Resumen
V. Ritual y política
Benjamin vuelve a afirmar que lo que hace a una obra de arte un objeto único es su tradición. Toma como ejemplo una antigua estatua de Venus. Dicha estatua era reverenciada por los griegos en la Antigüedad, mientras que en la Edad Media los clérigos la veían como un objeto maligno. Sin embargo, el valor que se mantenía en la estatua, tanto para unos como para los otros era su unicidad, su aura.
En sus orígenes, las obras de arte surgieron al servicio de rituales mágicos que, luego, se transformaron en rituales religiosos. El aura, esa “lejanía” inalcanzable de la obra, era fundamental para conservar su carácter de objeto al que debía rendírsele culto durante un ritual. Benjamin afirma que “El valor único e insustituible de la obra de arte ‘auténtica’ tiene su fundamento en el ritual” (p. 50). Incluso, se puede hablar de rituales paganos, como el culto a la belleza que dominó durante el Renacimiento, o el culto a “el arte por el arte”, nacido a finales del siglo XIX, en el que el arte es considerado una fuerza autónoma, que existe por sí misma y para sí misma.
Lo que sucede, por primera vez en la historia, en la época de la reproductibilidad técnica, es que las obras pierden su rol de objeto de culto, dejan de existir como parte de un ritual. Esa ya no es su función social. Benjamin concluye este capítulo afirmando que “En lugar de su fundamentación en el ritual, debe aparecer su fundamentación en otra praxis, a saber: su fundamentación en la política” (p. 51).
VI. Valor de culto y valor de exhibición
Según Benjamin, es posible exponer la historia del arte “como una disputa” entre el valor ritual (o valor de culto) y el valor de exhibición de las obras.
Tal como lo afirma en el capítulo anterior, la producción artística comienza en íntima relación con la magia: “El búfalo que el hombre de la Edad de Piedra dibuja sobre las paredes de su cueva es un instrumento mágico que solo casualmente se exhibe a la vista de otros” (p. 53). Benjamin afirma que el valor ritual exige que las obras se mantengan en lo oculto para no perder su influencia mágica.
Ahora bien, cuando el arte comienza a ir más allá del espacio del ritual mágico aumentan las posibilidades de que las obras de sean exhibidas. Con la llegada de los diferentes métodos de reproductibilidad técnica, la posibilidad de exhibir las obras de arte crece de manera gigantesca. Esto genera que el valor de exhibición adquiera la importancia que en otros tiempos tenía el valor de culto. Para Benjamin, el cine es, de todas las artes, la que mejor representa este cambio.
El hecho de que el valor de las obras de arte recaiga plenamente en su exhibición genera un cambio en sus funciones. En los tiempos prehistóricos, el arte, al estar al servicio de la magia, tenía ciertas propiedades prácticas que obedecían a las necesidades de una sociedad “cuya técnica solo existe si está confundida con el ritual” (p. 55). La técnica prehistórica incluía plenamente al ser humano. Por el contrario, la reproductibilidad técnica incluye al ser humano lo menos posible. Los humanos, utilizando la técnica prehistórica, intentaban dominar la naturaleza; mientras que, a través de la reproductibilidad técnica, lo que se intenta es lograr una “interacción concertada entre naturaleza y humanidad” (p. 56).
Para Benjamin, la función social del arte en la época de la reproductibilidad técnica es ejercitar esa interacción. Esto aplica, sobre todo, al cine, ya que el desarrollo de este arte obliga al ser humano a ejercitarse en el trato diario con un sistema de aparatos.
VII. Fotografía
Benjamin afirma que, con la aparición de la fotografía, “el valor de exhibición comienza a vencer en toda la línea al valor ritual” (p. 58). Sin embargo, el valor ritual o de culto se resiste a ser desplazado. Su resistencia se sitúa en el rostro humano.
Por un lado, el valor ritual tiene “su último refugio” en las fotografías que rinden culto a los seres amados lejanos o fallecidos. Por otro lado, según Benjamin, en las fotografías que incluyen rostros humanos se puede percibir aún la presencia del aura. Es en el momento en que los seres humanos dejan de aparecer en las fotografías cuando el valor de exhibición desplaza al valor de culto.
Benjamin pone como ejemplo la fotografía de Atget, que se caracteriza por mostrar las calles de París totalmente deshabitadas. Estas fotografías funcionan como “piezas probatorias en el proceso histórico” (p. 58). Eso les otorga importancia a nivel político. Las fotografías de Atget exigen ser observadas con compromiso. El espectador tiene la obligación de buscar algo en ellas.
Los periódicos comienzan a utilizar este tipo de fotografías, dirigiendo esa búsqueda con los pies de foto. Estas directivas se vuelven más precisas y exigentes en el cine, ya que allí la aparición de cada imagen está precedida por todas las que aparecieron antes en la película.
VIII. Valor eterno
Los griegos solo conocieron dos formas de reproducción técnica: el vaciado y el acuñamiento. Las únicas obras de arte que podían producir en masa eran las que se realizaban utilizando esas técnicas. Todas las demás eran piezas únicas e irrepetibles. Por eso dichas obras debían ser hechas para la eternidad.
Tras dar este ejemplo, Benjamin lo contrasta con la obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica. Afirma que “Nunca antes las obras de arte pudieron ser reproducidas técnicamente en una medida tan grande y con un alcance tan amplio” (p. 61). El cine, según Benjamin, es la primera forma artística que se encuentra determinada completamente por su reproductibilidad.
Si se compara las películas con el arte griego, estas tienen una cualidad que nunca podría haber tenido el arte griego: su capacidad de ser mejoradas. Esta capacidad tiene una profunda conexión con “su renuncia radical a perseguir un valor eterno” (p. 62). Para los griegos, las obras que mayor importancia tenían eran aquellas que no podían ser mejoradas. Es decir, las obras plásticas. Benjamin termina afirmando que, en la época de la reproductibilidad técnica, la decadencia de la plástica es inevitable.
Análisis
V. Ritual y política
En este capítulo, Benjamin se propone analizar la función social que tuvo el arte históricamente, su pasaje como objeto de culto dentro de los rituales a la esfera política.
Nuevamente, el aura es el punto de partida. Durante toda la historia humana previa a la llegada de la reproductibilidad técnica, las obras eran consideradas un objeto único que mantenían ese algo inalcanzable (el aura) que les otorgaba un valor mágico, religioso, o de culto profano. Con la llegada de la reproductibilidad técnica, como hemos visto, las obras pierden su aura. A grandes rasgos, deja de importar cuál es el original. Ese valor de culto se mantiene solamente en los museos, donde las personas admiran con respeto sagrado obras que han visto reproducidas cientos de veces solo por saber que, frente a sus ojos, está el original. Sin embargo, esto solo sucede en esta acotada instancia.
En síntesis, el arte, en el siglo XX, en la época de la reproductibilidad técnica, al perder el aura, pierde también la función social que ha tenido durante toda la historia. Pero no desaparece, y si no desaparece es porque, sí o sí, tiene que haber encontrado otra función social, dentro de otra esfera. Esa esfera, según Benjamin, es la esfera política.
VI. Valor de culto y valor de exhibición
En este capítulo, Benjamin afirma que todas las obras, durante toda la historia, han contenido tanto un valor de culto como un valor de exhibición. Estos dos valores son polos opuestos que conviven dentro de cada obra. Antes de la llegada de la reproductibilidad técnica, el valor dominante era el de culto (o valor ritual). La reproductibilidad técnica provocó que el valor de exhibición desplazara el valor de culto. Esto, a la vez, generó que el arte cambiara su función social.
Ahora bien, ¿a qué se refiere Benjamin con el “valor de culto” de las obras? En los tiempos prehistóricos, la persona que pintaba un búfalo en la cueva no lo hacía para ejercitar sus dotes como artista ni para mostrar su obra a los demás, sino para propiciar la cacería de búfalos; la persona que pintaba una mujer con senos gigantes lo hacía para propiciar la fertilidad. El valor de estas primeras imágenes artísticas radicaba en su conexión con lo mágico. Ese era su valor de culto.
El valor de culto se opone al valor de exhibición ya que la creencia es que las obras, para conectar con lo mágico, deben permanecer ocultas a la vista de los demás. Es decir, no deben ser exhibidas. Esta creencia no solo es prehistórica. En los templos griegos hay estatuas de dioses que solo pueden ser vistas por los sacerdotes. En la religión católica, existen ciertas imágenes de la Virgen María que se cubren con un velo durante gran parte del año.
La llegada de la reproductibilidad técnica trae consigo, como nunca antes en la historia, la posibilidad de exhibir las obras. Un canto gregoriano, que en otros tiempos solo se escuchaba en vivo, en la iglesia, ahora puede estar grabado y ser escuchado en miles de casas de forma simultánea. Esos mismos búfalos que fueron pintados en las cuevas ahora son visitados por cientos de miles de turistas cada año. El valor de exhibición de las obras reemplaza al valor de culto.
Benjamin destaca el cine como el arte que representa con mayor claridad este cambio. ¿Por qué? Porque el cine es, en su esencia, un arte que se realiza para ser exhibido ante cientos de personas. Por supuesto, también los artistas plásticos realizan sus obras y las exhiben, o los escritores escriben sus novelas y las publican. Pero tanto el artista plástico como el escritor tienen la posibilidad de realizar una obra para sí mismos, una obra que decidan no exhibir y que, incluso, para ellos tenga un enorme valor de culto. En el cine esto es —al menos en la época en que escribe el filósofo— prácticamente imposible.
En relación a la función del arte, Benjamin afirma que, en los tiempos prehistóricos, el arte tenía diversas funciones prácticas. Como hemos visto en los ejemplos anteriores, el búfalo era pintado para favorecer la caza; la mujer era pintada para favorecer la fertilidad. En la cultura prehistórica, entonces, el arte ayudaba a cazar, a cosechar, a procrear. En términos generales, su función era dominar la naturaleza.
¿Qué sucede con esta función una vez que su valor dominante comienza a ser el de exhibición? Benjamin afirma que la nueva función del arte es lograr una “interacción concertada entre naturaleza y humanidad”. Este punto puede ser confuso, ya que el término “naturaleza” puede hacer pensar al lector en la flora, la fauna, el ecosistema. Pero Benjamin, aquí, al hablar de “naturaleza” se está refiriendo al nuevo sistema de aparatos técnicos que aparecieron en el mundo desde finales del siglo XIX. Para él, el arte debe ayudar al ser humano a comprender el funcionamiento de esa “segunda naturaleza” para convertirlo en una “primera naturaleza”. Es decir, tiene como función lograr que la mayoría de las personas (y no solo los especialistas) aprendan a dominar la tecnología y ponerla a su servicio, y no vivir al servicio de la tecnología.
El cine, en el que interviene de por sí una enorme cantidad de aparatos, es el arte que mejor puede llevar a cabo esta nueva función. El ser humano se encuentra rodeado diariamente de aparatos. Por ejemplo, en la fábrica, los obreros trabajan utilizando aparatos durante horas. Sin embargo, en ese caso, el obrero está al servicio de la tecnología, y solo aprende a manejarlo de manera limitada, para cumplir con su obligación laboral. El cine permitiría que los seres humanos tengan un acercamiento diferente a la tecnología, no signado por cumplir con un deber laboral. Al ir a ver una película, cada persona es espectadora de un producto que fue realizado a través de la interacción entre la humanidad y la nueva naturaleza, la de los aparatos tecnológicos. Ese aprendizaje, según Benjamin, es lo que le permitiría al humano poner a su servicio la tecnología.
VII. Fotografía
En este capítulo, Benjamin argumenta que en la fotografía hay una tensión entre valor de culto y valor de exhibición. El valor de culto de las fotografías depende de la aparición en ellas del ser humano. El caso más claro es el de una fotografía de un ser querido, que está guardada en un cajón y que solo es observada por una sola persona que siente nostalgia al ver la imagen de ese otro. En este caso, el valor de culto se impone absolutamente sobre el valor de exhibición. El valor de exhibición, por su parte, se impone absolutamente cuando comienzan a tomarse fotografías en las que el ser humano no está presente. Benjamin se refiere a las fotografías tomadas por Eugène Atget, quien, a principios de siglo XX, se dedicó a retratar la ciudad de París, sobre todo aquellos lugares que estaban en proceso de desaparición por las reformas arquitectónicas que se introdujeron en la ciudad desde mediados del siglo XIX. Allí se plantea, por primera vez, un dilema en el espectador de la fotografía: “¿qué debo mirar?”. Las fotografías de Atget son tomadas para ser exhibidas. No hay en ellas un valor de culto, pero ¿qué hay allí entonces? ¿Qué es lo que está siendo exhibido? El espectador de las fotografías de Atget debe tomar un rol activo, buscar en ellas algo que le permita comprender su existencia (esto, por supuesto, no podría pasar nunca en una obra en la que prevalezca el valor de culto). ¿Por qué Atget retrata una calle vacía? Benjamin afirma que las fotografías de Atget son documentos históricos. “¿Documentos históricos de qué?”, puede preguntarse el espectador, pero la respuesta deberá encontrarla él mismo.
Ahora bien, la utilización de este tipo de fotografías en los periódicos cambia la situación. Los pies de foto que acompañan las fotografías le dan esa respuesta al espectador. Puede que la fotografía sea, en esencia, una del mismo estilo de las de Atget; supongamos, una plaza desierta. El pie de foto, en este caso, indicará que en esa plaza, a las 3 a.m., se cometió determinado crimen. El espectador, entonces, sabrá por qué está mirando esa fotografía, comprenderá qué es lo que está siendo documentado allí. El valor de exhibición en estas fotografías es absoluto. Las fotografías son tomadas para exhibir el lugar específico donde sucedió determinado hecho.
Según Benjamin, el cine es aún más preciso en sus indicaciones al espectador acerca de lo que debe mirar: está obligado a observar determinados elementos en cada imagen (o escena), ya que si, no lo hace, no comprenderá qué es lo que debe observar en la escena que aparece a continuación, y finalmente no comprenderá la película.
Tomemos como ejemplo una película policial. Allí vemos la imagen de una habitación toda desordenada. El espectador, teniendo en cuenta todo lo que sucedió hasta entonces en la película, todos los detalles que observó en las imágenes que aparecieron previamente, sabrá qué es lo que debe buscar en la imagen de la habitación. Buscará, por ejemplo, si el protagonista yace muerto en el piso, o si hay alguien escondido, o alguna pista que lo ayude a comprender qué pasó allí. No se detendrá en los árboles que se ven detrás de la ventana o en el color del cielo. Puede hacerlo, por supuesto, pero estaría desobedeciendo las directivas que le da la película y, por lo tanto, no comprenderá lo que sucede.
Como conclusión, se puede afirmar que en la fotografía (exceptuando aquella que tiene valor ritual) y en el cine, el valor de exhibición llega a tener tal importancia que el espectador puede recibir directivas acerca de qué debe mirar cuando ve la obra, algo que, por supuesto, nunca podría suceder en las obras en las que lo que predomina es el valor de culto.
VIII. Valor eterno
Las obras que tienen valor eterno son aquellas que no pueden reproducirse técnicamente. Son únicas. En el arte griego, que excepto por el vaciado y el acuñamiento carecía de técnicas de reproducción, el valor eterno de las obras era el más importante.
¿Qué sucede en la época de la reproductibilidad técnica? Benjamin toma el cine como el arte que se opone radicalmente al valor eterno. En su esencia, el cine está hecho para ser reproducido técnicamente. Una película se filma para ser vista en cientos de cines en simultáneo. Pero, además, dichas películas pueden ser constantemente mejoradas. A diferencia de una escultura, que es realizada en una sola pieza y que, por lo tanto, no puede ser modificada una vez que se termina, una película tiene en su esencia ser modificada, ya que está creada a partir de un montón de imágenes, secuencias, sonidos, que se pueden unir de muchísimas maneras. Se pueden quitar escenas, se puede “terminar la película” y agregar una escena más, se puede alterar el orden de las escenas. Incluso, veinte años después de su estreno, una película puede ser relanzada incluyendo escenas que, en la versión original, habían sido descartadas, como ha pasado, por ejemplo, con El exorcista, de William Friedkin. Por eso mismo Benjamin afirma que en la esencia del cine está implícita la renuncia al valor eterno.
A modo de cierre, es interesante destacar que casi noventa años después de la escritura de este texto, el arte plástico no ha caído en la decadencia. Se ha mantenido vigente, y ha sabido adaptarse a la época de la reproductibilidad técnica y su pérdida del valor eterno. Las obras pop de Andy Warhol son, sin dudas, el mejor ejemplo de esta adaptación.