Él era bebé caramelo. La vaca-muuu venía por el caminito donde vivía Betty Byrne: ella vendía trenzas de limón (...). Cuando uno moja la cama al principio está calentita después se pone fría. La madre ponía la sábana de hule. Tenía un olor raro.
Es célebre el aporte de Joyce a lo que hoy conocemos en narratología como flujo de conciencia. Se trata de la representación literaria de los pensamientos de un narrador o personaje transcritos tal cual vienen a su mente. En el caso de Stephen, personaje principal de Un retrato del artista adolescente, este recurso se utiliza desde el primer momento, pero de un modo oblicuo. Se trata de un narrador en tercera persona focalizado en Stephen pero que organiza el relato como si del flujo de conciencia se tratara.
En esta cita estamos ante un bebé Stephen que encadena o yuxtapone escenas, objetos, personas y experiencias tal cual vienen a su pequeña mente. Con el correr de las páginas, este recurso va tomando profundidad. A medida que la memoria de Stephen se engrosa de experiencias, veremos como los saltos temporales y espaciales que el fluir de su conciencia habilita componen una prosa mucho más desafiante.
Se preguntó desde qué ventana habría arrojado Hamilton Rowan el sombrero al foso seco y si había habido arriates en aquella época bajo las ventanas.
Si bien Stephen no muestra en la novela una vocación política muy profunda, la omnipresencia del nacionalismo irlandés es constante en la historia. Hamilton Rowan, miembro de los Irlandeses Unidos, fue condenado por sedición en 1794 y luego escapó a Francia. Según cuenta la leyenda, en su fuga se escondió en el castillo medieval que desde 1814 se convertiría en Clonglowes Wood College, al que asiste Stephen en la novela y al que asistió también el joven James Joyce, lo que refuerza el carácter autobiográfico de estas páginas.
Desde alguna ventana, por la cual Stephen se pregunta en esta escena, Rowan arrojó en 1974 su sombrero a la fosa, para distraer a los soldados ingleses que lo perseguían.
Se preguntó si iba a morirse. Uno podía morirse igual en un día de sol. Él podría morirse antes de que viniera su madre. Entonces iba a tener una misa de difuntos en la capilla como habían contado los compañeros que se hizo cuando había muerto Little. Todos los compañeros estarían en la misa, vestidos de negro, todos con cara triste. Wells también estaría allí pero ningún compañero querría mirarlo.
Luego de haber sido empujado a una fosa de lodo por un compañero del colegio llamado Wells, Stephen debe recuperarse en la enfermería bajo el cuidado del hermano Michael. Allí, presa de una imaginación activa y algo dramática, imagina esta escena de su posible entierro en caso de morir.
Stephen se hace una sutil referencia al remordimiento que sentiría Wells, aislado por sus propios compañeros que no pueden siquiera mirarlo, al caer en la cuenta de que por su culpa su compañero había muerto. Podemos observar en esa mención la influencia de la educación religiosa que está recibiendo el protagonista en el colegio jesuita de Clongowes, a través de las ideas de culpa, castigo y remordimiento. Asimismo, presenciamos en estas escenas uno de los primeros momentos en que su temperamento artístico, poético, y algo inclinado al ensimismamiento, sale a la luz en sus delirios febriles y en su prodigiosa imaginación.
¡Se me rompieron los lentes! ¡Un viejo truco de estudiantes! ¡Tiende al instante esa mano!
El Padre Dolan cree que Stephen miente con respecto a haber roto sus anteojos, y que dice esto tan solo para no hacer su tarea. Como castigo, le da palmetazos en las manos al inocente Stephen. Lo más sobresaliente de la escena es la magnitud de la injusticia que se comete contra Stephen (inclusive con la complicidad, a pesar de no estar plenamente de acuerdo con el castigo, del Padre Arnall). La novela retrata a un mundo adulto que no contiene a los niños que se encuentran solos, a la buena de Dios.
A veces se congregaba una fiebre dentro de él y lo llevaba a vagar solo a la tardecita a lo largo de la tranquila avenida (...). El ruido de niños que jugaban lo fastidiaba y sus bobas voces lo hacían sentir, con mayor agudeza que en Conglowes, que él era diferente de los otros. Él no quería jugar. Él quería toparse en el mundo real con la imagen insustancial que su alma contemplaba tan constantemente.
En este fragmento asistimos a la evolución del carácter artístico y solitario de Stephen. Se lo presenta como un joven propenso al aislamiento que, a su vez, posee un tipo de percepción del mundo que muy diferente al de su entorno. Una inquietud filosófica muy profunda lo moviliza a no quedarse quieto jamás y a no conformarse con lo que el escenario a su alrededor le ofrece. Esta cita constituye una antesala del final del libro, en que el protagonista decide partir en busca de nuevas experiencias.
Un abismo de la fortuna o de temperamento lo separaba de ellos. Su mente parecía más vieja que la de ellos: brillaba fríamente sobre sus conflictos y felicidades y arrepentimientos como una luna sobre una tierra más joven. Ninguna vida o juventud bullía en él como había bullido en ellos. Él no había conocido ni el placer de la camaradería con otros ni el vigor de la ruda salud masculina ni la piedad filial.
Stephen se siente completamente desconectado de su padre y sus amigos, que beben cerveza y se comportan como buenos camaradas. En el interior del protagonista se establece una comparación que marca la distancia de espíritu entre él y los demás, lo cual también es un indicio de su recorrido personal por fuera del ámbito de la familia, al distanciarse, en primer lugar, del padre. Parece ser que la principal diferencia radica en un tipo de temperamento, que conduce a experiencias de muy diversa índole en uno y otro caso.
Stephen se inclina hacia la contemplación, mientras que su padre y amigos lo hacen hacia la acción. El primero luce más desamorado, más apático, mientras que los segundos aparecen más pasionales y entregados al movimiento de la vida.
Y a cada paso tenía miedo de estar muerto ya, de que le hubieran arrancado el alma de la envoltura del cuerpo, de estar sumergiéndose de cabeza a través del espacio (...). Cada palabra era para él. Era verdad. Dios era todopoderoso. Dios podía llamarlo ahora, llamarlo mientras él estaba sentado en su pupitre (...). Dios lo había llamado.
Este pasaje presenta la angustia del protagonista tras escuchar las palabras del Padre Arnall en el Retiro de San Javier. Stephen se encuentra arrepentido de sus pecados, aterrorizado por su alma, pero siente que aún tiene tiempo de confesarlos y así liberarse.
Durante sus últimos años de colegio, Stephen vivirá atormentado por la supuesta suciedad de su proceder frente al deseo de la carne. Siente la pesadez y la tristeza de haber andado por un camino del que no podrá salirse. Sin embargo, en esta cita podemos percibir un pequeño renacimiento de su esperanza, una renovación de su fe al pensar que es llamado por Dios.
Esta mañana nos esforzamos, en nuestra reflexión sobre el infierno, por hacer lo que nuestro santo fundador llama en su libro de ejercicios espirituales la composición de lugar. Esto es, nos esforzábamos por imaginar con los sentidos de la mente, en nuestra imaginación, el carácter material de ese lugar espantoso y de los tormentos físicos que soportan todos los que están en el infierno.
Este fragmento pertenece a la extensa predicación que el padre Arnall realiza para los alumnos con motivo del Retiro de San Javier. Al hablar de los ejercicios de "nuestro santo fundador", se refiere a los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. Este ejercicio es uno para el cual Stephen parece ser idóneo: su capacidad imaginativa es tal que los tormentos del infierno, relatados por Arnall, han calado profundo en su psiquis. De este modo, parte del tormento que siente el joven tiene que ver con que ha llevado a cabo el ejercicio de modo impecable y casi que ha vivenciado los horrores del infierno gracias a su creatividad imaginativa.
Él nunca iba a balancear el turíbulo frente al tabernáculo como cura. Su destino iba a ser elusivo del orden social o el religioso. La sabiduría del llamamiento del cura no lo había tocado en lo más vivo. Él estaba destinado a aprender su propia sabiduría aparte de los otros o aprender de la sabiduría de los otros en las asechanzas del mundo.
El rector del colegio le ha ofrecido a Stephen ingresar en la Orden de los Jesuitas y participar así de la educación en su colegio. Lo ve tan entregado a la tarea religiosa, tan devoto y cumplidor, que lo insta a incorporarse.
Luego de reconocer internamente que, tiempo atrás, había deseado convertirse en sacerdote, Stephen se da cuenta de que le resulta intolerable imaginarse despertando en los claustros, con el rostro gris y sin vida que poseen los demás clérigos y padres que él conoce. Asimismo, su espíritu le pide explorar la vida, recorrer nuevos caminos, descubrir y experimentar, por lo que decide, tras escuchar profundamente su verdadera intuición, rechazar la oferta del rector y lanzarse a las asechanzas del mundo. Sabe, también, que "las asechanzas del mundo eran los caminos del pecado" y que "él caería" (p.192). Sin embargo, en este momento se encuentra completamente determinado a encarar ese rumbo con coraje.
¡Oh, vida! Voy por millonésima vez al encuentro de la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi alma la conciencia increada de mi raza.
Esta frase corresponde al final del libro. En una entrada de diario que Stephen lleva desde hace unos días, leemos su decisión de partir, de irse en busca de la libertad que tanto anhela. El protagonista ha crecido. Recorrimos junto a él desde su niñez hasta el inicio de la adultez. Se abre ahora un camino nuevo, lejos de la moral religiosa, la familia e Irlanda.
La frase, además, es tomada, como bien dijimos, de una entrada de diario. Esto da cuenta de que el formato del texto ha cambiado radicalmente. El género del diario íntimo brinda la pauta de que, finalmente, Stephen toma la voz en la novela.