criado, es, en realidad, su tío. Nada de esto ha sido revelado a Cruz por su entorno familiar, y el muchacho ha crecido en la ignorancia de sus orígenes, a metros de la casa de Pedro y Ludivinia, pero sin poder visitarlos.
Varías hipótesis pueden sostenerse en relación con la información que se presenta en este capítulo y cómo un narrador que es el propio Cruz puede enunciarlas: la primera y más fácil implica aventurar que, luego de escapar de la hacienda, Lunero le cuenta a Cruz su pasado y de esta forma el viejo moribundo puede reconstruir el total de su historia. Otra opción es considerar que el niño Cruz, escuchando conversaciones y observando su entorno haya llegado a comprender la verdad de su origen. También, es posible pensar que Cruz adulto construyó una historia para su propia identidad en base a la poca información que tenía sobre su niñez y la historia de México: solo habría necesitado informarse sobre las familias que poseyeron la estancia de Coyoacán y cayeron en desgracia para comprender que forma parte de los Manchaca. Finalmente, como algunos críticos señalan, podría tratarse simplemente de un problema en la construcción de un narrador verosímil, algo que escapó al autor de la novela, Carlos Fuentes. Esta última posibilidad, sin embargo, parece la menos probable, dado que todas las demás explicarían sin grandes problemas, cómo Cruz puede haber llegado a comprender su origen.
El capítulo final consta tan solo de tres páginas y presenta el nacimiento de Cruz, una escena de la que, por supuesto, el narrador en tercera persona no tiene recuerdos, pero que es de fácil evocación. En el lecho de muerte, Cruz “recuerda” su nacimiento; la muerte y el origen se encuentran en el final de la vida y se superponen para marcar el destino último de Cruz, que es el de todos los hombres.
En la narración en primera persona de estos tres capítulos puede observarse un rasgo estilístico que prefigura el final de Cruz. Conforme avanza la agonía, el relato que corresponde al presente del Cruz moribundo comienza a abundar en puntos suspensivos, que son utilizados para marcar la superposición del nivel consciente del narrador con su nivel subconsciente:
Yo he despertado… otra vez… pero esta vez… sí… en ese automóvil, en esta carroza… no… no sé… corre sin hacer ruido… ésta no debe ser todavía la conciencia verdadera… por más que abra los ojos no puedo distinguirlos… objetos, personas… huevos blancos y luminosos que ruedan frente a mis ojos… pared de leche que me separa del mundo… de las cosas que se pueden tocar y de las voces ajenas… estoy separado… muero… me separo… no, un ataque… un ataque puede venirle a un viejo de mi edad… muerte, no, separación, no…. No lo quiero decir… quiero preguntarlo… (p. 336)
En este pasaje se evidencia la fragmentación del discurso y de la conciencia de Cruz. Los capítulos anteriores habían sido muy explícitos sobre el colapso de las funciones fisiológicas del narrador y su estado cada vez más crítico. Sin embargo, el narrador era capaz de referir lo que pasaba en su entorno con mayor claridad, aunque no sin baches en su percepción y saltos en sus recuerdos. Hacia el final del libro, los puntos suspensivos marcan la incapacidad de Artemio de concentrarse en la percepción consciente de su entorno y el vaivén constante entre un estado de consciencia y otro de subconsciencia, que precede a la detención definitiva de sus funciones vitales y su muerte. En el capítulo siguiente los puntos suspensivos son el único elemento que cohesiona las frases y muestran a un Cruz pendiente de los estímulos externos, pero sin la capacidad de procesarlos y darles un sentido (algo que el lector sí puede hacer): “…tocan mi muñeca sin pulso… me doblo… me doblo en dos… me toman de los sobacos me duermo… me recuestan… me doblo… me duermo… les digo… debo decirles antes de dormirme… les digo… no sé quiénes son… “cruzamos el río… a caballo”… huelo mi propio aliento… fétido… me recuestan…” (p. 382).
De esta enumeración fragmentada de acciones que suceden en el exterior de la conciencia de Cruz y que apenas son procesadas por el enfermo, la mente de Cruz salta a una enumeración de los lujos de su residencia de Coyoacán (que se corresponden con los que se han mencionado en el capítulo anterior en tercera persona), y de allí pasa a la enunciación en segunda persona. Finalmente, en el último capítulo, la enunciación en primera persona es muy breve y se corresponde con el final del estado consciente de Cruz: “Yo no sé… no sé… si él soy yo… si tú fue él… si yo soy los tres… Tú… te traigo dentro de mí y vas a morir conmigo… Dios… Él… lo traje adentro y va a morir conmigo… los tres… que hablaron… Yo… lo traeré dentro y morirá conmigo… solo…” (p. 392).
Cuando la conciencia de Cruz está a punto de caer en el vacío de la inexistencia, todavía tiene un último momento para pensar su vida y comprenderse en esa triple división de protagonista, testigo y juez de su destino. El último pensamiento de Cruz vuelve sobre su soledad: así como durante toda su vida ha sido él y nadie más que él, a la hora de la muerte también está solo, y se reconoce abismado en su soledad hasta el final.
Como en toda la novela, el relato en primera persona da paso a la segunda, incluso después de este anuncio de muerte, pero esta vez se mezcla con la primera persona y se sostiene esta fusión de las tres voces narrativas: “Tú ya no sabrás: no conocerás tu corazón abierto, esta noche, tu corazón abierto… Dicen “bisturí, bisturí”… Yo sí lo escucho, yo que sigo sabiendo cuando tú ya no sabes, antes de que tú sepas… yo que fui él, seré tú…” (p. 392).
Es interesante notar que incluso al final, el narrador en segunda persona sigue utilizando el tiempo futuro, aunque solo cuando expresa el último “moriré” (p. 393), este tiempo futuro está usado por su valor básico y principal de enunciar un hecho que aún no ha pasado: Cruz, en su último momento de vida, anuncia su muerte, algo que ocurrirá en el futuro inmediato, momentos después de haber sido enunciado.
En todo el resto de capítulos, como ya se ha dicho, la enunciación en futuro se utiliza en verdad para referirse a hechos que ya han ocurrido. Cabe entonces preguntarse qué valor y qué función cumple la enunciación en el futuro simple de los hechos que conforman el pasado de Cruz. Como han afirmado muchos lingüistas en las últimas décadas, el futuro se ha utilizado muchas veces -y especialmente en culturas antiguas- para expresar lo que irremediablemente tiene que suceder, es decir, para dar una idea de destino. La idea de destino se vincula fuertemente a la de mandato u obligación, ya sea moral o física, como se comprueba, por ejemplo, en la enunciación de los diez mandamientos de la Biblia (“no robarás” o “no matarás”, por citar algunos ejemplos). Así, el futuro puede cumplir la función de expresar determinismo o predestinación, y esto es exactamente lo que se puede observar en el uso que hace del futuro la enunciación en segunda persona: Cruz, en su lecho de muerte, repasa una vida que estuvo signada por un destino, en el que cada cosa que hizo, cada decisión que tomó, fue un paso más para concretar ese destino prefijado. Cuando revisa los hitos de su vida y los consigna en futuro, puede pensarse que los está asignando como instrucciones que se dicta a sí mismo desde su lugar de autoridad máxima sobre su vida: él es el artífice de su propio destino y nunca ha aceptado a nadie más que lo someta o lo encadene; Cruz es su propio Dios y actúa -y ha actuado- según sus propios mandamientos.
Para recapitular: Cruz enfermo, postrado e incapaz de realizar ninguna acción concreta, se refugia en su pasado y revisa su vida, como testigo y protagonista. A estas dos visiones, agrega una tercera, la voz de la determinación que se manda a sí mismo en segunda persona y observa la concreción de su destino. En esta voz, Cruz cifra lo absoluto, lo permanente, y reafirma hasta el último momento su autoridad, hasta tal punto que en el último verbo se mezcla la observación de un hecho inevitable con el último mandato y la aceptación de lo inevitable. Cruz se dice: “…los tres… moriremos… Tú… mueres… has muerto… moriré” (p. 393).