Resumen
Capítulo XXII
Antes de que Ena se mude definitivamente a Madrid con su familia, vuelven a salir los tres: Jaime, Ena y Andrea. El día de la despedida, en la estación, Ena augura que se van a volver a ver muy pronto. Luego, Andrea va hasta el estudio de Guíxols, pero ya no hay nadie allí, todos están fuera de Barcelona.
Al regresar, Gloria, llorando, le confiesa que tiene miedo, pero no quiere decirle por qué. Con un mal presagio, Andrea se duerme hasta que unos terribles gritos la despiertan. Se levanta y encuentra a Antonia tirada en el piso llorando, con la puerta de la calle abierta y varios vecinos observando la escena desde afuera. Juan cierra la puerta de una patada y, con bofetones y agua fría, trata de volver en sí a la criada. De repente, la mujer comienza a señalar el piso superior y a decir que está muerto, que se ha degollado con la navaja de afeitar: se trata de Román. La abuela, temblando, dice “él se arrepintió antes de morir” (199).
Andrea se refugia en el baño, se mira en el espejo, que le devuelve una imagen miserable, y se ducha mientras una risa nerviosa le brota del interior: “como si aquél fuese un día como todos. Un día en que no hubiese sucedido nada” (201). Con la certeza de que arriba se encuentra Román, muerto y ensangrentado, se ducha inmóvil, como idiotizada, hasta que golpes en la puerta del baño la interrumpen.
Capítulo XXIII
Durante los días siguientes, los balcones de la casa se cierran y el clima allí es lúgubre. Gloria enferma y no recibe atención, salvo la de Andrea. Antonia la acusa de ser una asesina. Gracias a Antonia, Andrea se entera de que Román, antes de morir, ha llamado a la criada para decirle que se iría de viaje por mucho tiempo. Debido a esto, Antonia cree que la idea del degüello es un rapto repentino que lo acomete al afeitarse. Gloria pregunta, insistentemente, por el cuadro de ella, pero Andrea no sabe nada. Al mejorar, le dice a Andrea que ella no estaba enamorada de Román, que ella es la culpable de que él tomara esa decisión fatal porque lo había denunciado y esa mañana llegaría la policía a buscarlo. La abuela, por su parte, se consuela en la religión. Juan, tras dos días de ausencia, vuelve a la casa en un estado calamitoso y no deja de llorar.
Andrea duerme durante dos días enteros. Al despertar, Antonia y el perro se han ido de la casa. Las tías casadas de Andrea con sus ropas de luto llegan con sus maridos y le recriminan a la abuela la crianza consentida de sus hijos varones y el desprecio hacia ellas. Las tías de Andrea le dicen a la abuela que vive en la miseria por culpa del despojo de sus hijos y que Juan está casado con una mujer perdida y se halla muerto de hambre. La abuela le pregunta a Juan si es cierto lo que las hijas le dicen y este dice que sí y maldice a todos.
Capítulo XXIV
Dos meses después de la trágica muerte de Román, Andrea puede comenzar a procesar el hecho. Hasta ese momento, lo imagina en su cuarto, fumando, acompañado por su perro. Ahora que no está, a veces siente nostalgia y no lo cree tan malo como en el pasado. Un día en que este sentimiento la acecha, sube al cuarto del tío y lo ve totalmente despojado de objetos: ya no hay allí nada de lo que antes lo hacía confortable.
En el momento en el que toma consciencia de la muerte, comienza a tener pesadillas y, para huir de ellas, acostumbra salir a la calle en su traje negro, que, aunque encogido por el tinte, cada vez le queda más holgado. Un atardecer, cerca de la Catedral, tiene una visión extraña, un deseo imperioso de morir y un hambre que le provoca dolor en el pecho. A veces cree estar volviéndose loca.
Pronto las cosas en la casa de la calle Aribau van volviendo a la antigua normalidad de ese sitio: Juan le pega a Gloria, y ella continúa vendiendo los objetos que quedan en la casa. Un día, vende el piano de Román, y Juan se enoja muchísimo con ella por eso: le pega tanto que casi la mata. Todos huyen cuando él se detiene y, al día siguiente, Gloria le dice a Andrea que deberían llevar un médico para meter en un manicomio a su esposo, dado que ella vive atemorizada: él no la deja dormir por las noches, la maltrata constantemente, la amenaza cada día y le dice que Román se le aparece en sueños y le aconseja que la mate. También le dice que ella le habla hasta que se tranquiliza y que a veces él la acaricia y le pide perdón llorando. Gloria le muestra a Andrea sus cicatrices y, en ese momento, ingresa la abuela al cuarto con una carta entre sus manos. Al comprender de qué hablan las dos muchachas, se encoleriza y les dice que son malvadas, que están tramando llevarse a su hijo, bueno y trabajador, a un manicomio. Tira la carta al suelo, que es de Ena para Andrea, y se va de allí. La narradora dice que esa carta es la que va a cambiar el rumbo de su vida.
Capítulo XXV
El último capítulo de la novela comienza con Andrea terminando de armar su maleta. Gloria la llama porque la cena está lista: esa noche, Andrea es la agasajada. Gloria ha vendido objetos caros de la casa, por lo que hay abundante comida. Todos parecen de buen humor y se despiden: Gloria le dice que la quiere y la abraza, Juan comenta que está bien que se marche y que por fin dejará la holgazanería para hacer algo útil.
La carta que Ena recibe en el capítulo anterior es una propuesta que le llega a Andrea desde Madrid: Ena le ofrece trabajo en el despacho del padre y alojamiento en su casa, hasta que ella encuentre otro sitio a su gusto para vivir. Además, podrá continuar sus estudios allí. Ena también le cuenta que Jaime se trasladará a Madrid, terminará su carrera y se casarán.
Esa última noche en la casa de Aribau, Andrea no puede dormir. La partida la emociona como una liberación y recuerda su expectación de un año atrás, a su llegada a Barcelona. Ahora es diferente. Por la mañana la recoge el padre de Ena, con quien viajará en automóvil hasta Madrid. Mientras desciende las escaleras de la casa, recuerda el anhelo sentido el primer día allí y siente que se marcha sin haber conocido nada de lo esperado: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De esa casa, cree en ese momento, no se lleva nada. Esa casa y Barcelona ya pertenecen a su pasado.
Análisis
Perpetuada su venganza, Ena recompone su vida afectiva y se marcha. Carcomido por la venganza a la que fue sometido, Román acaba sus días como un antihéroe y se suicida. No soporta haber fracasado: el chantajista es, finalmente, el chantajeado. No le alcanza su personalidad cautivante y su manipulación para engañar a Ena. Antes de morir, comete un último acto bestial, para dejar una huella más de su carácter sórdido y de su malicia sin causa: muerde al perro.
Ante la tragedia, Andrea se refugia en el lugar que elige siempre para hacer catarsis, la ducha, y en un ataque de nervios se ríe de forma grotesca e histérica: "Solté la ducha y creo que me entró una risa nerviosa al encontrarme así, como si aquél fuese un día como todos. Un día en que no hubiese sucedido nada" (201). Desnuda, flaca, hambrienta y miserable, comprende que acciones como esa pueden reiterarse porque los días pasan, las tragedias acontecen y todo a su alrededor sigue girando como si nada. Es un sentimiento macabro que el agua, cayendo en frías cataratas, va intentando calmar mientras la joven parece idiotizada. Por su parte, la abuela, que es religiosa, se preocupa por el alma de su hijo, un suicida, e intenta atenuar los hechos para darle un lugar en el firmamento: "Iluminada por una fe que no podía decaer, rezaba continuamente, convencida de que en el último instante la gracia divina había tocado el corazón enfermo del hijo" (203). Por otro lado, Juan, devastado, es una figura cada vez más patética: "Nunca, por muchos años que viva, me olvidaré de sus gemidos desesperados" (203). Las tías de Andrea, que acuden a la casa y atormentan a la abuela, son presentadas por Andrea "como en un capricho de Goya" (205), utilizando, otra vez, imágenes expresionistas para la descripción de estos seres odiosos y oscuros. Por su parte, Gloria, quien sufre atribuyéndose culpas sobre la decisión de Román, es castigada cada vez más por la mano impiadosa de su marido, por lo que aparece la idea del manicomio como un lugar posible para él.
En este ambiente funesto, la carta de Ena despierta nuevamente el motivo de la posibilidad de cambio de vida. Es por esta razón que la novela de Laforet, por más rasgos tremendistas que posea, da lugar, finalmente, a cierta esperanza. La narradora confiesa que esa carta "iba a cambiar el rumbo de mi vida" (211). Frente a una realidad abrumadora que insiste en frustrar todos sus planes, Andrea no se deja vencer: es tenaz. Hay en ella un espíritu indoblegable que es lo que la distancia de los caracteres de los otros personajes que habitan la casa. No se desespera como ellos ni decide vengarse. En este sentido, es diferente a Juan, quien golpea a su mujer para desquitar sus frustraciones; es diferente a Román, que no soporta perder y se quita la vida; es diferente a Gloria, e incluso a Ena, cuyo modus operandi es la venganza; es diferente a Angustias, que se aloja en la excusa de la religión; es diferente a la abuela, que se refugia en los laberintos de su mente enferma y en sus creencias.
De esta forma, y por la capacidad que tiene Andrea para levantarse, la novela termina como empieza, con la joven arrastrando una vez más su maleta para emprender un viaje hacia lo que considera una nueva vida, llena de ilusiones. Hay algunas diferencias, que quizás sean signo de que esta vez sí las cosas le resultarán mejores, aunque realmente no se sabe porque el final no nos lo dice: Andrea llega a Barcelona a medianoche y nadie la espera en la estación, en cambio, ahora, se va temprano por la mañana y quien la lleva es el amable padre de su amiga; al llegar a la casa de Aribau, Andrea mira los balcones de la casa con ilusiones sobre lo que experimentará allí dentro; al partir, vuelve a mirar la casa desde el auto y comprende que todo eso queda detrás, que ya es cosa del pasado.
Andrea se marcha de la casa de la calle de Aribau con la impresión de no haber conocido nada de lo ansiado antes de llegar: "Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba [...] De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada" (213). Sin embargo, la narradora, inmediatamente, se rectifica y agrega: "Al menos, así creía yo entonces" (213). Aquí, en esta frase, se cifra el título de la novela. Andrea se marcha desilusionada con su año en Barcelona, pensando que nada ha ganado durante su estadía allí. Pero, un tiempo después, desde otro sitio, puede retomar los hechos, narrarlos para nosotros los lectores y comprender, finalmente, que esta novela, todo lo acontecido, es un aprendizaje significativo para su vida. Que sus ilusiones no se hayan cumplido no significa que no haya aprendido: el aprendizaje no siempre coincide con lo esperado.
Hay, por tanto, dos Andreas. O, mejor, dos momentos de una misma Andrea que ha evolucionado: por un lado, la narradora, que desde un sitio y un lugar indefinido cuenta, en forma retrospectiva, su pasado y comprende lo que ha tomado de sus experiencias en Barcelona durante su año de estadía allí, por lo que puede juzgarlo con cierta distancia; por otro, la protagonista de la narración, situada entre 1939 y 1940, profundamente decepcionada de los acontecimientos experimentados en ese momento. En septiembre de 1940, cuando Andrea parte de la casa de la calle Aribau, todavía no es consciente de lo que ha aprendido. Un tiempo después sí, y se propone contarlo.
Con respecto a esto, es significativo lo que le augura Angustias a su sobrina en el segundo capítulo, respecto de la decisión de Andrea de estudiar Letras en la universidad: "Bueno, yo no me opongo, pero siempre que sepas que todo nos lo deberás a nosotros, los parientes de tu madre" (23). La imaginación de Andrea, forjada en las obras literarias leídas, se ve movilizada por lo vivido con su familia materna, tanto es así que, tras un tiempo de acontecidos los hechos, decide narrarlos y así se convierte su pasaje por Barcelona en una historia novelable: todo se lo debe a ellos, los parientes de su madre.
Es, además, importante mencionar un aprendizaje que recibe Andrea y que pone en práctica a través de la narración de modo magistral. A lo largo de la novela, en los hechos transcurridos entre 1939 y 1940, experimenta el desasosiego de no ser protagonista de las situaciones que atraviesa: ve lo que sucede a su alrededor y se siente como una testigo de los hechos, sin formar parte del todo de ellos. Esto, que la angustia en varias oportunidades, es retomado por la Andrea narradora que ahora comprende su rol y puede contar lo que antes vive como testigo. Por tanto, el protagonismo de Andrea se borronea y se convierte en un protagonismo colectivo: son las historias de los habitantes de la casa de la calle de Aribau y de los cruces con el exterior las que emergen como protagonistas y desplazan a Andrea al rol de testigo. Esto recién puede terminar de descubrirse al final, cuando se llega a la conclusión de que no se lleva nada, porque si nada se lleva, ¿entonces qué es lo que narra? Se lleva una historia cargada de experiencias: "La verdad no sospechada" del epígrafe de Juan Ramón Jiménez se devela en las impresiones de lo vivido por Andrea.
Por último, al llegar a la última página del relato, los lectores nos damos cuenta de que hay historias que no han sido cerradas o misterios que no han sido develados. Esto se produce porque Laforet apela a una técnica llamada elusión narrativa, que consiste en eludir ciertos detalles de la trama de los hechos y, de esta manera, plantear intrigas que tienen un papel secundario y que no terminan de resolverse. Esto hace que el interés del lector aumente, trate de leer señales, se involucre en el texto para tratar de develar los misterios. Por ejemplo, no sabemos desde dónde narra Andrea y cómo resulta su nueva vida en Madrid, por lo que el desenlace es abierto. Otras cuestiones previas, relacionadas con diferentes personajes, como Angustias, Román y Gloria tampoco terminan de develarse.