Resumen
El padre “sufre desde hace un tiempo de alucinaciones” (p. 67) y, en ocasiones, es atormentado por “recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó” (p. 68). Rememora que, una vez, tuvo una visión terrible en la que su hijo moría, producto de un accidente con una bala. A pesar de estos pensamientos, en su accionar y sus palabras, el padre parece seguro y tranquilo de que esta mañana el niño salga a cazar solo.
De repente, mientras realiza “su quehacer” (p.), escucha el sonido de un disparo cercano y reconoce de inmediato el distintivo sonido de la escopeta de su hijo: “-La Saint-Etienne… -piensa el padre al reconocer la detonación” (p. 68). Sin prestarle mucha atención, vuelve a concentrarse en su tarea. Al comprobar que son las doce en punto, espera ansioso el regreso de su hijo, pero el tiempo pasa y comienza a preocuparse por la demora. Padre e hijo “no se engañan jamás” (p. 68), por lo que la tardanza lo intranquiliza con cada segundo que pasa. Transcurren treinta minutos y, finalmente, el padre sale de su taller. En ese momento, rememora el sonido del disparo anterior, "el estallido de una bala de parabellum" (p. 69), y se da cuenta de que no ha vuelto a escuchar ningún otro ruido desde entonces.
El hombre se adentra en el monte, sin llevar consigo nada para cubrir su cabeza y sin un machete. Busca desesperadamente a su hijo, pero no encuentra ningún rastro que lo guíe. Rápidamente, la idea de que a su hijo le haya pasado algo se instala en su cabeza. El narrador dice que “no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad” (p. 69). El monte es un lugar sucio, lleno de alambrados y peligros. El padre recorre todos los caminos que conoce y piensa que cada uno de sus pasos lo lleva, “fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo” (p. 69).
Análisis
En esta sección, el narrador revela por primera vez que el padre “sufre desde hace un tiempo de alucinaciones” (p. 67). Esta característica será clave para el desarrollo de lo que resta del cuento y, adelantamos, será fundamental para su desenlace. Inmediatamente después de esta revelación, el narrador nos dice que estas alucinaciones están imbricadas con un pasado del padre en el que fue feliz. El recuerdo de la dicha pérdida es motivo de angustia: “Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó” (p. 68). Nada se nos dice sobre este pasado, pero podemos suponer que guarda relación con una vida anterior en la que su mujer aún estaba junto a él y, felizmente casados, criaban juntos al niño.
Estas escenas de angustia y nostalgia permiten nuevamente traer a colación algo que la crítica señala como los aspectos biográficos de Quiroga presentes en su obra, y con los que aborda una de sus temáticas más pregnantes: la soledad. Al hombre no le afecta el simple hecho de la falta de compañía, sino la acechanza de los fantasmas de un pasado mejor. Solo, años después de haber vivido en Misiones con sus hijos, en la casa que compartía con ellos, Quiroga le escribe una carta a su entrañable amigo y escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada y le dice: “Las noches pasadas he cosido también: un quillango que voy haciendo con retazos de cueros silvestres, y una alfombrita limpiapiés, que he ribeteado con tientos de jabalí. Magnífica también. Y con estas cosas voy solucionando el gran problema de las noches de invierno, que siempre constituyen mi pesadilla. Antes, cuando vivía aquí con mis hijos chicos, iba al taller. Ahora no tengo ya ganas de eso. Tengo que inventar nuevos entretenimientos” (p.86). Quiroga, solo en su casa y sin sus hijos, busca actividades que lo distraigan de aquella ausencia; de la misma manera, el padre en el cuento busca olvidar también un pasado en el que fue feliz. El hombre realiza también labores que lo distraen de sus “tormentos morales” (p.67) y su melancolía, a los que el narrador constantemente llama quehaceres, sin especificar de qué tareas se trata. Además, y esto es clave, a diferencia del escritor, el personaje del padre es atormentado por terribles alucinaciones. Quizá la visión más llamativa, que el hombre recuerda por su contenido macabro, es una que protagoniza su hijo: “Lo ha visto rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza” (p. 68). Esta alucinación inaugura de manera abrupta otro de los grandes temas presentes en el cuento: la muerte.
Horacio Quiroga fue un gran lector del escritor estadounidense Edgar Allan Poe, cuya influencia se ve en gran parte de su obra y, en particular, en “El hijo”. De Poe tomará Quiroga motivos vinculados a lo macabro, así como también, en otro cuentos, elementos relacionados con el enigma. Poe sufrió durante toda su vida pesadillas angustiantes que, según él mismo, lo llevaron a crear un doble, un narrador en el cual volcar buena parte de estas experiencias. Quiroga, en este caso, parece haber hecho un movimiento similar: el personaje del padre comparte muchos rasgos biográficos con él. Sin embargo, como dijimos, a diferencia del escritor, el padre del cuento tiene fuertes y frecuentes alucinaciones en las que generalmente ve morir a su hijo. Estas visiones tienen una doble función: por un lado, habilitan la presencia de fuerzas oscuras y terroríficas en el relato, y parecen funcionar como una suerte de anticipo propio del pensamiento mágico de lo que sucederá en el cuento. Por el otro, nos hacen desconfiar de la cordura del padre, de su capacidad de distinguir las experiencias reales de las propias de la alucinación. Desde este otro punto de vista, las visiones no serían otra cosa que la materialización en forma de síntoma de un padre angustiado, estresado y preocupado por la crianza de su hijo huérfano de madre. A pesar de que esta ambigüedad entre lo explicable y aquello que escapa a las leyes naturales es muy propia del género fantástico, este cuento no podría ser calificado como tal. En este caso, si bien la ambigüedad cumple el rol de aportar una atmósfera propicia para lo extraño, como veremos más adelante, no se mantiene en tensión a lo largo del texto, sino que se resuelve.
En el cuento, poco después de que se nos revela que el padre sufre alucinaciones, el personaje escucha el sonido de un disparo cercano y reconoce de inmediato el distintivo sonido de la escopeta de su hijo: “-La Saint-Etienne… -piensa el padre al reconocer la detonación” (p. 68). Sin prestarle mucha atención al sonido, el hombre vuelve a concentrarse en su tarea. Al comprobar que son las doce en punto, espera el regreso de su hijo, pero el tiempo pasa y, ahora sí, comienza a preocuparse por la demora. El narrador, en este punto, acorta la distancia con el hombre y comienza a focalizar su narración en el punto de vista del padre, que va uniendo cabos, indicios, de que algo anda mal.
Pasada media hora, la preocupación del padre se convierte en presunción de muerte: nada debería retrasar tanto la llegada de su hijo. Recuerda la alucinación en la que su hijo moría producto de un accidente en el taller y, con esta imagen en su cabeza, sale a buscarlo al monte “sin machete” (p. 69). Este último detalle nos lo repite el narrador por segunda vez unos párrafos más adelante. Olvidar una herramienta tan importante para atravesar el monte litoraleño, un monte de arbustos achaparrados propios de sotobosque, que complican el paso al punto de a veces impedirlo, es un signo claro de la desesperación y el apuro del hombre. También enfatiza esta sensación el hecho de que el padre sale peligrosamente con “la cabeza al aire” (p. 69) en un día de calor tan extremo, según se presentó en las primeras líneas. Resulta inquietante el hecho de que, al salir de su casa, lo primero que el padre note es que “la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo…” (p. 69). Vuelve a emerger la filosofía positivista propia del naturalismo en este momento en que la naturaleza se humaniza y se convierte en una presencia indiferente al sufrimiento del padre.
De esta manera, el padre ya no solo tiene que hacer frente a su desesperación y a sus alucinaciones, sino también a un espacio que lo amenaza desde su impasibilidad y que es, también, descrito como sucio, lleno de peligros y alambrados. De hecho, el mismo narrador, cada vez más cerca de los pensamientos del padre y del desenlace de la historia, sugiere que “ha muerto su hijo al cruzar un…” (p. 69). La palabra que omite es alambrado. El alambrado es una estructura de hilo metálico que se emplea para delimitar terrenos, y que resulta, sobre todo cuando tiene púas, peligrosa cruzar con un arma en mano. El alambrado y la basura son una amenaza; la naturaleza, con su calor y con su monte tupido, lo espera al padre, detenida a la vera del bosque.
En el contexto del naturalismo positivista, se reduce la dimensión mágica y metafísica de las fuerzas de la naturaleza de paradigmas anteriores, y cobra protagonismo una idea de que la naturaleza responde a una lógica propia. Esta vez, el hombre aborda la naturaleza desde la ciencia. El positivismo establece nuevas reglas para pensar la impasibilidad de la naturaleza, que, no obstante, continúa por supuesto siendo amenazante para el hombre. Esta indiferencia de la naturaleza ante el sufrimiento de las personas es clara en el texto de Quiroga. Sin embargo, cabe resaltar que será el alambre, símbolo de la civilización en el cuento, lo que acabará con la vida del niño. Volveremos sobre esto más adelante en el desenlace del relato.
El padre se adentra cada vez más en el monte, pensando que cada paso que da lo lleva, “fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo” (p. 69). De esta manera, el relato comienza a perder precisión en las descripciones que se hacen de los movimientos del hombre, y, como mencionamos anteriormente, el narrador se focaliza más y más en los pensamientos erráticos del personaje. Podríamos incluso decir que el narrador se focaliza tanto en él que abandona toda pretensión de objetividad y encarna su voz cuando exclama: “¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte…! ¡Oh, muy sucio…! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano…” (p. 69). La historia, el posible desenlace de los movimientos de su hijo, comienza a suceder más en la cabeza del padre que en la realidad en la que se mueve.