El paso del tiempo y sus estragos
Este tema, característico del periodo barroco, es fundamental a lo largo de toda la obra.
En los “sonetos de la procreación”, el yo lírico le suplica fervientemente al justo joven que encuentre una mujer que dé a luz a su hijo. Solamente así podrá conservar su belleza para la posteridad. En el “Soneto II”, el yo lírico afirma:
Cuando cuarenta inviernos pongan sitio a tu frente
y excaven hondos surcos en tu bella pradera (…)
Al preguntarte entonces qué fue de tu tesoro (…)
si responder pudieras: ‘Este hermoso capullo
resumirá mi cuenta, salvará mi vejez
probando que su garbo por sucesión es tuyo
(p. 27).
El poeta lamenta los estragos del tiempo y sus efectos perjudiciales sobre la belleza del justo joven. Pretende combatir lo inevitable instándolo a legar su belleza como si, de este modo, se pudiera engañar al Tiempo. Este es, precisamente, nombrado con mayúscula por el yo lírico, como si fuera una persona y no una entidad abstracta. Suele aparecer acompañado por el adjetivo “tirano”.
A partir del “Soneto XVIII”, el yo lírico abandona esta estrategia contra el Tiempo e intenta combatir los estragos que este genera en la belleza del justo joven a través de sus poemas: “De sombras no podrá muerte jactarse/ cuando en líneas te guarde edad futura” (“Soneto XVIII”, p. 43). Esas líneas, precisamente, son sus versos.
Sin embargo, el yo lírico rápidamente entiende que esta es una empresa imposible: “Pues si tus ojos describir pudiera/ y numerar en números tu encanto/ diría el porvenir: ‘Pluma embustera/ pues nunca el cielo se prodiga tanto’” (“Soneto XVII”, p. 43).
Ahora bien, el tema va más allá del amor que siente el yo lírico por el justo joven. Hay varios sonetos en los que se refiere a los estragos que genera el paso del tiempo en él, y no en el justo joven o en la dama oscura. Por ejemplo, el “Soneto LXII”: “Pero cuando el espejo me muestra tal cual soy/ golpeado y rajado por curtida vejez/ entiendo lo contrario del amor a mí mismo/ y amar de esta manera sería iniquidad” (p. 91).
Algo que queda bien en claro en estos versos es que, para el yo lírico, los estragos del paso del tiempo tienen una conexión directa con la posibilidad de amar. El yo lírico solo puede amar lo bello, y el paso del tiempo destruye la belleza. Por lo tanto, el paso del tiempo le impide al yo lírico amar. En el ejemplo citado, incluso, deja de amarse a sí mismo.
La belleza es el ideal supremo del yo lírico, y el paso del tiempo su némesis. En los sonetos dedicados a la dama oscura, pone lo bello por encima del goce. Siente culpa al no poder evitar tener relaciones sexuales con la dama oscura, pues considera que en ese acto derrocha energía vital y pierde belleza. Incluso, el yo lírico le exige a la dama oscura que cultive su interior y abandone la lujuria. Ese es el único modo en que podrá mantenerse bella, a salvo del paso del tiempo: “… muerta la muerte ya no habrá más quien muera” (“Soneto CXLVI”, p. 171).
El amor platónico vs. el deseo carnal
La división entre los sonetos del justo joven y los de la dama oscura es también una división entre dos formas de atracción interpersonal. Si bien el yo lírico manifiesta un profundo amor, tanto por el justo joven como por la dama oscura, estos enamoramientos son de una naturaleza absolutamente opuesta.
Los sonetos dedicados al justo joven no tienen referencia alguna a la sexualidad, sino que se concentran en el ideal de la belleza. Incluso, en el “Soneto XX”, refiriéndose a la masculinidad del justo joven, el yo lírico afirma: “A ti te dio, a mí me ha despojado/ dándote un don inútil a mi parte” (p. 45). Ese “don” es el sexo del justo joven, que al yo lírico le resulta “inútil”. Su amor carece de toda atracción sexual, es absolutamente platónico.
El concepto de “amor platónico” nace precisamente de los diálogos de Platón expuestos en El banquete. Se trata de un amor que carece de lazos sexuales o románticos. Aquel que ama platónicamente solo desea poder contemplar la belleza de su amado, sin necesidad de tener una relación física con él. La cultura de la antigüedad clásica es fundamental durante el Renacimiento. En los Sonetos, Shakespeare alude una y otra vez tanto a diferentes mitos como a conceptos o ideas de dicha época.
Por su parte, los sonetos dedicados a la dama oscura están llenos de imágenes sexuales que demuestran la carnalidad del vínculo entre ella y el yo lírico. Por ejemplo, en el “Soneto CXXXI”, este afirma: “Cuando pienso en tu rostro, mil gemidos/ saliendo sin cesar son argumento/ de que tu oscuro es bello a mis sentidos” (p. 157).
Ahora bien, el yo lírico no considera que estos amores sean diferentes e igualmente valiosos, sino que pone al amor platónico muy por encima del deseo carnal. En ningún momento, ni siquiera cuando sufre el abandono, se arrepiente de haber amado al justo joven. Todo lo contrario sucede con la dama oscura: el yo lírico lamenta sentir lo que siente por ella aun siendo correspondido, algo que nunca sucede con el justo joven. Lamenta la carnalidad de su vínculo con ella. Su amor está atravesado por la culpa. La considera un mal inevitable, una atracción hacia la oscuridad de la que no puede escapar.
En definitiva, a través de los sonetos, el yo lírico realiza una especie de travesía desde la pureza de su amor por el justo joven hasta la degradación del vínculo carnal que tiene con la dama oscura. Sobre el final de la obra, el ideal del amor platónico renacentista se destruye y cede a las pasiones físicas, características del periodo barroco.
La poesía
Una de las características distintivas de la estética barroca que aparece reflejada en los Sonetos de Shakespeare es la reflexión metaartística, es decir, sobre el arte mismo. En este caso, dicha reflexión es metaliteraria o, si se es más preciso aún, metapoética: la poesía de Shakespeare reflexiona acerca de la poesía.
El punto de partida para que esto suceda es que el yo lírico declara dentro de los sonetos su condición de poeta. Es importante detenerse aquí brevemente para despejar cualquier confusión: siempre debe diferenciarse al yo lírico, la voz de los sonetos, del autor que los escribe. El yo lírico no es necesariamente, como sí lo es en este caso, poeta. Es útil pensar que el yo lírico es un personaje y, por ende, aunque esté hablando poéticamente, puede ser un abogado, un maestro, o un extraterrestre si el autor así lo desea. Es más, lo más común es que ni siquiera se sepa qué profesión tiene o cuál es su nombre. En este caso puntual, el yo lírico es un poeta.
Su primera reflexión metapoética aparece en el “Soneto XVII”, el último de los “sonetos de la procreación”. Allí el yo lírico, de diversos modos, afirma que nadie creerá en los versos que él pueda escribir acerca de la belleza del justo joven, pues esta es imposible de describir con fidelidad. Le exige, entonces, que tenga un hijo para que su belleza continúe existiendo. Tras este soneto, el yo lírico cambia de estrategia: deja de exigirle al justo joven que tenga un hijo y decide eternizar su belleza con versos. Entonces, en esta parte, y a través de su yo lírico, Shakespeare reflexiona acerca de los alcances de la poesía: ¿es realmente posible representar fielmente aquello que se ve a través de la palabra escrita?
El yo lírico, envuelto en este dilema, expande su reflexión más allá de sus versos y se compara con el resto de los poetas, sin nombrar a ninguno en particular. El “Soneto XXI” es clave en relación con este punto. Allí, el yo lírico critica el modo pomposo en que los demás poetas intentan representar la belleza. Sobre todo, les critica que, en su representación, abusen de las comparaciones con elementos de la naturaleza.
Este recurso estilístico es característico del Renacimiento. En los Sonetos de Shakespeare, la estética renacentista vigente convive en tensión con la naciente estética barroca. En el Renacimiento, la poesía estaba dominada por el petrarquismo. Los sonetos shakesperianos pueden enmarcarse, en líneas generales, dentro de esta escuela poética, aunque Shakespeare, como ya veremos, introduce variantes al petrarquismo clásico: critica ciertos recursos, e incluso modifica su forma (ver “El soneto shakespeariano” en esta misma guía).
La importancia de la poesía como tema dentro de los Sonetos se incrementa a partir de la aparición del poeta rival, quien roba la atención del justo joven. Atravesado por los celos, el yo lírico es profundamente crítico del modo en el que escribe el poeta rival. Le critica la grandilocuencia de sus versos, la pompa, y se distingue de él afirmando que sus versos son humildes, carecen de charlatanería y no caen en el facilismo poético de repetir expresiones poéticas trilladas. Al criticar al poeta rival, el yo lírico, en definitiva, está criticando la falta de originalidad del petrarquismo.
Ese distanciamiento con dicha estética aparece con total claridad en el “Soneto CXXX”, dedicado a la dama oscura, que, precisamente, empieza negando una comparación típica del petrarquismo: “No son soles los ojos de mi amada” (p. 155). Este soneto es prácticamente un manifiesto en contra de la idealización petrarquista y la constante comparación que esta supone entre la persona amada y los elementos de la naturaleza, sobre todo con el sol. En este mismo soneto, el yo lírico afirma además que su amada no es ninguna diosa, sino una mujer totalmente terrenal.
Por supuesto, a este distanciamiento se le puede criticar que, en la primera parte, el yo lírico suele caer en aquello que, justamente, critica. Utiliza numerosas referencias naturales para describir la belleza del justo joven, y lo idealiza como si fuera un dios. Es ingenuo, o al menos poco interesante, pensar que Shakespeare no advirtió esta contradicción dentro de su obra. Más interesante es postular que Shakespeare decidió construir un yo lírico típicamente renacentista y petrarquista que, con el paso de los sonetos y sus constantes frustraciones amorosas con el justo joven, va perdiendo la fe en ese tipo de poesía dedicada a lo ideal, y se va alejando y marcando sus diferencias críticas hasta convertirse en un poeta que solo cree en lo terrenal.
La pérdida de la razón
A medida que pasan los sonetos, el yo lírico va perdiendo la razón. En el comienzo de la obra, es un sujeto totalmente racional. Ni siquiera el inmenso amor que siente por el justo joven le hace perder la cordura. Su idealismo platónico le permite amarlo desde la contemplación, sin poner en juego su deseo, sus sentidos. Ama desde la mente, desde el corazón (recordemos que, en el Renacimiento, el corazón no es aún un símbolo del amor apasionado, como sí lo es luego de este período).
La pérdida de la razón, sin embargo, aparece junto a los desengaños amorosos. El yo lírico, con el paso de los sonetos, va perdiendo el amor del justo joven, quien termina reemplazándolo por el poeta rival. ¿Cómo aparece representada la pérdida de la razón? A través del desdoblamiento: el yo lírico siente, de manera creciente, que sus ojos y su corazón están enfrentados, lo que equivale a decir que sus sentidos y su razón van en direcciones opuestas.
Mientras el yo lírico tiene la posibilidad de admirar al justo joven, todo parece estar bajo control. Sin embargo, a partir del “Soneto XXIII” comienza la ruptura de la relación y los problemas internos se desatan. Los ojos comienzan a reclamarle al yo lírico que admire al justo joven. El corazón y la mente, por otro lado, intentan aferrarse a la certeza de que el amor por él es un ideal que vive dentro del alma y que no precisa de la contemplación sensorial para hacer dichoso al yo lírico.
Este, durante muchos sonetos, lucha por mantener el control de sí mismo, pero finalmente pierde. Tras la despedida definitiva al justo joven en el “Soneto LXXXVII”, el yo lírico comienza a divagar y a vivir en la ilusión, fuera de sí. El soneto más claro al respecto es el “Soneto CXIII” en el que afirma que todo lo que ve, ya sea la montaña o el mar, un rostro dulce u horrible, toma la forma del justo joven. Los ojos, los sentidos, le han ganado la batalla a la razón.
Entonces aparece la dama oscura y el yo lírico se entrega al amor carnal, al deleite sensorial. Aún la razón sigue luchando dentro de él, lo hace sentir culpable por deleitarse con el goce sexual, por amar desde los sentidos, pero la atracción es irresistible. La dama oscura, además, es un ser lujurioso que le es infiel, lo que le hace perder aún más la razón.
La sexualidad
La sexualidad aparece en la obra junto a la dama oscura. Antes de su aparición, el yo lírico ama platónicamente al justo joven. El amor por la dama oscura, por el contrario, es absolutamente carnal. La alusión explícita al sexo es una característica muy particular y rupturista de los Sonetos de Shakespeare, porque tradicionalmente, en la estética petrarquista, el amor siempre era platónico.
Lo interesante es que, si bien Shakespeare introduce la sexualidad en sus sonetos, esta no aparece desligada del ideal platónico. El yo lírico en ningún momento puede disfrutar del goce sexual porque su razón, ligada al ideal platónico, constantemente le advierte que está derrochando energía de forma banal, que se está degradando, nutriéndose de muerte.
En otras partes de la guía hemos afirmado que los Sonetos de Shakespeare se enmarcan dentro de la estética petrarquista aunque introducen variantes renovadoras (ver “El soneto shakespeariano”). La aparición de la sexualidad es, sin dudas, una de estas variantes que modifican la estética, pero no la abandonan, así como el ideal platónico no abandona (ni deja de castigar) al yo lírico, ni siquiera en el momento del goce.
El egoísmo
El egoísmo está presente tanto en las dos personas amadas por el yo lírico como en él mismo. Es un tema preponderante, sobre todo en los “sonetos de la procreación”.
En estos, el yo lírico acusa al justo joven de ser egoísta con su propia belleza al no procrear (su idea es que si el justo joven procrea, el hijo heredará su belleza). Según el yo lírico, el egoísmo del justo joven atenta no solo contra él, sino contra toda la humanidad: “Apiádate del mundo, o con tu gula aleve/ tragarás con tu tumba lo que al mundo se debe” (“Soneto I”, p. 27).
En esta primera parte del libro, el yo lírico ama más la belleza del justo joven que al joven mismo. Los reclamos y las amonestaciones están cargadas de su propio egoísmo. El yo lírico, prácticamente, no considera a su amado un sujeto con vida propia, sino un objeto nacido para que él y el resto del mundo lo admiren. Luego, cuando aparezca en escena el poeta rival, los celos volverán al yo lírico aún más egoísta, y ya no avalará esta idea de que la belleza del justo joven debe ser admirada por todos, sino que la querrá solo para él.
En los sonetos dedicados a la dama oscura también aparece el egoísmo. En este caso, el yo lírico le reprocha a su amada que no le sea fiel y tenga relaciones sexuales con otros hombres, privilegiando su propio placer. La amonesta y le advierte que ese egoísmo promiscuo la llevará a la muerte. Sin embargo, el yo lírico forma parte de esos hombres con los que ella goza. Aquí también él es egoísta: considera que el goce llevará a su amada a la tumba, la amonesta por ello, pero él mismo goza teniendo relaciones con ella.
La belleza
Desde el primer soneto hasta el “Soneto XXVII”, en el que el yo lírico se despide del justo joven y comienza a sufrir su desamor, la belleza es el ideal perseguido por el poeta. Tanto en los “sonetos de la procreación” como en los que se intenta eternizar al joven en sus versos, el yo lírico ama su belleza como si esta fuera una entidad independiente, autónoma. La ama más de lo que ama a él. Su preocupación fundamental es que esta belleza sea eterna. Intenta convencer al justo joven de que tenga un hijo (dando por hecho que este heredará esa belleza), y luego intenta eternizar su belleza a través de sus versos. En ambos casos, falla.
El yo lírico comienza los Sonetos en consonancia con el pensamiento renacentista. Su amor es platónico y, por ende, está desligado de lo carnal. Sin embargo, a través de los poemas, la belleza se va desdibujando como un ideal y va tornándose cada vez más material. Los ojos del yo lírico vencen a su corazón: este va perdiendo su lógica renacentista y se va volviendo cada vez más terrenal. La pasión vence a la razón. El pensamiento barroco, que tiene como una de sus características la exaltación de los sentidos, se impone así sobre el pensamiento renacentista. La materialización definitiva de la belleza aparece representada en la dama oscura: una mujer promiscua que atrae al yo lírico desde lo sexual.
El idealismo de la belleza del justo joven, que es comparado con un día de verano, se transforma en la materialidad de la belleza de los gemidos de la dama oscura: “Si a un día de verano te comparo/ tú eres más templado y placentero” (“Soneto XVIII”, p. 43); “Y para dar certeza al juramento/ cuando pienso en tu rostro, mil gemidos/ saliendo sin cesar son argumento/ de que tu oscuro es bello a mis sentidos” (“Soneto CXXXI”, p. 157).