Resumen
Pánfilo comienza su relato con una reflexión sobre la gracia de Dios, que le da fuerza al ser humano para sobrellevar la angustia y el dolor que producen las cosas transitorias y mortales. Esta gracia, dice, llega a través del ruego a los hombres que han sido santificados, aunque puede ocurrir a veces que se elija mal al santo que se reza, haciendo de intermediario a quien “ha sido arrojado por [su majestad] al destierro eterno” (p.140). Sin embargo, Dios atiende más a la pureza de la plegaria que a la pureza de aquel a quien se ruega. Esto se manifiesta en el cuento que va a relatar.
Musciatto Franzesi era un rico mercader que necesitaba resolver unos negocios enmarañados con los borgoñenses, hombres conflictivos, de mala condición y desleales. Para ello, decidió acudir al hombre más malo que conocía, micer Cepparello, al que también llamaban Ciappelleto. Se lo describe como un hombre en exceso inmoral y adicto a cualquier tipo de vicio. Musciatto le pidió que se encargara de esto a cambio de procurarle el favor de la corte y de entregarle lo que cobre. Ciappelleto, que se encontraba desocupado y mal provisto de bienes materiales, aceptó y se fue a Borgoña, donde nadie lo conocía, para hacer el trabajo. Se hospedó en casa de dos hermanos florentinos usureros y empezó a hacer lo que le habían encargado.
Mientras se encontraba allí, Ciappelleto enfermó de muerte. Los hermanos no sabían qué hacer con él, porque no podían echarlo en esas condiciones, y porque sabían que por la vida inmoral que llevaba no iba a querer confesarse, y, si lo hiciera, de todos modos no sería aceptado por la Iglesia y sería enterrado en alguna fosa fuera de la ciudad. Esto provocaría que la gente de la ciudad los tuviera a ellos en peor estima de la que ya los tenían por su profesión, y terminarían robándoles o incluso matándoles. Al escuchar esto, Ciappelleto les dijo que no se preocuparan, y que trajeran a la casa al más santo de los frailes.
Cuando el fraile llegó a la casa, Ciappelleto empezó a engañarlo diciendo que solía confesarse por lo menos una vez por semana, aunque no lo había hecho nunca en su vida. Luego le pidió que lo hiciera confesar preguntándole todo lo necesario. El fraile empezó preguntándole por los pecados de la lujuria, de la gula y de la avaricia. Ciappelleto confesaba diciendo que era virgen, que a veces disfrutaba demasiado el agua o las hierbas con las que cortaba su frecuente ayuno, y que, habiendo nacido rico, había dado la mayor parte de sus bienes a limosna, y que de sus prósperos negocios había dado siempre la mitad a los pobres de Dios.
Todo esto gustó mucho al fraile, que después le preguntó si alguna vez se había dejado llevar por la ira, al punto de hacerlo cometer algún homicidio o decir alguna injuria. Ciappelleto respondió que solo se enojaba con quienes no observaban los mandamientos de Dios y que, si hubiera tenido algún pensamiento pecaminoso como los que mencionó el fraile, no habría tenido el amparo y el consentimiento que siempre tuvo de Dios. Luego, el religioso le preguntó si alguna vez dio falso testimonio de alguien o si habló mal del prójimo, y también si engañó alguna vez a alguien, como lo suelen hacer los mercaderes. Ciappelleto admitió que una vez habló mal de un vecino que maltrataba a su esposa y que en una ocasión se quedó, sin querer, con unas pocas monedas que intentó devolver hasta que decidió darlas a limosna.
Así, después de que el fraile le hizo algunas preguntas más que el moribundo contestaba del mismo modo, vino el momento de la absolución. Pero antes Ciappelleto quiso confesar algunos pecados más: que una vez hizo trabajar a su criado pasada la hora de la tarde del sábado en la que se debe empezar a prepararse para la reverencia del domingo, y que una vez, sin darse cuenta, escupió en la iglesia. El fraile le dijo que estas eran infracciones muy leves, y que los religiosos muchas veces escupían en la iglesia. Ciappelleto reprobó que así lo hicieran, “porque nada hay que tener más limpio que el santo templo, donde se ofrece sacrificio a Dios” (p.151). Ciappelleto tenía un último pecado para confesar, fingiendo que lo afligía tanto que no podía parar de llorar. Finalmente, confesó que cuando era chico había maldecido una vez a su madre. El fraile le aseguró que con tamaño arrepentimiento, Dios hasta lo habría perdonado si hubiese sido uno de los que lo sacrificó. Luego lo absolvió y le dio su bendición, teniéndolo por hombre santísimo. Mientras esto ocurría, los dos hombres escuchaban del otro lado de la alcoba, conteniendo la risa.
Al poco tiempo, Micer Ciappelleto comulgó, recibió la extremaunción y murió. Fue sepultado honrosamente en el convento de aquel fraile, que les mostró a los otros clérigos lo santo que había sido aquel hombre según su confesión, que creía verdadera. Casi toda la gente de la ciudad acompañó el proceso fúnebre hasta la iglesia. Luego, el fraile dio un oficio, en el que predicó cosas maravillosas sobre Ciappelleto, a cuyo cuerpo se acercaban con devoción los fieles. Después de ser sepultado, las personas seguían acudiendo a la iglesia para venerarlo y hacer votos en su nombre. Fue tal la fama que obtuvo que se convirtió en San Ciappelleto, por quien Dios hizo muchos milagros. Así termina el relato, en el que Pánfilo reconoce la benignidad de Dios, que sin mirar en el error, sino en la pureza de la fe, escucha los rezos de las personas a San Ciappelleto como si acudieran a alguien “verdaderamente santo como mediador de su gracia” (p.156).
Análisis
De la misma manera en la que Boccaccio inicia el Decamerón con una reflexión general sobre un determinado aspecto de la condición humana, así comienza el primer relato de la obra, narrado por Pánfilo, con una reflexión que orienta la interpretación de la historia. Aunque el cuento de San Ciappelleto es un cuento de humor en el que ocurren actos inmorales, la conclusión a la que se llega, y que el narrador anticipa, transmite un mensaje piadoso sobre la gracia divina. De esta manera, el relato-marco busca aminorar el carácter blasfemo del relato enmarcado.
El contexto del cuento de Pánfilo nos ubica en una situación relacionada con asuntos de negocios, que podía interesar particularmente a la burguesía mercantil, lectora contemporánea del Decamerón. Existen documentos que prueban la existencia de los personajes de esta historia, Musciatto Franzesi y Micer Cepparello de Prato, que podrían haber sido personalidades conocidas de la sociedad florentina. El doble nombre que tiene Cepparello, al que llaman también Ciappelleto por un juego de palabras con la palabra “guirnalda” (chapelet en francés), anticipa la doble identidad del personaje, una identidad verdadera que el lector conoce, y una falsa que el personaje florentino le muestra al fraile. Es este conocimiento lo que produce comicidad en la historia y lo que transmite la ironía de que el inmoral Cepparello se termine convirtiendo en el Ciappelleto santificado.
La descripción de Ciappelleto lo caracteriza como una persona irremediablemente ruin, un hombre que disfrutaba de dar falsos testimonios y que “sentía un especial placer, y ponía un gran empeño, en provocar entre amigos y parientes y cualquier otra persona malentendidos y enemistades y escándalos” (p.142). También se lo describe como un hombre promiscuo, aficionado a las mujeres y “de lo contrario” (p.143), en alusión a que realizaba actos sexuales con otros hombres, lo que en la época se consideraba un pecado, el de la sodomía. Bebedor, glotón, jugador, todo esto y más era Ciappelleto, que gozaba de participar en cualquier forma de acto criminal, incluso el asesinato. “Él era el peor hombre que tal vez jamás naciese” (p.143), sentencia el narrador.
Toda esta hipérbole de maldad se corona en el relato con el último de los actos inmorales de micer Ciappelleto: la falsa confesión. Desde el momento en que entra el “muy venerable” (p.146) fraile al lecho moribundo de Ciappelleto, este presentará una imagen de sí mismo completamente opuesta a la que nos ofreció el narrador, la del hombre más virtuoso de la tierra. Esto lo hace con astucia a través de un modo de confesarse particular: le miente al fraile diciendo que ha cometido pecados y mostrándose muy afligido y arrepentido por ello, para luego confesar, también mintiendo, que lo que ha hecho está lejos de considerarse un pecado, o que incluso manifiesta lo virtuoso que es, según su relato. Por ejemplo, cuando dice que ha cometido el pecado de la gula, en realidad está diciendo que es un frecuente ayunador que, “tras haberse fatigado o rezando o yendo de peregrinación” (p.147), disfruta de beber agua como si fuera vino. De esta forma, cuando parece que está por admitir un vicio, el vicio termina siendo una virtud, lo que genera efecto tanto en el fraile, que cada vez se convence más de su santidad, como en los usureros florentinos, que se divierten con el relato de Ciappelleto, personificando así dentro de la historia al público lector del Decamerón.
La confesión de Ciappelleto crece en mentiras que convierten sus vicios reales en virtudes falsas, hasta producir una inversión en la relación entre confesor y confesado. Tan santo y arrepentido parece Ciappelleto a los ojos del fraile, que el clérigo termina admitiendo algunas faltas leves que él y otros frailes han cometido, y que el falso penitente reprueba por considerarlas faltas graves para la moral inmaculada que dice tener. De este modo, cuando Ciappelleto confiesa que una vez escupió en la iglesia y el fraile le responde que “por eso no hay que preocuparse” porque los religiosos “[escupen] en ella constantemente” (p.151), Ciappelleto lo reprueba, diciendo que hacen “gran ofensa, porque nada hay que tener más limpio que el santo templo, donde se ofrece sacrificio a Dios” (ibid.).
La hipérbole del mal se convierte así en la hipérbole del bien, y en el absurdo de que la gente termine rezándole al más pecador de los santos. Paradójicamente, esta situación, que podría ser considerada un sacrilegio, le permite al narrador exaltar la benevolencia de Dios, que es capaz de escuchar las plegarias que sean honestas y sinceras, sin importar que se le rece a un santo falso.