Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
En el comienzo del cuento, el narrador hace una breve pero precisa descripción del espacio en el que tendrá lugar la historia. Se trata de Misiones, Argentina, donde el mismo autor, Quiroga, vivió durante buena parte de su vida.
El hecho de que el narrador haga hincapié en que es un día calmo, y que la naturaleza, personificada, está “plenamente abierta” (p.66), crea una atmósfera de tranquilidad y calidez veraniega en la que no parece que algo malo pueda ocurrir.
—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
—Sí, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
Este es el primer diálogo que tienen padre e hijo en el relato. El narrador da a entender que el niño carga con un arma y que su padre se preocupa. Después, sabremos que el niño sale de cacería. En el “ten cuidado, chiquito” se condensa toda la preocupación de un padre que, a su vez, permite que el hijo experimente la libertad por sí mismo. El hijo “comprende perfectamente” (p.66) el protocolo vinculado al arma y los reparos que debe tener.
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
En esta cita se revela que el padre es viudo, es decir, que el niño es huérfano de madre. El narrador no precisa cuándo ni cómo es que la mujer murió, pero se da a entender que sucedió hace mucho tiempo, ya que el hombre es quien crio al hijo sin ayuda de nadie y a pesar de sus escasas fuerzas físicas. También queda claro que la vida del padre se sostiene sobre una única fuente de “fe y esperanza” (p.67): su hijo.
Si resulta llamativo que el padre permita al niño ir a cazar por su cuenta, en esta cita se aclara al menos que tiene que ver con que el hombre necesitó generar confianza desde el primer momento en los pies y manos del hijo, en la propia destreza desde su primer “corto radio de acción” (p.67), debido a que él mismo es un hombre de escasas fuerzas y necesita que su hijo sepa valerse por sí mismo.
La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
El narrador describe por primera vez una alucinación que el padre tuvo tiempo atrás con respecto a su hijo. En ella, el padre ve cómo el niño muere producto de un accidente, mientras arregla su cinturón y accidentalmente golpea una de sus balas. Esta cita da la pauta de que el padre no está en sus cabales en todo momento, y que padece frecuentes alucinaciones.
En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.
El narrador deja asentado el pacto de confianza mutua que padre e hijo tienen. Si entre ellos nunca se engañan, se vuelve incomprensible que el hijo no regrese a la hora pactada como sucede más adelante. Sin embargo, el padre decide continuar con su espera y no repara en absoluto en un disparo que escuchó más temprano, ni en el hecho de que sus alucinaciones macabras, en este caso, podrían tener fundamento real.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
A medida que el tiempo pasa, el padre no puede dejar de pensar en la ausencia de su hijo. El hecho de que solo haya escuchado un disparo y hace mucho tiempo representa ahora, para él, una señal de mal augurio. Es verdad que desde aquel disparo nada se escucha en los alrededores, pero también es cierto que, al no acercarse nadie a su casa, es posible que no haya desgracia alguna para comunicar.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano... El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
El padre se desespera por la ausencia de su hijo y decide salir a buscarlo. La realidad es ahora “fría” (p.69) en este día de calor extremo. El narrador, focalizado en el padre, acompaña la desesperación del hombre: avanza por el monte, la suciedad y los alambrados, y no logra terminar bien las frases que se dice a sí mismo. Recorre una y otra vez los mismos sitios, mientras presagia una y otra vez la muerte del hijo.
—Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo. La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza.
—Pobre papá...
El narrador describe cómo finalmente el padre da con su hijo, que se encuentra extrañamente parado en mitad del monte. Es llamativo que lo nombre por primera vez como “la criatura” (p.70) y no como el hijo. El padre, agotado, fruto de los nervios y la desesperación, se deja caer sentado a los pies del hijo, que muestra compasión por el estado en el que se encuentra el hombre. Esta escena es de una alta carga dramática, y prepara al lector para el desenlace.
Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
En este pasaje se describe cómo, finalmente, padre e hijo vuelven juntos a casa. El padre apoya su brazo sobre los hombros del hijo. El narrador menciona que el padre, pese a estar quebrantado de “cuerpo y alma” (p.71), se encuentra feliz de haber logrado encontrar a su niño con vida. Ese malestar en el alma puede deberse, por un lado, a su propia debilidad física, sumada al estrés de la búsqueda del niño, pero también, por otro lado, el padre quizá ya no sepa, debido a sus frecuentes visiones, qué es ahora en su vida una alucinación y qué es real.
Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo. A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.
Inmediatamente después del párrafo en el que se describe cómo padre e hijo regresan a casa, el narrador revela la verdad más cruda: el encuentro no fue más que una alucinación. El hombre cree que camina junto al hijo con su brazo sobre los hombros del niño, pero esto no es así. Ha perdido la cordura. El narrador deja para el final el cuadro macabro de la situación y el cadáver: el hijo, en realidad, murió apenas al salir de casa, y desde entonces su cuerpo yace patas arriba en el alambrado, bajo un terrible sol de verano.