¿Y quién negará que, sea como sea, no convenga mucho más ofrecer [consuelo] a las bellas señoras que a los hombres? Ellas, en sus delicados pechos, por temor o por vergüenza, tienen las amorosas llamas ocultas, que quienes las han probado saben cuán mayor fuerza poseen que las visibles; y además, obligadas por los deseos, los gustos, los mandatos de sus padres, de sus madres, de sus hermanos y de sus maridos, pasan la mayor parte del tiempo encerradas en el pequeño recinto de sus alcobas, sentadas y ociosas, queriendo y a la vez no queriendo, y cavilando sobre diversos pensamientos que no siempre pueden ser alegres. […] Ellos, si alguna tristeza o pensamiento penoso les aflige, tienen muchas maneras de aliviarlo o superarlo, ya que a ellos, si quieren, no se les priva de ir de un lado a otro, de ver y oír muchas cosas, practicar la cetrería, cazar, pescar, cabalgar, jugar o comerciar; por cuyos medios todos logran distraerse.
En este fragmento del proemio, el autor del Decamerón explica por qué ofrece sus cuentos como consuelo para el género femenino, contrastando su rol y ubicación en la sociedad con los del género masculino. Si bien los dos géneros pueden sufrir por amores, los hombres tienen mucha más libertad para realizar actividades vinculadas con el mundo exterior que los distraigan, ya sea deportivas, lúdicas o laborales, mientras las mujeres deben soportar el encierro y el ocio, padeciendo tanto la inactividad como las pasiones que el pudor obliga a ocultar. Aunque con esta reflexión Boccaccio realiza una crítica al sometimiento de la mujer al espacio de lo privado, esto no quiere decir que su obra pretenda modificar esto, sino que se concibe como un entretenimiento paliativo para esta norma social. De hecho, cuando el Decamerón finaliza con el regreso de los jóvenes a la ciudad, los hombres y las mujeres del grupo vuelven a sus lugares correspondientes en el entramado social: “los tres jóvenes, dejando a las siete señoras en Santa María Novella, de donde habían partido con ellas, despidiéndose de ellas, se fueron a otros placeres; y ellas, cuando les pareció bien, regresaron a sus casas” (p.1139).
Otros muchos […] sin encerrarse iban de un lado a otro, llevando en la mano unos flores, otros hierbas aromáticas y otros diversos tipos de especias, y se las llevaban con frecuencia a la nariz creyendo que era muy bueno tonificar el cerebro con esos olores, por la razón de que todo el aire parecía impregnado y maloliente por el hedor de los cuerpos muertos y de las enfermedades y de las medicinas. Algunos eran de parecer más cruel, aunque fuese tal vez más seguro, diciendo que no había una medicina mejor ni tan buena contra la peste que el huir de delante de ella, e impulsados por este razonamiento, sin ocuparse de nada más que de sí mismos, muchos hombres y mujeres abandonaron su propia ciudad, sus propias casas, sus posesiones, a sus parientes y sus cosas, y buscaron las ajenas, o al menos al campo, como si la ira de Dios para castigar las iniquidades de los hombres con aquella pestilencia no fuese a caer donde estuviesen, sino que, excitada, fuese a azotar solamente a los que se encontraban dentro de las murallas de su ciudad, o como si pensasen que no iba a quedar nadie en ella y que había llegado su última hora.
En este fragmento de la descripción que realiza Boccaccio de la peste negra, aparece una imagen olfativa, la del hedor que impregnaba a la ciudad de Florencia, proveniente de los cuerpos muertos, de las enfermedades y de los varios medicamentos que buscaban, sin éxito, apalear la epidemia. El intento de algunos de acudir a olores agradables para contrarrestar la pestilencia es una muestra de la ignorancia de la población respecto de cómo se podía evitar el contagio.
Asimismo, vemos en este fragmento una denuncia del autor a la actitud cruel de quienes huían de la peste abandonando todo tras de sí, tanto bienes y posesiones como seres queridos. Este comportamiento habla del estado de caos y desacociación que reinaba en la ciudad. Boccaccio ironiza sobre quienes creían que saliendo de los límites de la ciudad podían salvarse, lo cual podría resultar paradójico, porque es exactamente lo que hacen los jóvenes de su historia para escapar de la peste. Sin embargo, el grupo decide irse cuando ya no queda nada por rescatar en la corrompida ciudad. Pampinea, como se ve en la próxima cita, justifica su salida no solo como una forma de alejarse de la muerte, sino también “de los deshonestos ejemplos ajenos” (p.127) y del abandono de los demás.
Allí se oyen cantar los pajarillos, se ven verdear las colinas y los llanos, y los campos de mieses ondear como el mar, y unas mil especies de árboles, y el cielo más abiertamente, que, aunque esté aún enojado, no por ello nos niega sus bellezas eternas, que son mucho más bellas de contemplar que las murallas vacías de nuestra ciudad; y allí, además, el aire es mucho más fresco y hay más abundancia de esas cosas que son necesarias para la vida en estos tiempos, y es menor el número de molestias. Por lo que, aunque allí mueran los campesinos como aquí los ciudadanos, el disgusto es menor porque las casas y los habitantes son menos que en la ciudad. Y aquí, si no me equivoco, nosotras no abandonamos a nadie, sino que con razón podemos decir que más bien hemos sido abandonadas; porque los nuestros, al morir o al huir de la muerte, nos han dejado solas en esta aflicción como si no les perteneciéramos. No hay, pues, nada de reprochable en seguir tal consejo; y no siguiéndolo podría sobrevenirnos dolor y tristeza y tal vez muerte.
En el discurso que realiza Pampinea para convencer a las otras seis mujeres de resguardarse de la peste en una de sus posesiones en el campo, se justifica lo que el propio autor del Decamerón podría haber reprochado, diciendo que, al irse, no estarían abandonando a nadie, sino tomando una decisión de salvarse frente el abandono de los demás. También muestra que no tiene una visión ilusa del campo como lugar al que no podría llegar la peste, sino que razona que allí hay menos personas y, por lo tanto, es menos factible el contagio. La de Pampinea es la primera mención del locus amoenus en el que permanecerán los diez jóvenes durante su aislamiento en el campo. Su descripción del campo evoca imágenes visuales (campos verdes, variedad de árboles), sonoras (el cantar de los pájaros) y táctiles (aire fresco), que contrastan con la imagen inhóspita de las murallas vacías de la ciudad.
—Ahora dime, hijo mío, y que Dios te bendiga: ¿alguna vez has dicho algún falso testimonio contra alguien o dicho mal del prójimo o quitado cosas ajenas sin consentimiento de su dueño?
—Desde luego que sí, señor –respondió micer Ciappeletto—he hablado mal de los demás; porque tuve un vecino mío que, con la mayor injusticia del mundo, no hacía más que pegar a su mujer, por lo que una vez hable mal de él a los parientes de esta, tanta pena me produjo aquella pobrecilla, a la que, cada vez que había bebido demasiado, la dejaba como solo Dios sabe.
Esta parte del diálogo que mantienen el fraile y Ciappelletto cuando este se confiesa en el lecho de su muerte ejemplifica bien el modo en que el segundo engaña al primero. Su estrategia es anticipar que ha cometido un pecado –en este caso, el de haber hablado mal del prójimo– para luego confesar que, en realidad, lo que ha hecho es un acto virtuoso, al mostrar piedad por una mujer que sufre los maltratos de su esposo. Esta es una de las cuantas mentiras que confiesa Ciappeletto para engañar al fraile y convertirse en un santo venerado después de muerto.
Bellísimas señoras, hay muchos hombres y mujeres que son tan necios que están convencidos de que, cuando a una joven se le pone en la cabeza la toca blanca y se le coloca encima la cogulla negra, que ya no es mujer ni siente más los femeninos apetitos, como si al hacerla monja se le hubiese hecho volverse de piedra; y si acaso oyen algo contra esa creencia suya, se enojan como si se hubiese cometido un grandísimo y depravado delito contra la naturaleza, sin pensar y sin querer considerar que ni a ellos mismos les puede saciar la plena libertad de hacer lo que quieran, y sin tener en cuenta la gran fuerza del ocio y de los estímulos.
En la breve presentación que realiza Filóstrato antes de dar inicio a su cuento sobre el labrador Masetto, quien finge ser sordomudo para acostarse con las monjas, aparece una crítica a la iglesia y a la moral cristiana, que condenan lo que se considera propio de la naturaleza humana: el instinto amoroso y el deseo sexual. Su reflexión apunta a cuestionar a aquellos que creen que con solo vestir los hábitos monacales ya es suficiente para reprimir los “apetitos concupiscibles” (p.359), que pueden ser estimulados por el ocio y los estímulos. Desde este punto de vista, al que adscribe Boccaccio, el tipo de vida enclaustrada y ociosa que soportan las monjas termina siendo un detonador para saciar los deseos naturales más fuerte que la plena libertad.
Pero sucedió, como les sucede a todos, que la buena señora pasó a mejor vida, y no le dejó a Filippo más que un hijo concebido de él, que tenía unos dos años de edad. Este quedó tan desconsolado por la muerte de su esposa como jamás nadie quedó al perder la cosa amada; y al ver que se había quedado sin esa compañía que más amaba, decidió firmemente no querer estar más en el mundo, sino entregarse al servicio de Dios y hacer lo mismo con su pequeño hijo.
En el cuento breve que Boccaccio narra desde su voz autoral para defenderse de las críticas a sus historias, un hombre llamado Filippo somete a su hijo a una vida de ermitaño, alejándolo de los placeres del mundo. No obstante, cuando su hijo lo acompaña una vez a tratar unos asuntos en la ciudad, Filippo no puede impedir que su hijo desee a las mujeres ni bien las ve. Esto, que se relaciona con el amor y el erotismo como deseos naturales al ser humano, no solo es una crítica de Boccaccio a las rigurosidades de la vida abocada a la religión: también pone de manifiesto una crítica al autoritarismo paterno. En el fragmento, vemos que Filippo toma la decisión de apartarse del mundo y llevarse a su hijo con él porque ha sufrido la pérdida de su mujer. En este sentido, tiene una actitud posesiva y controladora de su hijo como consecuencia de su dolor. Otro personaje que revela un comportamiento semejante al relacionarse con su hija es Tancredo, el príncipe de Salerno, que se muestra celoso de su hija Ghismonda al no querer casarla. En ambos casos, el padre no puede evitar que el amor y el apetito sexual de su hijo o hija puedan más que su control represivo.
¿Me han de reprender, me han de atacar, me han de lacerar [mis reprensores] a mí, cuyo cuerpo el cielo lo hizo todo apto para amaros y que desde mi adolescencia os consagré mi alma, viendo el poder de la luz de vuestros ojos, la suavidad de las palabras dulces y la llama encendida de los piadosos suspiros, si me agradáis o si me esfuerzo en agradaros, y especialmente considerando que vosotras antes que nada le agradasteis a un pobre ermitaño, a un jovencillo sin sentimiento, casi a un animal salvaje? Ciertamente que quien me reprende así no os ama y no desea ser amado por vosotras, como quien ni siente ni conoce ni los placeres ni el poder del deseo natural; y yo poco me preocupo por ello.
En esta otra parte de su defensa, Boccaccio se declara a sí mismo un amante del género femenino, que sabe interpretar todos los indicios del amor en las bellas señoras: el brillo en la mirada, la dulzura de las palabras, la pasión de los suspiros. Al comparar el agrado que le producen las mujeres con el interés que despertaron en el joven ermitaño de su relato, sugiere que sus sentimientos son tan naturales a su cuerpo y espíritu como lo son para quien ha vivido como un “animal salvaje”. Sin embargo, los suyos se han intensificado por haber conocido en el pasado los placeres del amor. Por eso pone especial esfuerzo en agradar a las mujeres y en ser correspondido, desestimando a quienes no actúan de la misma manera.
A Guiscardo no lo tomé por casualidad, como hacen muchas, sino que con deliberado consejo lo elegí sobre cualquier otro y con cauteloso pensamiento lo conduje a mí, y con sabia perseverancia mía y suya he gozado largamente de mi deseo. De lo cual parece que tú, además del pecado de amor cometido, atendiendo más a la vulgar opinión que a la verdad, me reprendes con más amargura, diciendo, como si no debieras haberte enojado si yo hubiese elegido a un hombre noble en vez de a éste, que me he unido a un hombre de baja condición; y no te das cuenta que así no reprendes mi pecado, sino el de la fortuna, que muy a menudo eleva hacia arriba a los indignos, dejando abajo a los muy dignos.
En este fragmento del discurso que realiza Ghismonda ante su padre, Tancredo, en defensa de su honra y alegando que ha actuado en consecuencia “con la grandeza de [su] ánimo” (p.487), ella afirma que el amor que la llevó a acostarse con Guiscardo está sostenido por las virtudes de su amado. Por eso, a pesar de que dice ser “de carne” (ibid.) y que, siendo joven y habiendo conocido el placer con su esposo fallecido, se encuentra “llena de deseo concupiscible” (ibid.), aquí lo que hace es afirmar que ha actuado siguiendo una elección hecha con cautela y poniendo su ingenio al servicio de concretar su amorío. Al mismo tiempo, enarbola la defensa de que la virtud y la dignidad no dependen de la condición social de quien posee estos atributos, y por eso reprocha a su padre que le acuse de acostarse con Guiscardo, como quien recrimina, no el pecado de la relación extramarital en sí, sino la baja condición de su amante, que nada tiene que ver, para ella, con su verdadero valor como hombre.
—Mi señor, yo siempre supe que mi baja condición no se amoldaba a vuestra nobleza de ningún modo, y lo que he sido con vos se lo agradecía a Dios y a vos, y como se me había regalado nunca lo hice o lo tuve como mío, sino que siempre lo consideré prestado; como queréis volver a tenerlo, pues debe complacerme y me complace devolvéroslo; aquí está vuestro anillo con el que me desposasteis, tomadlo. Me ordenáis que me lleve a la dote que traje; para hacerlo ni vos deberéis pagar ni yo necesitaré bolsa o bestia de carga, porque no se me ha olvidado que me tomasteis desnuda; y si juzgáis honesto que este cuerpo en el que he llevado a los hijos que vos habéis engendrado lo vean todos, yo me iré desnuda; pero, como premio a la virginidad que traje y no me llevo, os ruego que al menos una sola camisa además de la dote dejéis que pueda llevarme.
En estas palabras que pronuncia Griselda cuando Gualtieri la pone a prueba diciendo que no quiere ser más su esposo, y que se casará con otra mujer de mejor condición, se percibe el carácter virtuoso del personaje. Aunque la historia adscribe a la idea de que la virtud no depende de la condición social, el hecho de que Griselda así lo crea la convierte en una persona humilde y agradecida por el honor de haber sido esposa de Gualtieri. No muestra resentimiento ni rencor por el modo en que este le pide de regreso su anillo, y aunque menciona los hijos que tuvieron juntos, no reprocha que los haya mandado a matar, como le hace creer Gualtieri. No obstante, aunque acepta los deseos de su esposo, también muestra el sentido de la propia honra al pedir que se le otorgue una camisa para cubrir su desnudez. De esta manera, aunque sabe que nada posee, manifiesta su dignidad al hacer valer la virginidad que perdió, aunque solo sea solicitando una vestimenta que apenas la cubre de la mirada ignominiosa de la gente.
Nosotros, como sabéis, mañana hará quince días que para poder tener algún solaz para sostén de nuestra salud y de la vida, evitando tristezas, los dolores y las angustias, que se ven constantemente por nuestra ciudad desde que comenzó esta época de la peste, salimos de Florencia; lo cual, según mi opinión, lo hemos hecho honestamente, porque, si he sabido considerarlo bien, aunque hayamos dicho cuentos alegres y tal vez provocadores de la concupiscencia, y el continuo comer y beber bien y tocar y cantar (todo lo cual incita a las mentes débiles a cosas poco honestas), ningún acto, ninguna palabra, ninguna cosa ni por vuestra parte ni por la nuestra he visto que hubiese que reprender; continua honestidad, continua concordia, continua intimidad fraternal me ha parecido ver y oír.
Las palabras con las que Dioneo cierra la última jornada del Decamerón, proponiendo el regreso del grupo a Florencia, vuelven sobre la cuestión del efecto inmoral que podrían tener los cuentos, lo que Boccaccio trata en otras partes del libro pensando en el público lector. En este sentido, los personajes-narradores de la historia funcionan también como oyentes-lectores al interior del texto, que demuestran, con su ejemplo, que los relatos provocadores que contaron, así como los placeres a los que se entregaron, en ningún momento los hizo conducirse de forma poco honesta o virtuosa. Lo que Dioneo sostiene aquí es lo mismo que defiende Boccaccio en la conclusión final de la obra: que no es la literatura la que provoca el mal o lo inmoral, sino que el mal o lo inmoral proviene de quienes son viles o débiles de mente y hacen un uso incorrecto de la literatura.